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John Paul II's 1st Apostolic Pilgrimage to Peru

1st - 5th February 1985

Pope Saint John Paul II was a pilgrim to Peru for the first time in 1985, during his 25th apostolic voyage, on which he also visited Venezuela, Ecuador & Trinidad and Tobago. During his trip, he beatified Ana de Los Angeles.

After being welcomed at Lima-Callao Airport, Papa San Juan Pablo II celebrated Mass in Plaza de Armas in Cuzco. Day 2 began with the Beatification of Ana de Los Angeles in Arequipa, followed by Mass with Young People in Monterrico, and then a meeting with the Bishops of Peru. On Sunday 3 February, St John Paul II gave a homily at the Liturgy of the Word in Cuzco, made an appeal to men in the armed struggle, celebrated Mass with families in Monterrico and met with members of the Diplomatic Corps of Peru. JPII began Monday by meeting with the elderly and infirm in Callao, celebrated the Liturgy of the Word in Piura and Mass with workers in Trujillo. On his final day St John Paul II met with the poor in Villa El Salvador before bidding a fond farewell to Perú.

Discurso de Papa San Juan Pablo II en la Ceremonia de Bienvenida
Aeropuerto de Lima-Callao, Viernes 1 de  febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

"Señor Presidente, hermanos obispos del Perú, autoridades, queridos hermanos y hermanas:
1. Acabo de pisar  tierra peruana. Y al besarla, he querido manifestar mi estima profunda hacia todos sus habitantes, que desde este momento me acogen con corazón abierto.

Por ello, la primera palabra que viene a mis labios es la de un cordial ¡gracias! ¡Muchas gracias!

Gracias ante todo al Señor Presidente de la nación, que me invitó amablemente a visitar el país y que me ha dado la bienvenida en nombre de todos los peruanos, con palabras tan dignas de aprecio. Ellas recogen el sentir de los católicos del Perú, que, en espíritu de fe, tan vinculados han estado tradicionalmente al Papa.

Gracias al señor cardenal arzobispo de Lima y Presidente de la Conferencia Episcopal, al señor arzobispo-obispo del Callao en cuya jurisdicción se halla este aeropuerto Jorge Chávez, y al secretario general de la Conferencia Episcopal. Ellos me reciben en nombre de todos los obispos, que amablemente me invitaron a venir a Perú y que aguardan en la catedral limeña nuestro primer encuentro, y a los que desde ahora saludo cordialmente.

Gracias a todas las autoridades, tanto nacionales como locales, civiles o militares, que han querido venir a recibirme.

Y gracias al querido pueblo fiel del Perú; a cuantos hoy encuentro o encontraré, y a tantos otros que de diversas maneras me han mostrado su deseo de verme en su ciudad o en sus ambientes de trabajo. Aunque evidentes exigencias organizativas no me permitan visitar otros lugares que habría deseado, a todos se extiende mí gratitud y recuerdo.

2. El nombre del Perú hace evocar los ecos remotos del Imperio Inca del Tahuantinsuvo, que supo vencer la formidable barrera de los Andes. Después de la evangelización, ese nombre habla de figuras tan notables como los Santos Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Francisco Solano, Martín de Porres, Juan Macías, Sor Ana de los Ángeles, que mañana veremos beatificada en su propia tierra arequipeña.

Ello ha permitido un proceso de mestizaje integrador, no sólo racial, sino cultural y humano, que se plasma de tantas maneras en vuestra vida diaria. En ese proceso la Iglesia no ha estado ausente, sino que, como reconoce vuestra misma Constitución, ella ha tenido un papel «importante en la formación histórica, cultural y moral del Perú» (art. 86).

¡Cuántas son las fechas significativas en la historia del Perú —en el que se dieron también cita los ideales de San Martín y de Bolívar— en las que se halla una presencia, creadora de identidad histórica, de la fe cristiana, del impulso religioso, de la obra de la Iglesia! Son elementos que han buscado una síntesis integradora, no siempre fácil, en vuestra alma nacional.

En este momento histórico, es necesaria una creciente solidaridad entre todos vosotros y un nuevo descubrimiento de vuestras raíces humanas y religiosas; para crear nuevas fuerzas de justicia a todos los niveles, para superar las funestas tentaciones de los materialismos, para dar a cada peruano una dignidad renovada que lo haga libre en su interior y bien consciente de su destino ante Dios, ante sí mismo y ante la sociedad.

Ahí entra el gran papel de las fuerzas interiores; ahí se coloca la importante función de la fe, para cambiar desde dentro las personas y, mediante ellas, la sociedad. Porque no se podrá avanzar «en el camino difícil de las indispensables transformaciones de las estructuras de la vida económica, sí no se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los corazones» (Redemptor hominis, 16).

Estos son los ideales que quiero servir con mi visita, y que desearía se tradujesen en una ayuda al robustecimiento de la fe del pueblo peruano y en una promoción de la causa de su paz, de la convivencia en el mutuo respeto, de la reivindicación del derecho de cada uno por vías de diálogo y no de violencia.

Los quinientos años de la evangelización de estas tierras —fecha para nosotros tan cercana— son una exigencia de construcción urgente de un hombre latinoamericano y peruano más recio en su fe, más justo, más solidario, más respetuoso del derecho ajeno al defender y reivindicar el propio, más cristiano y más humano.

Que la Virgen Santísima, tan venerada en toda la nación, nos alcance en estos días abundancia de luz y gracia. Y que el Señor de los Milagros aumente en cada peruano la fe, la unión, la fraternidad. Con gran confianza, bendigo desde ahora a cada hijo del Perú."

Homilía del Papa Juan Pablo II en la Santa Misa en La Plaza de Armas
Viernes 1 de  febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

"Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros (Cf.. Io. 15, 1-17).

1. El pasaje evangélico que acabamos de proclamar en esta Plaza de Armas de una ciudad que hace 450 años escuchó por primera vez las enseñanzas del Evangelio, nos invita a una opción libre e irrevocable de fidelidad y amor total a Jesucristo. El es el centro vital de vuestra existencia, el origen de vuestra llamada a la santidad, el objeto de vuestros proyectos apostólicos, mis queridos sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, miembros de los diversos movimientos apostólicos, hermandades, cofradías, grupos de plegaria y reflexión bíblica, neocatecumenales, apostolado de la oración y otros aquí reunidos.

Sois las fuerzas vivas de la Iglesia en Perú. La primera de esas fuerzas es Aquel que se llamó «la vid verdadera»: Jesucristo. A todos nos dice: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Permaneced en mí..., porque separados de mí no pedéis hacer nada» (Ibíd. 15, 4-5). Es una invitación a nosotros que estamos injertados en El por el bautismo y luego mediante los otros sacramentos y los respectivos carismas, a buscar la intimidad de su gracia vivificante. Es la invitación a vivir el carisma más grande, que es la caridad (Cf.. 1 Cor. 13, 13). Es la invitación amorosa a estar siempre unidos a El como garantía de fecundidad personal y apostólica. Y es a la vez un llamado a la unidad eclesial, ya que la gracia de Cristo nos llega sin cesar a través de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, signo que hace visible y realiza la comunicación con El.

Esa unidad eclesial se efectúa en cada diócesis en torno al obispo. En efecto, a los obispos —bien unidos cum y sub Petro— (Cfr. Christus Dominus, 2) corresponde garantizar la eclesialidad de las enseñanzas, del culto, de la comunión en la caridad dentro de cada Iglesia local. Por eso vuestra tarea eclesial - sacerdotal, religiosa, laical - sólo será fecunda si se realiza en unión estrecha con el legítimo Pastor.

Por ello, en vuestro ser y actuar, sentid el gozo y optimismo de estar unidos a Jesucristo en su Iglesia, ese gran árbol en que se injertan muchas ramas. Y como la rama no puede vivir separada del tronco, ni el sarmiento de la vid, uníos vitalmente a Cristo, porque cada miembro y cada Iglesia local se unen a El en la medida en que participan de la corriente vital que vivifica a todo el árbol. Esa unión con el tronco se garantiza y manifiesta en la unión con el Pastor universal, con el Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, que hoy os visita. Por ello, este viaje pastoral ha de significar para vosotros un reforzamiento de vuestra inserción en la única vid, Cristo, y en su Iglesia. Sin ello correríais la suerte del sarmiento separado de la vid, que se seca sin dar fruto (Cf.. Io. 15, 6).

2. Queridos sacerdotes diocesanos y religiosos, que desde todas las regiones del país os habéis dado cita para estar hoy con el Papa. Cristo os repite con acento de inmensa confianza y cariño: «Vosotros sois mis amigos . . . porque todo lo que he oído a mí Padre os lo he dado a conocer» (Ibíd. 15, 12 s.). ¡Cómo han de alentares esas palabras en vuestra soledad en pueblos apartados, a los que difícilmente llega el consuelo fraterno! ¡Cómo han de alentares en vuestra angustia ante «la tragedia del hombre concreto de vuestros campos y ciudades, amenazado a diario en su misma subsistencia, agobiado por la miseria, el hambre, la enfermedad, el desempleo»! (IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad quosdam Peruviae Episcopos occasione oblata eorum visitationis «ad Limina», 4, die 4 oct. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 740) ¡Cómo han de reconfortar vuestro corazón sacerdotal ante toda forma de injusticia, de abuso de los poderosos, de violencia que maltrata a los débiles y a los pequeños, de pérdida (en ciertos sectores) de los valores morales!

Sé del rechazo que sacude vuestros corazones al ver entronizada en el mundo un ansía inmoderada y cruel de tener, de poder y de placer. Pero Cristo está con vosotros como amigo; El conoce lo que significáis para la Iglesia y los sacrificios de vuestra misión como testigos de la fe y servidores de los hermanos. Por ello el Papa os dice: Renovad vuestro optimismo. Vuestra esperanza no quedará defraudada. ¡Cristo os acompaña y ha vencido al mundo!

Amigos de Jesús, destinados a dar fruto que permanezca (Cf.. Io. 15, 16). Grande es vuestro compromiso sacerdotal. No os desaniméis en él. No tengáis miedo de anunciar el mensaje de fe, de justicia y amor. Estad siempre unidos entre vosotros con la amistad y la ayuda mutua. Pero, sobre todo, tened una constante unión con Cristo en la oración y en los sacramentos, «de modo que todo lo que pidáis al Padre en mí nombre os lo conceda» (Ibíd.). En este sentido recordad que la Sagrada Eucaristía es la razón de ser de vuestro sacerdocio, hasta el punto de que el sacerdote nunca podría realizarse plenamente sí la Eucaristía no llega a ser el centro y raíz de su vida.

Sois los amigos de Jesús, que le habéis consagrado vuestra existencia. Renovad pues continua y gozosamente vuestra entrega en el celibato por el que «los presbíteros se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres» (Presbyterorum Ordinis, 16). Meditad cada día el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de vosotros y os ha dicho: ¡Sígueme! Esa llamada tiene su fuente última en el amor con el que el Padre ama al Hijo: «como el Padre me amó, yο también os he amado a vosotros» (Io. 15, 9). Esa es la verdadera vocación divina que debéis cultivar en su auténtica grandeza.

3. A todos, pero de modo especial al sacerdote, se dirigen las palabras del Señor: «os he destinado para que vayáis y deis fruto» (Ibíd. 15, 16).

A través de vuestra predicación, de la administración de los sacramentos, de las obras de caridad, Cristo continúa la redención. A través de vosotros se muestra su misericordia que perdona en el sacramento de la penitencia. Ejerced, pues, con generosidad vuestro ministerio, que la gracia de Cristo hará fecundo.

En la reciente Exhortación Apostólica «Reconciliatio et Paenitentia» he señalado cómo la administración del sacramento del perdón es «sin duda el más difícil y delicado, el más fatigoso y exigente, pero también uno de los más hermosos y consoladores ministerios del sacerdote» (IOANNIS PAULI PP. II Reconciliatio et Paenitentia, 29). Sed por ello vosotros que me escucháis - sacerdotes, religiosos, laicos - los primeros en recibir con frecuencia este sacramento, con auténtica fe y devoción (Ibid. 31, VI); y en vuestras tareas apostólicas no olvidéis la catequesis sobre todas las realidades que se relacionan con este sacramento.

Sacerdotes amigos de Jesús, ministros de su Redención: estáis llamados a suscitar frutos de santidad y también, desde el Evangelio, frutos de justicia, de acuerdo con la enseñanza social de la Iglesia. Por eso, como dije hace poco a vuestros obispos, «es necesario que todos... trabajen seriamente —y donde lo requiera en el caso con aun mayor empeño— en la causa de la justicia y de la defensa del pobre» (EIUSDEM Allocutio ad quosdam Peruviae Episcopos occasione oblata eorum visitationis «ad Limina», 4, die 4 oct. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 740). Pero recordad que la misión propia de la Iglesia es «revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en El» (IOANNIS PAULI PP. II Redemptor Hominis, 11).

4. Cristo os llama también a su amistad, a la intimidad con El, mis queridos seminaristas aquí presentes. Muchas de las cosas que he dicho para los sacerdotes tienen valor para quienes os preparáis a serlo. También para vosotros Jesús es la vida, la savia, la fuerza y el ejemplo. Por eso habéis de aprender de El, familiarizares con su persona y proyecto de salvación, para hacerlo vuestro ideal de vida y la inspiración de todo vuestro juvenil entusiasmo. Pensad, a este propósito, cuanto dije a vuestros obispos en su última visita ad Limina» (Cfr. EIUSDEM Allocutio ad quosdam Peruviae Episcopos occasione oblata eorum visitationis «ad Limina», die 24 maii 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 1 (1984) 1490 ss.).

Entre tanto os aliento a adquirir un gran sentido sobrenatural en vuestra existencia. Sed fieles a la oración diaria, tratad con piedad filial a María Santísima y acudid con confianza ala ayuda de vuestros superiores y educadores.

Recordad que vuestra formación requiere un estudio profundo, serio y sacrificado. Parte de ese sacrificio será la renuncia a otras dedicaciones que menguarían tiempo y energías a vuestra preparación específicamente sacerdotal.

«No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Io. 15, 16). El eco de esa llamada personal de Jesús ha configurado vuestra vocación, queridos religiosos y religiosas, que cargáis con alegría una buena parte del trabajo apostólico en el Perú. Esa iniciativa divina en la llamada es fruto del amor: «Yo os he amado a vosotros» (Ibíd. 15, 9), «vosotros sois mis amigos» (Ibíd. 15, 14). Y la voz de Cristo se ha hecho entrega vuestra, total y definitiva, mediante los votos de pobreza, castidad y obediencia. Ha sido vuestra respuesta, alegre y generosa, eclesial y sobrenatural en sus motivaciones.

No permitáis, pues, cualquier intento de secularizar vuestra vida religiosa, ni de embarcarla en proyectos socio-políticos que le deben ser ajenos, ni de olvidar la responsabilidad de testimoniar la vigencia del proyecto íntegramente cristiano ante la sociedad y el mundo de hoy. Sed fieles a vuestra misión y al carisma de vuestros fundadores, en obediencia a la Iglesia.

«Muchas familias religiosas nacieron para la educación cristiana de los niños y de los jóvenes, especialmente los más abandonados» (IOANNIS PAULI PP. II Catechesi Tradendae, 65). Que la preocupación por el servicio en otros campos apostólicos no os aparte de esa misión que la Iglesia os ha confiado. Sé que hacéis mucho en ese terreno; continuad entregándoos con generosidad.

«Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Io. 15, 10).

La fidelidad es la prueba del amor. Además, los cristianos tienen derecho a exigir al consagrado una sincera adhesión y obediencia a los mandatos de Cristo y de su Iglesia. Por tanto, tenéis que evitar todo lo que hiciera pensar que existe en la Iglesia una doble jerarquía o doble magisterio. Vivid e inculcad siempre un profundo amor a la Iglesia, y una leal adhesión a toda su enseñanza. Nunca seáis portadores de incertidumbres, sino de certezas de fe. Transmitid siempre la verdades que proclama el Magisterio; no ideologías que pasan. Para edificar la Iglesia, vivid la santidad. Ella os llevará, sí es necesario, a la prueba suprema de amor a los demás, porque «nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos» (Ibíd. 15, 13).

En esa línea quiero expresar toda mí estima y aliento a los miembros de los Institutos seculares o de las Sociedades de vida apostólica que trabajan afanosamente y dan testimonio de Cristo, con su presencia específica, en todos los campos de la vida de la Iglesia.

6. A vosotros, laicos de los diversos movimientos eclesiales, os invito a acoger también la voz de Cristo en este encuentro: «La gloría de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos» (Io. 15, 8). Meditad bien esas palabras, amados diáconos permanentes.

Cristo sigue esperando muchos frutos de vuestra actividad, catequistas laicos, que con entrega tan digna de agradecimiento ejercéis una preciosa misión de apostolado seglar. Continuad con entusiasmo vuestra tarea, formaos cada vez mejor según las indicaciones de vuestros Pastores y vivid ejemplarmente la Palabra que enseñáis.

Alrededor de los misterios de la Vida, Pasión y Muerte del Redentor, de su Madre Santísima y de los Santos, gira la vida de las hermandades y cofradías. ¿Cómo olvidar a la Hermandad de Cargadores del Señor de los Milagros o esas otras diversas cofradías en las que tantos otros recuerdan a sus Santos Patronos? Cristo espera como fruto de esas devociones que sean para todos una continua llamada a la conversión, a un cumplimiento fiel de los mandamientos de Dios, a una vida familiar cada vez más cristiana, a una frecuencia en la recepción de los sacramentos de la Penitencia y Eucaristía y a una asistencia fiel y constante a la Santa Misa dominical.

La Iglesia de Cristo, para asegurar su fecundidad, es siempre una Iglesia orante. También entre los seglares. Hoy existe una poderosa corriente de oración dentro de la Iglesia. En este terreno es necesario un cuidadoso discernimiento de los espíritus bajo la autoridad de la Iglesia. Siendo, además, esta corriente de oración un movimiento que afecta a tantas confesiones cristianas, debéis cuidar mucho la identidad genuina de vuestra fe.

Finalmente, por la estrecha vinculación que tiene con el Papa y por la profunda raigambre en vuestro pueblo, quiero alentar a producir nuevos frutos eclesiales a los miembros del Apostolado de la Oración, que unen sus plegarias a las mías como Pastor de la Iglesia universal.

Son muchos los campos en los que Cristo y la Iglesia esperan una renovada floración de fecundidad, tanto de cada laico como de los movimientos apostólicos comprometidos en hacer presentes los valores del Evangelio en el mundo. Señalo a vuestra atención los de la familia, de la educación, las comunicaciones sociales, la actividad política, la defensa de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables, la protección de los más débiles y necesitados, la moralización de la vida pública, la promoción de la justicia y la paz (Cf.. Puebla, 790-792). En todo ello es sumamente importante que el Pueblo de Dios se sienta siempre unido a Cristo y no pierda su identidad, ni subordine los contenidos del Evangelio a categorías políticas o sociológicas. Es responsabilidad de todos, principalmente de los Pastores, velar para que la Iglesia no pierda su rostro auténtico.

7. Queridos hermanos y hermanas: Frente a los momentos difíciles que vivís en vuestra vida comunitaria; frente a las crisis de vuestra sociedad, es necesario proceder a un rejuvenecimiento de los espíritus con la fuerza del amor que viene de Cristo. Un amor total y abnegado al hombre por El, porque «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Io. 15, 13). Ese amor nos hace posible vivir la vida con la mayor dignidad, y ponerla a disposición de los otros, para ayudarles a dignificarse más; él nos hace capaces de afrontar sin temor el futuro, empeñados en construir un hombre y un mundo nuevos, más justos y humanos, abiertos a Dios y no encerrados en falaces soluciones materialistas. Porque «Un humanismo cerrado, impenetrable a los valores del espíritu y a Dios, que es fuente de ellos, podría aparentemente triunfar. Ciertamente el hombre puede organizar la tierra sin Dios pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre» (PAULI VI Populorum Progressio, 42).

Os invito, pues, a todos vosotros, fuerzas vivas de la Iglesia en Perú, a renovar vuestra entrega a Cristo, y por El a trabajar sin desmayo en la elevación del hombre y en su liberación del pecado y de la injusticia. Seguid en ello las válidas orientaciones marcadas por vuestros obispos en su reciente documento sobre la teología de la liberación.

Recordad siempre que Cristo es el Hombre nuevo: sólo a imitación suya pueden surgir los hombres nuevos. El es la piedra fundamental para construir un mundo nuevo. Solamente en El encontraremos la verdad total sobre el hombre, que le hará libre interna y externamente en una comunidad libre. Sólo El es la vid, cuyos sarmientos vivos y fecundos hemos de ser nosotros.

Injertados en El, alimentados por su savia, guiados por la Madre de la esperanza, dad al hombre de hοy, sacerdotes, almas consagradas, laicos cristianos, un testimonio fecundo del amor del Padre. Contáis en ello con mí aliento y mí cordial Bendición."

Homilía del Juan Pablo II en la beatificación de Ana de los Ángeles
Arequipa, Sábado 2 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

¡1. «Lumen ad revelationem gentium!».
¡Luz para iluminar a las gentes! (Lc 2, 32).

Hoy la Iglesia en toda la tierra celebra la Presentación del Señor en el templo de Jerusalén, cuarenta días después de su nacimiento en Belén.

Allí, en el templo de Jerusalén, fueron pronunciadas las palabras proféticas que la Iglesia repite cada día en su liturgia y hoy proclama con una especial solemnidad.

He aquí que el anciano Simeón toma al Niño de los brazos de la Madre e iluminado por el Espíritu Santo, pronuncia las palabras proféticas:

«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, / dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, / la que has preparado a la vista de todos los pueblos, / luz para iluminar a las gentes / y gloría de tu pueblo Israel» (Ibíd. 2, 29-32).

2. Hoy repetimos estas palabras aquí en Arequipa, en tierra peruana. Juntos profesamos con ellas la fe en Jesucristo; esa fe que ha iluminado el pueblo de esta tierra desde hace ya casi cinco siglos.

En este nombre y en esta luz nos unimos hoy recíprocamente nos saludamos. Y tengo el gozo de poder participar con vosotros, como Obispo de Roma, en esta fiesta grande de la Iglesia en vuestra patria.

Una fiesta que tiene un doble motivo de alegría: la beatificación de Sor Ana de los Ángeles Monteagudo, y la coronación pontificia de la imagen de la Virgen de Chapi, Madre y Reina de Arequipa, que preside nuestra celebración.

En esta fiesta de la Iglesia en el Perú, en presencia de todos sus Pastores, quiero saludar a todo el pueblo fiel peruano que he venido a visitar, aunque no podré llegar, como desearía, a cada persona y lugar del país. Pero a todos los semejantes me dirigiré intencionalmente, cada vez que en estos días encuentre a algún grupo o sector del pueblo de Dios. Así pues:

Que Cristo, luz de las gentes, ilumine a los miembros de esta Iglesia de Dios en Arequipa que hοy me acoge, a su Pastor y auxiliares, así como a las Iglesias de Punto, Tacna, Ayaviri, Chuquibamba y Juli con sus Pastores.

Que la luz de Cristo guíe a la Iglesia en Lima con su cardenal arzobispo y auxiliares, a los Pastores y fieles del Callao, Huacho, Ica y Yauyos.

Que Cristo, luz del mundo, esclarezca el camino de los Pastores y fieles de Ayacucho, Huancavelica y Caravelí.

Que Cristo sea siempre la luz de las Iglesias en el Cuzco, Abancay, Chuquibambilla y Sicuani y de sus obispos.

Que la luz de Cristo resplandezca en el pueblo fiel de Huancayo, Huánuco, Tarma y en sus Padres en la fe.

Que Cristo acompañe con su luz al Pueblo santo de Dios en Piura, Chachapoyas, Chiclayo, Chota, Chulucanas y a sus prelados.

Que la luz de Cristo brille en los Pastores y comunidades eclesiales de Trujillo, Cajamarca, Huaraz, Chimbote, Huarí, Huamachuco y Moyobamba.

Que Cristo marque con su luz el camino de la fe para los Ordinarios e Iglesias de Iquitos, Jaén, Pucallpa, Puerto Maldonado, Requena, San José del Amazonas, San Ramón y Yurimaguas, y para el Ordinario y miembros del Vicariato Castrense del Perú.

Finalmente, que Cristo sea luz para todos los aquí presentes, los venidos de cerca o de lejos, y de modo particular para la gran Familia dominicana, que ve en su hermana, la Beata Ana de los Ángeles, una nueva gloría para los hijos e hijas de Santo Domingo, y un fiel reflejo de la luz de Jesucristo.

3. Este Jesús de Nazaret sobre el cual, cuarenta días después de su nacimiento, el anciano Simeón pronunció las palabras proféticas, está delante de nosotros como Luz.

Escuchemos lo que nos dice en el Evangelio de la liturgia de hoy:

«Todo me ha sido entregado por mi Padre; y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ní al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Matth. 11, 27).

Cristo es la luz de los hombres, porque les revela a Dios. Sólo El conoce a Dios: conoce al Padre y es conocido por El. También El, únicamente El, lleva la luz de la revelación divina a los corazones humanos. Gracias a El hemos conocido al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, al Dios Unico en la Trinidad que es «el principio y fin» de todo lo que existe. En El está nuestra salvación eterna.

4. En efecto, este Dios —como proclama Juan en la segunda lectura de hoy— es el que «nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Io. 4, 10). Así es. «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo su Hijo único para que vivamos por medio de él» (Ibíd. 4, 9).

El Hijo es la luz del mundo porque nos da la vida de Dios. Esta vida divina es para nosotros un don, es decir, la gracia. Y la gracia deriva del Amor e injerta en nosotros el Amor. De este modo nosotros los hombres, nacidos de los hombres, de nuestros padres, a la vez hemos nacido de Dios:

«Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (Ibíd. 4, 7).

Cristo es la luz de los hombres, porque gracias a El hemos sido engendrados por Dios, y cuando somos engendrados por Dios en Cristo, entonces también nosotros «conocemos a Dios»: conocemos al Padre, como también el Hijo conoce al Padre.

En cambio, «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Io. 4, 7).

5. He aquí el espléndido mensaje de la fiesta de hoy. El mensaje de la luz y de la vida, el mensaje de la verdad y del amor.

En el contenido de este mensaje reconocemos también a esta hija elegida de vuestra tierra que hoy puedo proclamar Beata de la Iglesia: Sor Ana de los Ángeles Monteagudo.

El señor Arzobispo de Arequipa, al pedir oficialmente la beatificación de Sor Ana, ha trazado en síntesis su biografía y ha indicado los rasgos de su vida santa, y los méritos y gracias celestiales que han conducido a su elevación a los altares, para ejemplo y veneración de toda la Iglesia, especialmente de la Iglesia en el Perú.

En ella admiramos sobre todo a la cristiana ejemplar, la contemplativa, monja dominica del célebre monasterio de Santa Catalina, monumento de arte y de piedad del que los arequipeños se sienten con razón orgullosos. Ella realizó en su vida el programa dominicano de la luz, de la verdad, del amor y de la vida, concentrado en la conocida frase: «contemplar y transmitir lo contemplado».

Sor Ana de los Ángeles realizó este programa con una intensa, austera, radical entrega a la vida monástica, según el estilo de la orden de Santo Domingo, en la contemplación del misterio de Cristo, Verdad y Sabiduría de Dios. Pero a la vez su vida tuvo una singular irradiación apostólica. Fue maestra espiritual y fiel ejecutora de las normas de la Iglesia que urgían la reforma de los monasterios. Sabía acoger a todos los que dependían de ella, encaminándolos por los senderos del perdón y de la vida de gracia. Se hizo notar su presencia escondida, más allá de los muros de su convento, con la fama de su santidad. A los obispos y sacerdotes ayudó con su oración y su consejo; a los caminantes y peregrinos que venían a ella, los acompañaba con su plegaria.

Su larga vida se consumó casi por entero dentro de los muros del monasterio de Santa Catalina; desde su tierna edad como educanda, y más tarde como religiosa y superiora. En sus últimos años se consumó en una dolorosa identificación con el misterio de Cristo Crucificado.

Sor Ana de los Ángeles confirma con su vida la fecundidad apostólica de la vida contemplativa en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Vida contemplativa que arraigó muy pronto también aquí, desde los albores mismos de la evangelización, y sigue siendo riqueza misteriosa de la Iglesia en el Perú y de toda la Iglesia de Cristo.

6. Ciertamente Sor Ana se ha guiado en su vida con esta máxima de San Juan Evangelista:

«Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Ιο. 4, 11).

En la escuela del Divino Maestro se fue modelando su corazón hasta aprender la mansedumbre y humildad de Cristo, según las palabras del Evangelio: «Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón... Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Matth. 11, 29-30).

Imitando la caridad y el sentido eclesial de su Patrona, Catalina de Siena, tuvo un corazón manso y humilde abierto a las necesidades de todos, especialmente de los más pobres.

Todos encontraron en ella un amor verdadero. Los pobres y humildes hallaron acogida eficaz; los ricos, comprensión que no escatimaba la exigencia de conversión; los Pastores encontraron oración y consejo; los enfermos, alivio; los tristes, consuelo; los viajeros, hospitalidad; los perseguidos, perdón; los moribundos, la oración ardiente.

En la caridad orante y efectiva de Sor Ana estuvieron presentes de una manera especial los difuntos, las almas del Purgatorio que ella llamaba «sus amigas». De esta forma, iluminando la piedad ancestral por los difuntos con la doctrina de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de San Nicolás de Tolentino, de quien era devota, extendió su caridad a los difuntos con la plegaria y los sufragios.

Por eso, recordando estos detalles entrañables de la vida de la nueva Beata, su penitencia y su limosna, su oración continua y ardiente por todos, hemos recordado las palabras del libro de Tobías:

«Buena es la oración con ayuno; y mejor es la limosna con justicia que la riqueza con iniquidad. Mejor es hacer limosna que atesorar oro... Los que hacen limosna tendrán larga vida» (Τοb. 12, 8-9). Como ella, que murió en edad avanzada, cargada de virtudes y méritos.

7. Hoy la Iglesia en Arequipa y en todo el Perú desea adorar a Dios de una manera especial por los beneficios que El ha concedido al Pueblo de Dios mediante el servicio de una humilde religiosa: Sor Ana de los Ángeles.

Obrando así, la Iglesia cumple la invitación del libro de Tobías, proclamada en la liturgia de hoy:

«Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de honra, y no seáis remisos en confesarle. Bueno es mantener oculto el secreto del Rey, y también es bueno proclamar y publicar las obras gloriosas de Dios» (Ibíd.. 12, 6-7).

De esta manera, aquel misterio de la Gracia de Dios, escondido en el seno de la Iglesia de vuestra tierra, se hace manifiesto y se revela: ¡es Sor Ana de los Ángeles, la Beata de la Iglesia!

La santidad del hombre es obra de Dios. Nunca será suficiente manifestarle gratitud por esta obra. Cuando veneramos sus obras, las obras de Dios, veneramos y adoramos sobre todo a El mismo, el Dios Santísimo. Y entre todas las obras de Dios, la más grande es la santidad de una criatura: la santidad del hombre.

Pero he aquí que en la fiesta de hoy, en presencia de toda la Iglesia, está aquella que es la más Santa: la Madre de Cristo, María.

La contemplamos, cuarenta días después del nacimiento de su Hijo, llevando a Jesús al templo de Jerusalén, acompañada por José. El anciano Simeón adora en el Niño la luz de Dios: «Luz para iluminar a las gentes» (Luc. 2, 32). Y a María dirige estas palabras: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones. ¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Ibíd. 2, 34-35).

Teniendo presentes las palabras de Simeón, deseamos poner hoy sobre la cabeza de la imagen de la Madre de Dios de Chapi, la corona pontificia.

Este gesto que realizamos en la tierra, responde a la exaltación que la Virgen ha recibido en el cielo: la exaltación de los pobres y humildes, proclamada por ella en el Magníficat (Cfr. ibid. 1, 52).

Con tal gesto, el Papa quiere sellar la vinculación que ya existe y que se consolidará más, entre la ciudad de Arequipa, entre la Iglesia en el Perú y la Virgen Santísima. En efecto, esta «ciudad blanca», eminentemente mariana, que nació bajo el amparo de Nuestra Señora, el día de la Asunción de 1540, ha profesado siempre gran devoción a la Madre de Dios. Lo atestiguan los tres hermosos y conocidos santuarios marianos de la ciudad: el de Cayma, el de Characato y especialmente el de Chapi.

La coronación es también un recuerdo del amor que tuvo ala Virgen Santísima la Beata Ana de los Ángeles.

9. Ante la imagen de Nuestra Señora pongo las intenciones de toda la Iglesia, especialmente de la Iglesia en el Perú y en Arequipa:

«Oh Madre de Cristo, Santa Madre de Dios, venerada con amor tan entrañable por el Pueblo de Dios en toda la tierra peruana.

Madre y Reina de todos los Santos que ha dado esta tierra: Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Martín de Porres, Juan Macías, Ana de los Ángeles, proclamada Beata en el día de hoy.

No dejes de llevar a Jesús en tus manos; llévalo a los corazones de todos los que, en esta tierra, tan amorosamente confían en ti.

Llévalo siempre, como lo llevaste al templo de Jerusalén; que los ojos de nuestra fe se abran en todo momento como se abrieron los ojos de Simeón.

Junto con él profesamos:
¡«Luz para iluminar a las gentes»!
Que en El los ojos de nuestra le vean siempre la salvación que viene de Dios... ¡Del mismo Dios! Amén
.!

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Santa Misa para los Jóvenes
Hipódromo de Monterrico, Sábado 2 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

¡Amadísimos jóvenes:
1. En este encuentro, que tanto he deseado y al que vosotros os habéis preparado gozosamente con numerosas iniciativas, nos ha hablado Jesús. Acabamos de escuchar uno de los pasajes del Evangelio que más ha conmovido al mundo a lo largo de los siglos: las ocho bienaventuranzas del sermón de la montaña.

Con expresivas palabras se refirió el Papa Pablo VI a este pasaje, presentándolo como «uno de los textos más sorprendentes y más positivamente revolucionarios: ¿Quién se habría atrevido en el curso de la historia a proclamar “felices” a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los mansos, a los hambrientos, a los sedientos de justicia, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a los artífices de la paz, a los perseguidos, a los insultados…? Aquellas palabras, sembradas en una sociedad basada en la fuerza, en el poder, en la riqueza, en la violencia, en el atropello, podían interpretarse como un programa de vileza y abulia indignas del hombre; y en cambio, eran proclamas de una nueva “civilización del amor”» (Pauli VI Homilia, die 29 ian 1978).

2. Queridos amigos: El programa evangélico de las bienaventuranzas es trascendental para la vida del cristiano y para la trayectoria de todos los hombres. Para los jóvenes y para las jóvenes es sencillamente un programa fascinante. Bien se puede decir que quien ha comprendido y se propone practicar las ocho bienaventuranzas propuestas por Jesús, ha comprendido y puede hacer realidad todo el Evangelio. En efecto, para sintonizar plena y certeramente con las bienaventuranzas, hay que captar en profundidad y en todas sus dimensiones las esencias del mensaje de Cristo, hay que aceptar sin reserva alguna el Evangelio entero.

Ciertamente el ideal que el Señor propone en las bienaventuranzas es elevado y exigente. Pero por eso mismo resulta un programa de vida hecho a la medida de los jóvenes, ya que la característica fundamental de la juventud es la generosidad, la abertura a lo sublime y a lo arduo, el compromiso concreto y decidido en cosas que valgan la pena, humana y sobrenaturalmente. La juventud está siempre en actitud de búsqueda, en marcha hacía las cumbres, hacia los ideales nobles, tratando de encontrar respuestas a los interrogantes que continuamente plantea la existencia humana y la vida espiritual. Pues bien, ¿hay acaso ideal más alto que el que nos propone Jesucristo?

Por eso yo, Peregrino de la Evangelización, siento el deber de proclamar esta tarde ante vosotros, jóvenes del Perú, que sólo en Cristo está la respuesta a las ansias más profundas de vuestro corazón, a la plenitud de todas vuestras aspiraciones; sólo en el Evangelio de las bienaventuranzas encontraréis el sentido de la vida y la luz plena sobre la dignidad y el misterio del hombre (cfr. Gaudium et Spes, 22).

3. Jesús de Nazaret comenzó su misión mesiánica predicando la conversión en el nombre del reino de Dios. Las bienaventuranzas son precisamente el programa concreto de esa conversión. Con la venida de Cristo, Hijo de Dios, el reino se hace presente en medio de nosotros: «Está dentro de nosotros», y al mismo tiempo ese reino constituye la escatología, es decir, la meta definitiva de la existencia humana. Pues bien, cada una de las ocho bienaventuranzas señala esa meta ultratemporal. Pero al mismo tiempo cada una de las bienaventuranzas afecta directa y plenamente al hombre en su existencia terrena y temporal. Todas las situaciones que forman el conjunto del destino humano y del comportamiento del hombre están comprendidas de forma concreta, con su propio nombre, en las bienaventuranzas. Estas señalan y orientan en particular el comportamiento de los discípulos de Cristo, de sus testigos. Por eso las ocho bienaventuranzas constituyen el código más conciso de la moral evangélica, del estilo de vida del cristiano.

Las palabras que Jesús pronunció hace dos mil años en el sermón de la montaña, son siempre de vital actualidad. Iluminando la historia han llegado hasta nosotros. La Iglesia las ha repetido siempre y lo hace también ahora, dirigiéndolas sobre todo a los jóvenes de corazón generoso y abiertos al bien. Escuchad.

4. Jesús proclama: Bienaventurados los que lloran: es decir, los afligidos, los que sienten sufrimiento físico o pesadumbre moral; porque ellos serán consolados (Matth. 5, 5).

El sufrimiento es en cierto modo el destino del hombre, que nace sufriendo, pasa su vida en aflicciones y llega a su fin, a la eternidad, a través de la muerte, que es una gran purificación por la que todos hemos de pasar. De ahí la importancia de descubrir el sentido cristiano del sufrimiento humano. Es éste el tema de mi Carta Apostólica «Salvifici Doloris» que, va a hacer pronto un año, dirigí a todo el Pueblo de Dios. En ella traté de describir lo que es el mundo del sufrimiento humano con sus mil rostros y sus terribles consecuencias; y en ella, a la luz del Evangelio, traté de dar respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Con la mirada fija «en todas las cruces del hombre de hoy» (JPII Salvifici Doloris, 31), afirmé que «en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo» (ibíd 26). Este es el consuelo de los que lloran.

Los jóvenes, poniendo en juego su generosidad, no han de tener nunca miedo al sufrimiento visto ala luz de las bienaventuranzas. Han de estar siempre cerca de los que sufren y han de saber descubrir en las propias aflicciones y en las de los hermanos el valor salvífico del dolor, la fuerza evangelizadora de todo sufrimiento.

5. Bienaventurados los limpios de corazón. Jesús asegura que los que practican esta bienaventuranza verán a Dios (cf Matth. 5, 81). Los hombres de alma limpia y transparente, ya en esta vida, ven en Dios, ven a la luz del Evangelio todos los problemas que exigen una pureza especial: así, el amor y el matrimonio. Sobre estos temas la Iglesia ha hablado siempre, y sobre todo en nuestro tiempo, con mucha claridad e insistencia, proyectando la luz de su doctrina particularmente sobre la juventud.

Qué importante es educar a los jóvenes y a las jóvenes para el «amor hermoso», con el fin de alejarles de todas las asechanzas que tratan de destruir el tesoro de su juventud: de la droga, la violencia, el pecado en general; y orientarles por el camino que lleva a Dios: en el matrimonio cristiano, camino real para la realización humana y santificación de la mayoría de las mujeres y hombres; y también, cuando Cristo llama, en la entrega radical exigida por la vocación sacerdotal o religiosa. La Iglesia necesita hoy muchos apóstoles para evangelizar el mundo del nuevo milenio que se acerca, y espera encontrar esos evangelizadores entre vosotros, hombres y mujeres jóvenes del Perú.

6. Bienaventurados los misericordiosos (ibíd 5, 7). La misericordia constituye el centro mismo de la Revelación y de la Alianza. La misericordia, tal como la explicó y practicó Jesús, «rico en misericordia» (Dives in misericordia), es la cara más auténtica del amor, es la plenitud de la justicia. Por lo demás, el amor de misericordia no es una mera compasión con el que sufre, sino una efectiva y afectiva solidaridad con todos los afligidos.

El joven noble, generoso y bueno debe distinguirse por su sensibilidad hacia los sufrimientos de los otros, hacia toda desgracia, hacia cualquier mal que afecte al hombre. La misericordia no es pasividad, sino decidida acción en favor del prójimo, desde la fe.

¡Cuántas falanges de jóvenes se ven hοy dedicadas con inmensa alegría al servicio de los hermanos en todas las partes y en las circunstancias más difíciles de la vida! La juventud es servicio. Y el testimonio de servicio y fraternidad que da la juventud de hoy es una de las cosas más consoladoras y maravillosas de nuestro mundo.

El Señor da en premio a los misericordiosos la misericordia misma, la alegría, la paz.

7. Los pacíficos, los artífices de la paz: he aquí una categoría excepcional de hombres a los que Jesús proclama bienaventurados. Esta felicitación que nuestro Señor dirige a los que buscan la paz en el ámbito familiar, social, laboral y político, a nivel nacional e internacional, tiene una actualidad sorprendente.

Vosotros sentís justamente —debéis sentirlo siempre— el anhelo de una sociedad más justa y solidaria; pero no sigáis a quienes afirman que las injusticias sociales sólo pueden desaparecer mediante el odio entre clases o el recurso a la violencia u otros medios anticristianos. Sólo la conversión del corazón puede asegurar un cambio de estructuras en orden a la construcción de un mundo nuevo, un mundo mejor. «El tener confianza en los medios violentos, con la esperanza de instaurar más justicia, es ser víctima de una ilusión mortal. La violencia engendra violencia y degrada al hombre. Ultraja la dignidad del hombre en la persona de las víctimas y envilece esta misma dignidad en quienes la practican» (S Congr Pro Doctrina Fidei Instructio de quibusdam aspectibus «Theologiae Liberationis», XI, 7). «Solamente recurriendo a las capacidades éticas de la persona y a la perpetua necesidad de conversión interior se obtendrán los cambios sociales que estarán verdaderamente al servicio del hombre» (Puebla, IV, 3, 3. 3).

Construir la paz de hoy y la paz del mañana, la paz del año 2000: ésta es vuestra tarea, si queréis ser llamados «hijos de Dios». No olvidéis nunca que, como dije en mi Mensaje de primero de año, «la paz y los jóvenes caminan juntos».

8. Bienaventurados los mansos (Matth. 5, 4). Se expresa así el maestro bondadoso, que predicando el reino de Dios dijo también a sus discípulos: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Ibíd. 11, 29).

Es manso aquel que vive en Dios. No se trata de cobardía, sino del auténtico valor espiritual de quien sabe enfrentarse al mundo hostil no con ira, no con violencia, sino con benignidad y amabilidad; venciendo el mal con el bien, buscando lo que une y no lo que divide, lo positivo y no lo negativo, para «poseer así la tierra» y construir en ella la «civilización del amor». He aquí una tarea entusiasmante para vosotros.

9. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia (ibíd 5, 6). Con estas palabras Jesús nos convoca a la santidad, a la justicia o perfección que surge de la escucha de la Palabra de Dios hecha estilo de vida, conducta social, existencia cotidiana. De esa justicia que la Iglesia quiere promover eficazmente entre los hombres mediante su doctrina social, que vosotros, jóvenes, debéis estudiar con interés y aplicar con tesón.

El cristiano auténtico ha de asumir responsablemente las exigencias sociales que nacen de su fe. La visión del mundo y de la vida que nos da el Evangelio y que nos explica la doctrina social católica, impulsa ala acción constructiva mucho más que cualquier ideología, por muy atrayente que parezca.

Así, pues, jóvenes, ¡ánimo! La Iglesia os guía por los derroteros que llevan a los «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 Petr. 3, 13). No desoigáis su voz. Aceptad plenamente sus enseñanzas.

10. Bienaventurados los pobres de espíritu (Matth. 5, 3). Esta es precisamente la primera de las ocho bienaventuranzas que proclamó Jesús en el sermón de la montaña.

«Los pobres de espíritu son aquellos que están más abiertos a Dios y a las “maravillas de Dios” (Act. 2, 11). Pobres, porque están siempre dispuestos a aceptar ese don de lo alto, que proviene del mismo Dios. Pobres de espíritu son los que viven conscientes de haberlo recibido todo de las manos de Dios como un don gratuito y que valoran cada uno de los bienes recibidos. Constantemente agradecidos, repiten sin cesar: “Todo es gracia”, “demos gracias al Señor nuestro Dios”… Los corazones abiertos a Dios están, por eso mismo, más abiertos a los hombres. Están dispuestos a ayudar desinteresadamente. Dispuestos a compartir lo que tienen. Dispuestos a acoger en su casa a una viuda o a un huérfano abandonados. Siempre encuentran un lugar disponible dentro de las estrecheces en que viven. Y encuentran también siempre un poco de alimento, un pedazo de pan en su pobre mesa. Pobres pero generosos. Pobres, pero magnánimos» (JPII Allocutio in loco vulgο «Favela Vidigal» in urbe e Rio de Janeiro» habita, 2, die 2 iul. 1980).

Así, pues, pobres de espíritu son aquellos que, careciendo de bienes terrenales, saben vivir con dignidad humana los valores de una pobreza espiritual rica de Dios; y aquellos que, poseyendo los bienes materiales, viven el desprendimiento interior y la comunicación de bienes con los que sufren necesidad.

De los pobres de espíritu es el reino de los cielos. Esta es la recompensa que Jesús les promete. No se puede prometer más. Esta bienaventuranza que, en cierto sentido, comprende todas las demás, hemos de proyectarla sobre los pobres reales, teniendo en cuenta todas las clases y formas de pobreza que existen en nuestro mundo y mirando también a tantos hombres ricos que son terriblemente pobres (cfr Εiusdem Nuntius radiophonicus in Nativitate Domini missus, die 25 dec. 1984).

Mirando así a todos los que sufren por carencias materiales o espirituales, la Iglesia ha hecho su opción preferencial, no exclusiva ni excluyente, por los pobres. En esta opción que el Episcopado Latinoamericano hizo ya en Medellín y Puebla y que yo he proclamado de nuevo en mí último Mensaje de Navidad, vosotros, los jóvenes del Perú, tenéis que estar, y yo sé que lo estáis, muy unidos a la Iglesia y a sus Pastores.

11. Junto a la primera quiero citar ahora la última bienaventuranza, la referente a los que sufren persecución por causa de la justicia, los que son perseguidos por dar testimonio de la fe: son auténticos pobres de espíritu y por eso Jesús dice también que de ellos es el reino de los cielos (cf. Matth. 5, 10).

Yo os invito a una solidaridad especial con estos pobres, que son tantos en nuestro mundo de hoy: víctimas de esas pobrezas que afectan a los valores espirituales y sociales de la persona. Los jóvenes, que tanto aprecian el valor de la libertad, pueden comprender muy bien lo que es sufrir por falta de libertad, sobre todo por falta de libertad religiosa. No olvidemos nunca a estos hermanos nuestros a quienes Cristo felicita en su octava bienaventuranza. Son los preferidos del Señor y por eso han de ser también los preferidos de los amigos de Jesús, los preferidos de la Iglesia.

12. Queridos jóvenes: Si queréis ser de verdad felices, buscad la identificación con Cristo. «El es el verdadero protagonista de las ocho bienaventuranzas: no es sólo el que las ha enseñado o enunciado, sino que es, sobre todo, el que las ha realizado del modo más perfecto durante y con toda su vida» (JPII Homilia in paroecia «S. Marci Evangelistae» habita, 3, die 29 ian. 1984).

Es verdad que las bienaventuranzas no son mandamientos. Pero ciertamente están comprendidas todas ellas en el mandamiento del amor, que es el «primero» y el «más grande». Las bienaventuranzas son como el retrato de Cristo, un resumen de su vida y «por eso se presentan también como un “programa de vida” para sus discípulos, confesores, seguidores. Toda la vida terrena del cristiano, fiel a Cristo, puede encerrarse en este programa, en la perspectiva del reino de Dios» (cf ibid).

Jóvenes, vosotros estáis en condiciones de entusiasmares con ese programa. Pero para poder realizarlo necesitáis recurrir ala oración, acudir con humildad, confianza y sinceridad al sacramento de la reconciliación y participar con fervor en la Eucaristía.

Necesitáis también mirar ala Santísima Virgen, a quien la tradición de la Iglesia ha llamado siempre bienaventurada. Que María sea vuestra Madre. Procurad descubrir, a través de la meditación frecuente, la fidelidad con que Ella vivió el espíritu de las bienaventuranzas. Que Santa María os guíe siempre por el camino de la verdad, del bien, del amor y de la generosidad.

No es éste el momento para indecisiones, ausencias o faltas de compromiso. Es la hora de los audaces, de los que tienen esperanza, de los que aspiran a vivir en plenitud el Evangelio y de los que quieren realizarlo en el mundo actual y en la historia que se avecina.

A ejemplo de la joven Santa Rosa de Lima, empeñad vuestras energías en construir un Perú donde brille la santidad, donde se plasmen las bienaventuranzas del reino.

Construid un Perú más fraterno y reconciliado.
Construid un Perú mucho más justo.
Construid un Perú sin violencia, siempre anticristiana.
Construid un Perú donde reinen la honestidad, la verdad, la paz.
Construid un Perú más humano, donde el misterio de cada hombre se viva ala luz del misterio de Dios.

Especialmente este Año de la Juventud, construid un Perú donde resuenen, hechas ánimo y esperanza, las palabras del Apóstol: «Os saludo, jóvenes, que sois fuertes, que el mensaje de Dios está en vosotros y que habéis vencido al maligno» (1 Io. 2, 14). Vuestra victoria no será la de las armas, sino la del espíritu de las bienaventuranzas, hechas vida propia y proclamadas al mundo.

Para que así sea, os ofrezco mi aliento, mi plegaría, mi Bendición.!

Consagración de la juventud peruana a la Santísima Virgen

¡María, Madre de Jesús y Madre nuestra, hoy la juventud peruana reunida junto al Vicario de Cristo, para proclamar su fe, su incondicional entrega a Jesucristo y su disponibilidad para construir un mundo más justo, más fraterno y más cristiano, quiere consagrarse a Ti.

Conscientes de nuestra debilidad, nos acercamos con la confianza del hijo que busca la protección de su Madre. Ponemos en tus manos nuestros anhelos, nuestras inquietudes, nuestras esperanzas. Queremos construir un mundo mejor, donde reine el amor, la justicia y la paz. Te ofrecemos todas nuestras fuerzas jóvenes con la decisión de seguir la enseñanza de Cristo, no buscando ser servidos sino servir, servir a nuestros hermanos, y cuanto más necesitados, más. Servir a la Iglesia, sacramento universal dé salvación, servir al Perú, nuestra patria, para que tu Hijo, Jesús, sea amado y acogido por los jóvenes.

Te ofrecemos nuestros años de juventud para que, bendecidos con tu amor maternal, seamos capaces de cumplir nuestro deber por encima de todo provecho propio.

Intercede en nuestro favor, a fin de que en este período de nuestra existencia penetremos y asimilemos el mensaje que Cristo trajo al mundo, sin paliarlo ni tergiversarlo, sino aceptándolo en toda su plenitud y exigencia. Consíguenos la nobleza de reconocer nuestras fallas y debilidades, y la fuerza de convertirnos constantemente a Cristo Salvador.

Alcánzanos la gracia de que nuestra vida no sea vacía, sino que logre ser, en el estado de vida que Dios quiera para cada uno de nosotros, un testimonio vivo, un aliciente para que los hombres se acerquen y encuentren la acción transformadora de Dios. María, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, acepta nuestra ofrenda y acompáñanos en nuestro caminar por el mundo. Amén.!

Santo Padre Juan Pablo II con los Miembros del Episocopado del Perú
Sábado 2 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

¡Queridos hermanos en el Episcopado:
1. En la sede de vuestra Conferencia Episcopal, donde en espíritu de profunda fraternidad os reunís para organizar, coordinar y promover la vida de la Iglesia en el Perú, me alegra profundísimamente encontrarme con vosotros, mis hermanos obispos de estas Iglesias particulares que estoy visitando. Estos momentos van a prolongar y completar las vivencias y reflexiones hechas durante vuestra visita «ad Limina». Y tengo a la vez la agradable impresión de que, de algún modo, el hermano en la Sede de Pedro devuelve lleno de afecto la visita a los hermanos que antes fueron a verle, dejando atrás las Iglesias que hoy me acogen en la fe.

Este encuentro tiene lugar en una fecha de gran significado eclesial. En el día de hoy, y bajo la mirada maternal de la Virgen de Chapi, he tenido el gozo de beatificar a Sor Ana de los Ángeles Monteagudo. En ella se concentra un pasado de ejemplar consagración esponsal a Jesucristo, el Señor; pero también se nos señala un futuro. Ese futuro que hemos podido vislumbrar sobre todo en los miles de jóvenes reunidos con nosotros. La Iglesia latinoamericana tomó en su día una «opción por los jóvenes». Ellos esperan siempre de nosotros que les señalemos de modo inequívoco el camino de los Santos, de su plena realización como cristianos; y no podemos defraudarlos.

Es un admirable privilegio pertenecer a una Iglesia en la que ha florecido la santidad; pero es también una responsabilidad. Los jóvenes, tan sensibles y exigentes nos obligan a levantar la vista, a ponernos continuamente en camino, a no desfallecer en el arduo esfuerzo de mostrar y seguir coherentemente a Jesucristo. Ellos son esa instancia crítica que señala que todavía podemos hacer algo más. Ellos nos hacen descubrir que la santidad, la cual comienza con una renovación interior, tiene indudables dimensiones sociales. Vuestra historia eclesial es rica en preclaros modelos de vida cristiana, capaces de iluminar con la novedad del Evangelio el presente y de guiar hacia la transformación de un futuro mejor.

En esta perspectiva, y como confirmación o complemento de cuanto tratamos en Roma, deseo compartir con vosotros algunas reflexiones que me sugiere la figura profética, central en vuestras Iglesias, de Santo Toribio de Mogrovejo, a quien he declarado recientemente Patrono de los obispos de América Latina. Además, en su fiesta litúrgica, el 23 de marzo, aprobé el Documento final de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla de los Ángeles, bajo el lema: « La evangelización en el presente y el futuro de América Latina ».

Hay además otra coyuntura histórica de fondo para que miremos a la figura de Santo Toribio: su gran tarea consistió en realizar, iluminado por el Concilio de Trento, la primera evangelización del Mundo Nuevo. Hoy os toca a vosotros realizar, a la luz del Concilio Vaticano II, una nueva evangelización de vuestros fieles que —como dije en la alocución al CELAM en Puerto Príncipe— ha de ser «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión» (IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad CELAM habita, III, die 9 mar. 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 1 (1983) 698).

De entre las grandes lecciones que brotan del ejemplo de Santo Toribio queremos fijarnos en algunas.

2. Evangelización para la santidad. La primera evangelización germinó haciendo de la fe el sustrato del alma latinoamericana en general, y peruana en particular (Cf.. Puebla, 412). Esto fue en buena parte fruto del admirable esfuerzo apostólico de Santo Toribio de Mogrovejo y de su labor en el III Concilio Límense, ayudado por otros insignes misioneros.

Aquella evangelización dio como resultado modelos ejemplares de santos. Ahí están para testimoniarlo la mística figura de Santa Rosa de Lima, el amor a los pobres de San Martín de Porres y San Juan Maclas, la solidaridad y ardor misionero de San Francisco Solano.

Una nueva evangelización en nuestros días deberá infundir en los hijos del Perú esa aspiración ala santidad. Así podrán superarse las tentaciones de materialismo que amenazan. Animar desde dentro y estimular esta tarea ha de ser vuestra gran misión.

Esa nueva evangelización habrá de redescubrir y potenciar aquellos valores cristianos grabados en la fe del pueblo; para que puedan ser respuesta a las situaciones y exigencias nuevas de nuestro tiempo; para que hagan del Evangelio la fuerza motriz hacia la ayuda al hermano más necesitado, visto en su dignidad de hombre y de ser llamado al encuentro con Dios.

3. Evangelización para la unidad en la fidelidad.

El Santo arzobispo de Lima fue un ejemplar constructor de unidad eclesial. En su trabajo evangelizador supo asociar a presbíteros, religiosos y laicos en un admirable intento de comunión. El III Concilio Límense es el resultado de ese esfuerzo, presidido, alentado y dirigido por Santo Toribio, y que fructificó en un precioso tesoro de unidad en la fe, de normas pastorales y organizativas, a la vez que en válidas inspiraciones para la deseada integración latinoamericana.

El mismo fue insigne maestro en la verdad, que amaba siempre a quien erraba, pero nunca dejó de combatir el error. Con gran sentido de responsabilidad pastoral supo dar frecuentes ejemplos de esa exquisita caridad de padre y claridad de maestro. Convencido firmemente de que nunca es verdadera caridad permanecer inactivo ante las desviaciones en la fe de los fieles, supo velar por la fidelidad a la doctrina de la Iglesia, fundamento seguro de la comunión eclesial. Y lo hizo en un momento histórico de importante reflexión teológica y de trabajo intelectual al servicio del anuncio de la Buena Nueva.

Ante un mundo fragmentado y con frecuencia contrapuesto, es necesario que la Iglesia dé testimonio de fidelidad a sí misma, a su Fundador; que ayude a sanar distancias y divisiones; que sepa unir los corazones, salvando las rupturas insolidarias que anidan en el corazón de la sociedad y del hombre mismo, empezando por la fractura entre fe y vida.

4. Evangelización para la dignidad de la persona.

En Santo Toribio descubrimos el valeroso defensor o promotor de la dignidad de la persona. Frente a intentos de recortar la acción de la Iglesia en el anuncio de su mensaje de salvación, supo defender con valentía la libertad eclesiástica.

El fue un auténtico precursor de la liberación cristiana en vuestro país. Desde su plena fidelidad al Evangelio, denunció los abusos de los sistemas injustos aplicados al indígena; no por miras políticas nί por móviles ideológicos, sino porque descubría en ellos serios obstáculos a la evangelización, por fidelidad a Cristo y por amor a los más pequeños e indefensos.

Así se hizo el solícito y generoso servidor del indígena, del negro, del marginado. E supo ser a la vez un respetuoso promotor de los valores culturales aborígenes, predicando en las lenguas nativas y haciendo publicar el primer libro en Sudamérica: el catecismo único en lengua española, quechua y aymara.

Es éste un válido ejemplo al que habéis de mirar con frecuencia, queridos hermanos, sobre todo en un momento en el que la nueva evangelización ha de prestar gran atención a la dignidad de la persona, a sus derechos y justas aspiraciones. En ese sentido habéis querido moveros al publicar vuestra Carta colectiva sobre «Aplicación y difusión de la Encíclica “Laborem Exercens” en nuestra realidad pastoral». Como obispos presentáis la realidad de vuestro pueblo, con sus luces y sombras, no con el propósito de causar desaliento, sino para estimular a todos los que puedan mejorarla.

Interpelados por la dura realidad del Perú de hοy, reafirmáis vuestra responsabilidad de estar presentes en el mundo del trabajo mediante la tarea evangelizadora, de acuerdo con las funciones específicas que el Señor ha encomendado a los diversos miembros del Pueblo de Dios, con una clara identidad evangélica, evitando caer en reduccionismos de cualquier signo y superando los obstáculos que impiden su misión.

Sois conscientes - como habéis recogido en varios documentos de vuestra Conferencia - de que la enseñanza social de la Iglesia, elaborada en un largo período de experiencia eclesial, ilumina los problemas del mundo desde la luz de la razón natural, de la fe y la moral de la Iglesia. De ahí surge el impulso evangélico de salvar al ser humano en su dignidad integral. Porque no se puede olvidar que tantas consecuencias para la vida social nacen del Evangelio, como bien recuerda el Documento de Puebla: «Nuestra conducta social es parte integrante de nuestro seguimiento de Cristo» (Puebla, 476).

A este respecto, me complace que en vuestro laudable empeño clarificador, para lograr el debido equilibrio entre inmanencia y trascendencia en el quehacer de vuestras Iglesias particulares, hayáis publicado el reciente Documento sobre teología de la liberación. Confío en que, con vuestro celo, sentido eclesial y perseverancia, las orientaciones pastorales que habéis marcado darán los frutos deseados en el necesario y justo empeño en favor de los más pobres.

5. Evangelización en constante sintonía con la Sede Apostólica.

Es visible en Santo Toribio un elemento de fondo, que hoy es constitutivo de la piedad popular, peruana y latinoamericana; y que con su vida y obra él ayudó a construir: la cercanía espiritual y el afecto cálido al Sucesor de Pedro, a quien el Señor quiso poner como Cabeza de la Iglesia (Cfr. Codex Iuris Canonici, can. 331).

En íntima comunión con él, vosotros estáis llamados a realizar la renovación eclesial trazada por el Concilio Vaticano II, conscientes de ser guías del Pueblo de Dios, y servidores de la verdad del único Evangelio de Jesús.

A vosotros se os ha confiado la misión de apacentar el Pueblo de Dios peregrino en el Perú; a vosotros corresponde, en comunión con la Sede Apostólica, como vais haciendo, trazar los caminos de la evangelización, atendiendo a los impulsos con los que el Espíritu Santo bendice a su Iglesia. De ahí vuestro empeño y deber de evitar magisterios paralelos, eclesiásticamente inaceptables y pastoralmente estériles, velando con suma caridad por el bien y fidelidad a la Iglesia.

6. Queridos hermanos en el Episcopado: Recuerdo con gran placer los encuentros tenidos con vosotros durante vuestra visita «ad Limina» que me hicieron constatar el gran amor a la Iglesia que os anima. A ejemplo de ese gran predecesor y Patrón vuestro, Santo Toribio de Mogrovejo, sed los sabios y santos Pastores que necesita el Perú, los auténticos animadores de la vida espiritual, los promotores incansables de la dignidad de las personas y de la reconciliación. Que en esta alborada del V centenario de la evangelización de América Latina, la Iglesia que apacentáis sea signo e instrumento de esperanza, conciliando con sabiduría y valentía las legítimas aspiraciones de elevación temporal y los esenciales valores del espíritu.

Que el Santo arzobispo os ayude con su ejemplo a profundizar en las exigencias de vuestra tarea, para el presente y el futuro de la evangelización en el Perú. Y que la Madre Santísima, la Virgen fiel, os acompañe en vuestra generosa y sacrificada entrega a esta joven Iglesia que camina hacia el Padre bajo la acción del Espíritu. Así lo deseo, con fraterno afecto.!

Homilía del Papa Juan Pablo II en la Liturgia de la Palabra en Cuzco
Domingo 3 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

"Queridos hermanos y hermanas,
1 . La palabra de Dios que hemos escuchado nos conduce al campo en el que los segadores recogen las espigas. Esta palabra del Antiguo Testamento está tomada del libro de Rut. El campo pertenece a Booz, procedente de Belén, la ciudad en la que siglos después debía nacer Jesucristo. Booz es el propietario del campo, y en el período de la siega va a ver a los segadores. Entre ellos encuentra a Rut la moabita. Booz pregunta sobre ella, que no le era conocida ni pertenecía a sus trabajadores, sino que se había acercado voluntariamente al campo en el momento de la siega.

Sabiendo ya quién era Rut, Booz acepta con gusto su presencia entre los segadores y le demuestra gran benevolencia y cordialidad. Por el mismo libro sagrado sabemos que Rut se convirtió en la esposa de Booz.

2. La Palabra de Dios leída en esta celebración ha sido elegida para que podamos entrar en lo que constituye el contenido de vuestra vida de cada día, mis queridos campesinos y pobladores de los Andes peruanos.

A todos vosotros y a los que no han podido venir, aun deseándolo, os saludo con un abrazo fraterno; a los llegados de los departamentos del Cuzco, de Puno o Apurímac, así como a los procedentes de otras regiones del Perú o que en ellas se dedican a las tareas agrícolas.

Con esta visita hasta las alturas andinas, el Papa desea manifestaras el amor profundo que siente por vosotros, su vivo respeto ante vuestras condiciones culturales y sociales, el aliento que querría daros para que vuestra vida sea cada vez más digna de hombres y de cristianos.

Saludo también con gran estima al arzobispo y pastor de esta sede, antigua capital del Imperio Incaico, al que dentro de poco voy a imponer el palio, símbolo de su dignidad de metropolitano y de su especial vinculación al Sucesor de Pedro. Con él saludo cordialmente a los obispos de las cercanas diócesis y prelaturas, que con tanto celo y sacrificio se esfuerzan por ayudaras en vuestra vida de fe y en vuestras necesidades culturales y materiales.

No olvido tampoco a los sacerdotes, religiosos y religiosas presentes, a los que expreso mi profunda y afectuosa cercanía en su abnegada y dura labor. Sé que no pocos de ellos proceden de otras naciones y han venido a colaborar generosamente con esta Iglesia en el Perú, que sienten plenamente suya. Gracias en nombre de Cristo por vuestra valiosa entrega, a vosotros y a cuantos ofrecen su obra eclesial en otras partes de este querido país.

Un saludo afectuoso, lleno de particular agradecimiento, a los hermanos y hermanas campesinos que, como «animadores cristianos», «animadores de la fe», «catequistas», «promotores de salud», o a través de los clubes de madres, tanto bien hacen a los demás. Sé que vosotros, guiados por sacerdotes y religiosas, dedicáis preciosas energías en favor de los necesitados en el cuerpo y en el alma, y suplís tantas veces la escasez de sacerdotes. Mi viva gratitud por vuestra tarea, es la de la Iglesia y la de todos los campesinos del Perú.

3. El pasaje bíblico antes leído nos presenta a Rut, la extranjera, que va a espigar, porque no tenía qué comer; los campesinos del lugar le dejan recoger las espigas, para que se alimente ella y los suyos. El dueño del campo, le ofrece incluso parte de su propia comida: «Quédate junto a mis criados». «Acércate, puedes comer» (Ru. 2, 8).

Es una hermosa enseñanza que la Sagrada Escritura da a los hombres de todos los tiempos y naciones. Lección de solidaridad de unos con otros. Sentirse hermano de cuantos sufren, ayudarse mutuamente, como aquellos campesinos de Belén dieron de su cosecha a una pobre viuda que venía en busca de sustento.

He oído hablar tanto de vuestro sentido de hospitalidad, de vuestra prontitud en socorrer a los huérfanos, de vuestra generosidad en compartir —aun lo poco que muchas veces tenéis— con quien posee menos todavía, de vuestra piedad con todo necesitado. Deseo alentares en estas envidiables virtudes humanas y cristianas que ya poseéis y de las que podéis sentiros orgullosos. Sabed que cualquier adelanto en este sentido de cooperación, organizado mejor y ampliado a todo vuestro trabajo agrícola, os servirá de no pequeño avance en vuestra condición social; podréis así ayudares a mejorar las difíciles situaciones de inseguridad, penuria, escasa alimentación, falta de medíos para atender a vuestra salud y la de vuestros hijos, para defender vuestro derecho a la necesaria y urgente promoción humana. Al buscarla con todas vuestras fuerzas, no permitáis que se degrade vuestra dignidad moral y religiosa cediendo a sentimientos de odio o de violencia, sino amad siempre la paz.

La solidaridad que el libro de Rut nos presenta, es la fuerte llamada que el Papa quiere hacer a los hombres de las ciudades y a los cultivadores de la tierra, para que sean ejemplo de colaboración justa entre el campo y la ciudad, en todo el Perú y en el mundo. No se puede hacer patria sólo con la ciudad ni sólo con el agro. Es necesario ser solidarios unos de otros, estimarse y ayudarse, sin que nadie explote a nadie, porque todos somos hermanos, hijos del mismo Padre, Dios, aunque tengamos distintos servicios en la comunidad.

Esta gigantesca fortaleza de Sacsayhuamán ante la que nos encontramos, es símbolo de colaboración mutua. No pudo ser edificada sin la labor conjunta de vuestros antecesores, sin la acoplada unión de tantas piedras. Tampoco podrá construirse una patria grande sin fraternidad y ayuda mutua, sin justicia entre el poblador del campo y el habitante de la ciudad, sin equilibrio entre el crecimiento técnico e industrial, sin el cuidado esmerado por los problemas agrícolas. Es un terreno que reclama la obligada atención de las autoridades públicas, con medidas adecuadas y urgentes que incluyan, cuando sea necesario, las debidas reformas en la propiedad y su explotación. Es un problema de justicia y humanidad.

4. Esa solidaridad excluye todas las formas de egoísmo, que siembran cizaña en la convivencia. Es lo más opuesto a las ideologías que dividen a los hombres en grupos enemigos e irreconciliables y que propugnan una lucha fanática hasta el exterminio del adversario. También en vuestra amada patria sufrís esta plaga, bajo la forma de violencia inhumana. Como sufrís otras plagas, menos espectaculares, pero no menos dañinas.

Una de ellas es la extremada diferencia de clases sociales. El ostentoso bienestar y derroche de unos, frente a la pobreza de muchos campesinos y habitantes de los pueblos jóvenes de vuestras ciudades, que carecen del mínimo imprescindible para llevar una vida digna. Situación que deja el campo abierto a inconsideradas iniciativas, inspiradas en el resentimiento y la violencia.

Lo mismo ocurre con todas aquellas prácticas en las que los intereses particulares e injustos se imponen sobre el bien de la comunidad. Tal es el caso del soborno en los distintos niveles de la administración pública o privada; el fraude para eludir la justa contribución a las necesidades de la colectividad; la eventual utilización indebida de los fondos públicos para el enriquecimiento personal.

El egoísmo es también la causa del negocio corruptor que se ha creado en torno a los cultivos de coca. Un producto que los nativos usaban a veces de modo natural como estimulante de la actividad humana, y que al convertirse en droga se ha transformado un funesto veneno, que algunos explotan sin el menor escrúpulo. Importándoles bien poco la gravísima responsabilidad moral de que los beneficios económicos que obtienen algunos, sean a costa de la salud física y mental de muchas personas —sobre todo, adolescentes y jóvenes—, que en tantos casos quedarán inutilizados para una vida digna.

Frente a todas esas raíces de egoísmo insolidario que anidan en el corazón humano, la Iglesia se esfuerza en proclamar la apremiante necesidad de renovar moralmente los espíritus, de cambiar a los hombres desde dentro, de hacerles volver a las raíces más hondas de su humanidad. Sigue luchando también en la causa de la justicia mediante su doctrina social y la acción promocional de tantos hombres y mujeres. Y quiere sobre todo estar presente y ser solidaria con los más pobres. Como en sus orígenes surgió con gente humilde y necesitada —con los pobres de Yavé—, la Iglesia quiere también hoy trabajar con amor preferencial por esta porción predilecta del Señor. Porque si no lo hiciera así, no sería fiel a su Fundador, Jesucristo. Pero quiere hacerlo no por inspiración política, sino desde el Evangelio; no con métodos de lucha de clases, no con miras a aparentes liberaciones parciales que no consideran, o no suficientemente, la dimensión espiritual del hombre, o le conducen a nuevas y no menores esclavitudes al quitarle su libertad (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad Patres Cardinales et Romance Curiae Sodales, 10, 21 dec. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 1621 ss.).

Es necesario e imprescindible comprometerse en la causa de los pobres y de su promoción. Es la causa de todos: de vosotros, miembros de la Iglesia, de la jerarquía, de sacerdotes y familias religiosas. Una causa en la que recomiendo gran atención a las oportunas directrices dadas hace poco por vuestros obispos (Cfr. S. CONGR. PRO DOCTRINA FIDEI Instructio de quibusdam aspectibus «Theologiae Liberationis»).

5. El libro de Rut, que con su enseñanza inspira nuestro encuentro, nos muestra la dimensión religiosa de aquellos trabajadores del campo. Al saludo espontáneo de Booz: «Yavé con vosotros», responden: «Que Yavé te bendiga» (Ru. 2, 4).

En vosotros, amadísimos hijos campesinos, la fe y religiosidad cristiana que profesáis os han hecho sentir hondamente a Jesucristo en lo íntimo de vuestro ser; y se han plasmado —a través de los siglos— en las manifestaciones de devoción que celebráis a lo largo del año. Son vuestras procesiones —con las que exteriorizáis de modo comunitario y público vuestra vivencia cristiana— y vuestras peregrinaciones a los grandes santuarios del Señor de Huanca, del Señor de Koylloriti, de la Virgen de Cocharcas, vuestra devoción profunda y sentida al Señor de los Temblores, vuestra piedad eucarística expresada en las fiestas del Corpus, vuestro sentimiento filial hacía María, la Virgen Santísima Madre de Dios y nuestra, bajo múltiples advocaciones.

Esa religiosidad popular que ha sellado vuestra alma, como la de América Latina, marcando su identidad histórica. Purificad y aumentad cada vez más vuestro conocimiento y amor a Cristo, siguiendo las enseñanzas de vuestros obispos y sacerdotes. Y que esa fe os ayude a lograr además la šabiduría de «un humanismo cristiano», al afirmar radicalmente la dignidad de toda persona humana como hijo de Dios, y establecer una fraternidad fundamental. Así, esa religiosidad popular encarnada en vuestra cultura, por este esencial contenido fraterno, puede y debe ser el más formidable resorte liberador de las estructuras injustas que oprimen a vuestros pueblos.

6. Los primeros evangelizadores sembraron generosamente la fe cristiana en el corazón de vuestros pueblos andinos. Fe que debe desarrollarse cada día, para dar frutos más maduros, mis queridos campesinos.

También el alma, como la tierra buena, necesita un cuidado vigilante para dar fruto. Hay que acoger en ella la semilla de la Palabra de Dios, enseñada por la Iglesia: hay que regarla frecuentemente con los sacramentos que nos infunden la gracia; hay que abonarla con el esfuerzo por practicar las virtudes cristianas; hay que quitar las malas hierbas de las pasiones desviadas; y hay que compartir sus frutos por el buen ejemplo y la propagación de la fe. No hay cultivo más importante que éste ni que ofrezca fruto más seguro, un fruto que va hasta la vida eterna.

Para vivir como hermanos hemos de comportarnos primero como buenos hijos de Dios, mediante el cumplimiento fiel de los deberes religiosos. Dar culto a Dios, participando en la Santa Misa los domingos y días de fiesta, será una muestra sincera del sentido religioso de vuestra vida. Recibir con frecuencia al Señor realmente presente en la Eucaristía y acoger el perdón divino en el Sacramento de la Penitencia, os ayudará a mantener una recta conducta cristiana. Oír la Palabra de Dios y recibir los sacramentos instituidos por Cristo son medíos indispensables para todos, hombres y mujeres, jóvenes y mayores.

7. Al pasar por la histórica capital de los Incas, para llegar a esta impresionante fortaleza, he podido admirar fugazmente algunas de las grandezas de vuestra historia.

En esta misma explanada vuestros antepasados rindieron culto al Sol, como fuente de vida. Hoy habéis venido aquí para escuchar las palabras del Papa, representante de quien es el verdadero «sol de justicia y amor, Cristo nuestro Salvador», el cual no sólo da la vida en este mundo, sino la vida que perdura más allá de la muerte, la vida que nunca termina, la vida eterna.

En este lugar os manifiesto sinceramente mi profundo respeto por vuestra cultura ancestral de siglos, por vuestra piedad y religiosidad que, al recibir la luz de Jesucristo, se vertió en el arte y belleza de las basílicas y templos de vuestras ciudades a lo largo de todos los Andes.

La Iglesia, en efecto, acoge las culturas de todos los pueblos. En ellas siempre se encuentran las huellas y semillas del Verbo de Dios. Así vuestros antepasados, al pagar el tributo a la tierra (Mama Pacha), no hacían sino reconocer la bondad de Dios y su presencia benefactora, que les concedía los alimentos por medio del terreno que cultivaban. O cuando resumían los mandatos de moral en el triple precepto ama sua, ama quella y ama llulla (no seas ladrón, no seas perezoso, no mientas) - donde se exige el respeto al prójimo en su dignidad y en sus propiedades (= ama sua); la obligación de buscar el perfeccionamiento de sí mismo y su contribución al bien de la comunidad (= ama quella); y la conformidad de su actuar y hablar con el propio corazón (= ama llulla) - no hacían sino concretar la ley natural a sus temperamentos.

Conservad, pues, vuestros genuinos valores humanos, que son también cristianos. Y sin olvidar vuestras raíces históricas, fortificadlas ala luz de Cristo, siguiendo la enseñanza de vuestros obispos y sacerdotes. Vosotros, agentes de la pastoral, respetando la cultura de vuestras gentes y promoviendo todo lo bueno que tienen, procurad completarlo con la luz del Evangelio. Con ello no destruís su cultura, sino que la lleváis ala perfección, como Jesucristo perfeccionó la antigua ley en el sermón del monte, en los bien conocidos párrafos en que repite: Se os ha dicho antes . . ., pero Yo os digo . . . Hay que presentar, pues, a los fieles toda la novedad cristiana en campo doctrinal y moral. Que esa respetuosa evangelización eleve cada vez más la vida humana, cristiana, familiar y social de vuestros fieles, del mundo campesino del Perú.

8. Volvamos una vez más al campo de Booz, del que nos habla el texto bíblico de esta paraliturgia.

El Antiguo Testamento nos enseña que Rut fue la esposa de Booz y, a través de su hijo Jesé, la abuela del rey David. De la estirpe de éste ha nacido el Mesías, Jesús de Nazaret.

Así, pues, el campo de segadores en que trabaja Rut la moabita, ha entrado en la larga genealogía de la espera del Mesías, del Salvador, a cuya venida se preparaban todas las generaciones del antiguo Israel.

Apoyándome en esa Palabra de Dios, deseo a todos vosotros, agricultores y campesinos, que el trabajo del campo se convierta para cada uno de vosotros en una participación en la obra redentora de Jesucristo, el Salvador del mundo.

Vosotros podéis comprender mejor el mensaje de Jesús, que hablaba con frecuencia de la hierba del campo, del lirio, de los pájaros, del sembrador que lanza la semilla, del pastor que cuida el rebaño, del agricultor que poda las plantas.

Tratad, por ello, de sentir la presencia de Dios en la naturaleza, en la Providencia que con la luz, la lluvia o el calor nutre y hace crecer los sembríos. Poned en vuestros surcos o campos una mirada a Dios y una oración por vosotros y por los demás.

Unidos a Jesús, que trabajó como vosotros con sus manos, sentid la dignidad de vuestra condición de campesinos. Poned en ella el espíritu de servicio, precioso, de quien procura alimentos para la sociedad y colabora en los planes de Dios. Así podréis sentiros plenamente orgullosos de vuestra contribución al bien de todos.

Para concluir, con profundo respeto y estima por vosotros, dejo a cada campesino del Perú un abrazo de padre y amigo; a cada hogar vuestro, una cordial bendición; una plegaria por vuestras esposas y seres queridos; una caricia, para que a llevéis vosotros a cada uno de vuestros hijos. La Madre Santísima del Carmen, cuya imagen de Paucartambo voy a coronar canónicamente, os acompañe y proteja.

Ancha cuyasqay Qosqo runakuna, anti orqokunaq Patampi Tiyaq Wawallaykuna:

Jatum kusikuywanmi, sonqoy llanllarinankama, kunam punchau qankunata imaynam kuyasqayta reqsechinaypaq llaqtqykichisman chayamuni, taytaykichis jina, michiqniykíchís jina.

Dios Yayaq, Dios Churiq, Dios Espíritu Santoq Sutimpi.

(Amados hijos campesinos del Cuzco y de todo el Ande Peruano: Con gran ilusión y alegría llego hoy hasta vosotros para expresaros mi sincero y paternal afecto. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo estén con vosotros)."

Llamada del Papa Juan Pablo II a los Hombres de la Lucha Armada
Ayacucho, Domingo 3 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

¡Señor arzobispo, hermanos obispos, amados hermanos y hermanas:
1 .No he querido que faltara una visita del Papa a Ayacucho durante mí viaje apostólico a Perú. En ella deseo acercarme al dolor de los habitantes de esta zona, daros una palabra de aliento y contribuir ala deseada reconciliación de los espíritus.

En estas tierras, como por desgracia también en otras de este querido país, se oye el clamor angustiado de sus gentes que imploran la paz. Sé que hay mucho sufrimiento a causa de la espiral de violencia que ha puesto su centro entre vosotros. Comparto desde lo profundo de mi corazón el desgarramiento que sufrís. Ojalá que el dolor que hiere a vuestras familias acabe pronto, y que entretanto sepáis afrontarlo con espíritu evangélico. Lo cual no significa desánimo, sino valor para reaccionar con dignidad, recurriendo a los medios legítimos de tutela de la sociedad, y no a la violencia que engendra más violencia.

Vuestro difícil desafío es combatir ésta con las armas de la paz y convencer, a los que han caído en la tentación del odio, de que sólo el amor es eficaz. Si en verdad queremos construir un mundo nuevo, no existe otro camino que el que nos muestra Jesús, «Príncipe de la Paz» (Is. 9, 6).

2. Sin embargo, hemos de ir a las raíces de ciertas situaciones dolorosas, que a veces provocan dolor nuevo en tantas víctimas inocentes, aumentando la tragedia.

«No es casualidad —como han dicho vuestros obispos en su Pronunciamiento de septiembre del pasado año— que los brotes de la violencia aparezcan precisamente en las zonas más postergadas y postradas de la comunidad nacional, circunstancia que ha sido aprovechada durante años para sembrar en la mente de los niños y jóvenes la nefasta semilla ideológica del odio, la violencia y la lucha armada como única vía para cambiar la sociedad».

No se puede, ni se debe, negar la realidad de hombres y mujeres que sufren a causa de la injusticia. Esa dolorosa realidad debe mover eficazmente ala acción. En todos los hombres hay que reconocer la dignidad de ser imagen de Dios. A todos hay que hacer efectivo su derecho a participar de los bienes espirituales, culturales y materiales de cada pueblo y de la humanidad, en virtud del destino universal de esos bienes. Las desigualdades injustas y la marginación son, han de ser, constante incentivo para toda conciencia cristiana.

Por ello, hay que empeñarse en la elevación del nivel cultural mediante la creación y potenciación de los centros educativos privados y públicos; en la promoción del nivel de vida con la implantación de una economía industrial y agrícola en la que todos puedan encontrar un trabajo digno y remunerativo; en el empleo, en fin, del potencial humano y económico en obras de utilidad social. Esas son las líneas maestras de la obra de desarrollo en L. que las autoridades públicas y los responsables deben comprometer todas las energías disponibles; para llegar a estructuras sociales justas, a una más adecuada y humana distribución de los bienes materiales y culturales.

3. Pero si bien la injusticia y la miseria pueden ser el ambiente propicio para que tomen cuerpo la amargura y el odio, no lo explican por sí solas, no son su verdadera raíz. El odio y la violencia nacen del corazón del hombre, de sus pasiones o convicciones desviadas, del pecado. La raíz del odio es la misma que la del pecado.

El odio manifiesta que el hombre, en lugar de optar por el amor, ha permitido que venzan en él la agresividad, el resentimiento y, en consecuencia, la irracionalidad y la muerte.

En la lucha entre el bien y el mal, entre el amor y el odio que se plantea en el corazón del hombre, y con mayor fuerza en el corazón del hombre probado por el sufrimiento, pueden influir poderosamente las convicciones ideológicas. Todos hemos sido testigos de cómo grupos de hombres, tratando de reaccionar ante frustraciones sociales y prometiendo vías de liberación, desencadenan a veces conflictos y violencias que al fin producen sólo mayores frustraciones y dolor.

Grave es la responsabilidad de las ideologías que proclaman el odio, el rencor y el resentimiento como motores de la historia. Como el de los que reducen al hombre a dimensiones económicas contrarias a su dignidad. Sin negar la gravedad de muchos problemas y la injusticia de muchas situaciones, es imprescindible proclamar que el odio no es nunca camino: sólo el amor, el esfuerzo personal constructivo, pueden llegar al fondo de los problemas.

Se hace necesaria, pues, una auténtica y radical conversión del corazón del hombre. Mientras se siga eludiendo el punto central, esto es, la raíz de los males que aquejan la vida de hombres y pueblos, las situaciones conflictivas, la violencia y la injusticia seguirán sin resolverse.

4. Hoy más que nunca hay que volver al sentido auténtico de la cruz. De esa cruz tan venerada en Perú.

La cruz del Señor expresa para nosotros el don de la reconciliación con Dios y de los hombres entre sí (Cf.. Rom. 5, 10; Eph. 2, 14-16). Por eso el Papa ha venido a Ayacucho para traeros un mensaje de amor, de paz, de justicia, de reconciliación; para exhortares a todos a reconciliares con Dios, alejándoos del pecado y sus consecuencias; para que os convirtáis al amor, acogiendo el don de la reconciliación en los propios corazones, a fin de vivir sus frutos en la vida personal y social.

Por tal motivo me dirijo en primer lugar a vosotros, huérfanos y viudas, con quienes he deseado encontrarme y por quienes siento compasión y afecto inmenso. Sí, a todos vosotros, unidos a Cristo desde vuestro calvario, os invito a perdonar a los que os han hecho el mal, «porque no saben lo que hacen» (Luc. 23, 34).

Os pido que, dentro de la esperada y eficaz defensa que se os debe, testimoniéis ante el mundo el sublime gesto del perdón evangélico, fruto de la caridad cristiana, frente a quienes os arrebatan la vida de vuestros seres queridos, frente a quienes destruyen el fruto de vuestro trabajo, frente a quienes conculcan vuestra dignidad, frente a quienes pretenden manipulares en nombre de una ideología de odio. Así contribuiréis a atraerlos también a ellos hacia el amor, abandonando falsos caminos.

A las autoridades y responsables del orden público, que tienen el deber de defender el recto orden de la sociedad y de proteger a los indefensos —como son tantos pobladores de esta zona de Ayacucho— y cuya misión resulta sumamente delicada en las actuales circunstancias, y hasta ingrata e incomprendida, quiero recordarles, haciéndolas mías, las palabras del Episcopado del Perú: «Es importante que las instituciones encargadas de la vigilancia del orden público y de la administración de la justicia, cuya misión es la defensa de la vida y del orden jurídico, logren inspirar la confianza de la población, contribuyendo así a fortalecer la convivencia de la ley en nuestro país» (6 de septiembre de 1984).

Para lograr la deseada reconciliación, es también actual en el Perú cuanto dije hace casi dos años en El Salvador: «Es urgente sepultar la violencia... ¿Cómo? Con una verdadera conversión a Jesucristo. Con una reconciliación capaz de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e ideológicos. Con mecanismos e instrumentos de auténtica participación en lo económico y social, con el acceso a los bienes de la tierra para todos, con la posibilidad de la realización por el trabajo... En este conjunto se inserta un valiente y generoso esfuerzo en favor de la justicia, de la que jamás se puede prescindir» (IOANNIS PAULI PP. II Homilia ad Missam in urbe «San Salvador» habita, 7, die 6 mar. 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 1 (1983) 604).

5. Me dirijo también a todos aquellos que, por diversos títulos, tienen particulares responsabilidades respecto al futuro de esta querida nación: políticos y hombres de ciencia, empresarios y sindica listas, dirigentes sociales y representantes del mundo de la cultura.

Combatid con las armas de la justicia, y con eficacia, todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Por sentido cristiano, y aun humano, ofreced un servicio abnegado al necesitado. El mensaje de Jesús no se limita al fuero de la conciencia. Tiene claras y concretas repercusiones en el orden social, como recuerda la Exhortación Apostólica «Reconciliatio et Paenitentia». «Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, eco nómicos y sindícales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico» (Reconciliatio et Paenitentia, 16).

En el horizonte del Perú se os presenta una tarea impostergable: trabajar con medíos no violentos, para restablecer la justicia en las relaciones humanas, sociales, económicas y políticas; siendo así realizadores de reconciliación entre todos, pues la paz nace de la justicia.

Es necesario que todos los peruanos de buena voluntad vuelvan su mirada al sufrimiento del pueblo de Ayacucho y de las otras regiones peruanas probadas por el dolor. Y que encuentren ahí motivación e impulso para un esfuerzo decidido, en orden a evitar y corregir las injusticias, la postergación, el olvido cívico. La tarea de convertirse en artífices de reconciliación debe manifestarse en hechos concretos que erradiquen, con urgencia, las circunstancias sociales que hieren la dignidad de los hombres, y que se pueden convertir en caldo de cultivo de situaciones explosivas, favoreciendo la violencia, generando animosidad, dando lugar a postraciones lacerantes.

La doctrina social de la Iglesia aporta criterios éticos radicales. Todo cristiano ha de sentirse urgido en llevarlos ala práctica. Para ello es necesario no sólo generosidad de corazón, sino empeño eficaz y competencia técnica. Hace falta que cristianos convencidos, peritos a la vez en los distintos saberes y conocedores por propia experiencia de los ámbitos políticos, económicos y sociales, reflexionen a fondo sobre los problemas de la sociedad contemporánea, para iluminarnos con la luz del Evangelio (Cfr. S. CONGR. PRO DOCTRINA FIDEI Instructio de quibusdam aspectibus «Theologiae Liberationis», XI, 14). De esta reflexión surgirán orientaciones y pautas, plurales en muchos casos, que estimulen a los hombres de acción y los guíen en su actuar. De este intercambio entre hombres de pensamiento y de acción, podrá derivar la mejora de la sociedad, la justicia y, con ella, la paz.

La Comunidad internacional, por su parte, y las instituciones operantes en el ámbito de la cooperación entre las naciones, han de aplicar medidas justas en las relaciones, sobre todo económicas, con los países en vías de desarrollo. Han de dejar de lado todo trato discriminatorio en los intercambios comerciales, sobre todo en el mercado de las materias primas. Al ofrecer la necesaria ayuda financiera han de buscarse, de común acuerdo, condiciones que permitan ayudar a esos pueblos a salir de una situación de pobreza y subdesarrollo; renunciando a imponer condiciones financieras que, a la larga, en vez de ayudar a esos pueblos a mejorar su situación, los hunden más; y hasta pueden llevarlos a condiciones desesperadas que traigan conflictos cuya magnitud no es posible calcular.

6. Quiero ahora dirigir mi palabra apremiante a los hombres que han puesto su confianza en la lucha armada; a aquellos que se han dejado engañar por falsas ideologías, hasta pensar que el terror y la agresividad, al exacerbar las ya lamentables tensiones sociales y forzar una confrontación suprema, pueden llevar a un mundo mejor.

A éstos quiero decir: ¡El mal nunca es camino hacia el bien! No podéis destruir la vida de vuestros hermanos; no podéis seguir sembrando el pánico entre madres, esposas e hijas. No podéis seguir intimidando a los ancianos. No sólo os apartáis del camino que con su vida muestra el Dios-Amor, sino que obstaculizáis el desarrollo de vuestro pueblo.

¡La lógica despiadada de la violencia no conduce a nada! Ningún bien se obtiene contribuyendo a aumentarla. Si vuestro objetivo es un Perú más justo y fraterno, buscad los caminos del diálogo y no los de la violencia.

Recordad lo que los obispos latinoamericanos han enseñado repetidas veces: que la «Iglesia rechaza la violencia terrorista y guerrillera, cruel e incontrolable cuando se desata. De ningún modo se justifica el crimen como camino de liberación. La violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y de esclavitud, de ordinario más graves que aquellas de las que se pretende liberar. Pero sobre todo es un atentado contra la vida, que sólo depende del Creador . . . Debemos recalcar también que cuando una ideología apela a la violencia, reconoce con ello su propia insuficiencia y debilidad» (Puebla, 532).

Por ello os suplico con dolor en mí corazón, y al mismo tiempo con firmeza y esperanza, que reflexionéis sobre las vías que habéis emprendido. A vosotros, jóvenes, os digo: ¡No permitáis que se instrumentalice vuestra eventual generosidad y altruismo! La violencia no es un medio de construcción. Ofende a Dios, a quien la sufre y a quien la practica (Cf.. IOAΝNIS PAULI PP. II Homilia ad Missam pro Institutis religiosis in urbe «Loyola» habita, 6, die 6 nov. 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 3 (1982) 1166). Una vez más repito que el cristianismo reconoce la noble y justa lucha por la justicia a todos los niveles, pero invita a promoverla mediante la comprensión, el diálogo, el trabajo eficaz y generoso, la convivencia, excluyendo soluciones por caminos de odio y de muerte.

Os pido, pues, en nombre de Dios: ¡Cambiad de camino! ¡Convertíos a la causa de la reconciliación y de la paz! ¡Aún estáis a tiempo! Muchas lágrimas de víctimas inocentes esperan vuestra respuesta.

7. A los miembros de la Iglesia en Perú los aliento a ser los primeros en hacerse instrumento de reconciliación, de esperanza, de justicia integralmente liberadora.

En ese imprescindible esfuerzo por cambiar las personas y las estructuras, recordad siempre que un compromiso por la liberación que no esté inspirado en el propósito de verdad, de justicia y en el amor sin exclusivismos; que no vaya acompañado de acciones en favor de la reconciliación y de la paz, nos es cristiano. Estad, pues, atentos ante vuestros propios corazones, ante intereses y propósitos intencionados de agudizar los antagonismos. Guiados por y desde el Evangelio, sed artífices de justicia, y seguid fielmente las normas fijadas a este propósito por vuestros obispos (Cf.. S. CONGR. PRO DOCTRINA FIDEI Instructio de quibusdam aspectibus «Theologiae Liberationis»).

Pastores y fieles de la Iglesia en Perú: Buscad personalmente a Cristo para así llevarlo a los demás. En la actual coyuntura del Perú, del continente latinoamericano, del mundo, la Iglesia tiene una función propia que cumplir: recordar que sólo Cristo puede ser principio y fundamento de una auténtica reconciliación social.

8. Queridos hermanos: Quiero concluir este encuentro con un llamado a la esperanza. No os dejéis abatir por el dolor que pesa sobre vuestras vidas. No olvidéis la constante capacidad de conversión a Dios del corazón humano. No perdáis la esperanza y el propósito de vencer el mal con el bien. ¡Cristo nos acompaña y ha vencido el mal! No dejéis, pues, de mirar vuestra vida en la perspectiva de la cruz redentora y reconciliadora de Jesús, que nos muestra las metas eternas de nuestra existencia.

A María, la Madre de la esperanza, confiamos estas necesidades. Vamos a orar ahora con Ella recitando el Ángelus: Pidámosle que ilumine a los gobernantes, estimule a las fuerzas vivas del país, pacifique a los violentos, ayude a los que sufren.

¡Que Santa María obtenga de su Hijo la paz eterna para los muertos de esta región!

¡Que la Virgen fiel interceda ante su Hijo por las víctimas del terrorismo, para que hallen consuelo, ayuda y eficaz solidaridad!

¡Que la Madre del Redentor del hombre aliente los esfuerzos por mejorar la situación en todos los países que conocen la injusticia o la escasez!

¡Que la Madre de la Iglesia impulse a sus hijos a comprometerse en el servicio al desarrollo integral de sus hermanos más necesitados!

¡Huamangapa, iñiq Wuawancuna!
(Católicos hijos de Huamaga).

Unanchacuqpa Cuyacuinintam apamuiquichic, allpaichichicpi tarpusqa sonqoiquichicta causarichinampaq.
(Os traigo el amor de nuestro Dios, para que sembrado en vuestra tierra, sea la resurrección de vuestros corazones)
.!

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Santa Misa para las Familias
Hipódromo de Monterrico de Lima, Domingo 3 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

¡1. «Por ellos me consagro a , ti . . .» (Io. 17, 19).

En la lectura del Evangelio de San Juan que hemos escuchado, han sido proclamadas estas palabras que Cristo pronunció en el Cenáculo, poco antes de dirigirse al Getsemaní, donde comenzaría su pasión y sacrificio. Son palabras con las que Jesús se dirige al Padre en su «oración sacerdotal». Cristo ruega por sus discípulos, por la Iglesia, por la humanidad. Ruega para que el amor del Padre esté en nosotros.

Con tales palabras que hoy resuenan en medio de esta asamblea del Pueblo de Dios, en la nación centro histórico del antiguo Imperio Inca, viene a vosotros, queridos hermanos y hermanas, el Obispo de Roma. El agradece ala Providencia poder cumplir también aquí su ministerio de Sucesor de Pedro: confirmar a sus hermanos en la fe (Cf.. Luc. 22, 32).

El Papa viene a vosotros cuando la Iglesia se prepara a conmemorar los 500 años de la evangelización de América; y quiere reunirse con el pueblo fiel en este importante lugar, en la capital del Perú, Lima, que fue uno de los focos centrales desde donde se irradió la luz del Evangelio en el Nuevo Mundo.

2. En efecto, el 18 de enero de 1535 es fundada vuestra ciudad, que acaba de conmemorar su 450 aniversario. Pocos años después, el Papa Paulo III la erige en arquidiócesis. Y aunque los habitantes de la ciudad eran pocos, la extensión de la arquidiócesis fue enorme, pues llegaba hasta Nicaragua, Chile y el Río de la Plata. Casi toda América del Sur dependió prácticamente, por algún tiempo, de esta sede metropolitana.

Pastor insigne de la misma fue Santo Toribio de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima, que durante casi 25 años animó con ejemplar celo la vida religiosa de esta vasta sede, recorriendo en admirables viajes toda su extensión. En su tiempo se celebró el III Concilio Límense (1582-1583), cuyas normas de evangelización y organización eclesial han perdurado por siglos.

De aquí partió un admirable esfuerzo misionero que aun hoy causa asombro, al pensar cómo aquellos valerosos heraldos de la Buena Nueva pudieron superar tantaš dificultades.

Aquel esfuerzo y la abnegación de ejemplares obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles hizo posible la floración de vida cristiana, que con el pasar de los años echó raíces hasta madurar en frutos escogidos, como Santa Rosa de Lima, Martín de Porres, Juan Maclas y la nueva Beata Ana de los Ángeles, honor de la Iglesia, de la nación peruana, de esta ciudad de los Santos en el Nuevo Mundo.

Hoy vuestra arquidiócesis abarca casi seis millones de fieles. Una comunidad que experimenta todas las tensiones del mundo moderno, en campo económico-social, político, ideológico. En ese contexto Cristo quiere llevar su mensaje de salvación y esperanza a todos sus habitantes, a todo el Perú, a vosotros que habéis de recoger en vuestras manos la herencia del pasado, para entregarla vigorizada a las futuras generaciones.

En esa perspectiva, presento mi saludo fraterno y afectuoso al Señor Cardenal y pastor de esta histórica sede de Lima, a los obispos auxiliares, así como a todos los hermanos obispos del Perú. Ellos han querido unirse al Papa en la cordial acogida al grupo de diáconos que van a ser ordenados sacerdotes.

Saludo igualmente a los sacerdotes, religiosos y religiosas, que con generosa dedicación prestan su servicio a la Iglesia en los diversos campos de la pastoral, así como a los laicos de los movimientos apostólicos, de las organizaciones católicas, y a todos los fieles presentes.

3. De modo particular dirijo mí saludo a las familias de Lima y a todas las familias del Perú, a las que está dedicada esta Eucaristía. Ellas que son las «iglesias domésticas» (Cfr. Lumen Gentium, 11), como se lee en los primeros textos cristianos, constituyen un lugar específico de la presencia de Dios, santificado por la gracia de Cristo en el sacramento.

El sacramento del matrimonio nace, como de una fuente, del sacrificio redentor de Cristo, quien con su pasión y muerte comunica la gracia que santifica. Desde la majestad imponente de la cruz, el Señor parece dirigirse a todas las familias, a todos los cónyuges para decirles: «Por ellos me consagro a ti, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Io. 17, 19).

Por eso la Iglesia enseña que en el sacramento del matrimonio «los cónyuges son corroborados y como consagrados para cumplir fielmente los propios deberes, delante del mundo» (PAULI VI Humanae Vitae, 25; cfr. Gaudium et Spes, 48).

En este contexto van a tener lugar, en la Eucaristía que celebramos, las ordenaciones sacerdotales. Quienes van a ser ordenados sacerdotes, son vuestros hijos, queridas familias del Perú; son el fruto de vuestro amor, fidelidad, honestidad matrimonial. Ellos vieron la luz en esas «iglesias domésticas» que son las familias, y ahora, por el sacramento del orden, se entregan en cuerpo y alma al servicio de la Iglesia. Primero en el Perú, pero también en cualquier otra parte de la Iglesia donde Dios los llame.

4. El Evangelio de la liturgia de hoy, nos transporta con la mente y con el corazón al Cenáculo. Cristo, Sacerdote y Víctima del sacrificio pascual, instituye la Eucaristía y, ala vez, el sacramento del Sacerdocio de la nueva y eterna Alianza. Allí, por vez primera, Jesús tomó el pan en sus manos y lo dio a sus discípulos para que comieran de 61: «Esto es mi cuerpo». E igualmente con el vino: «Este es el cáliz de mi sangre». De este modo instituye el sacramento de la Eucaristía; y concluye: «Haced esto en memoria mía».

Obedeciendo al mandato del Señor, celebramos el sacrificio de la Misa para alabanza de la Santísima Trinidad y salvación del mundo. Fieles también a ese mandato, nosotros los obispos, sucesores de los Apóstoles, conferimos el sacramento del Orden a aquellos hermanos que sienten la voz divina y son llamados para atender las necesidades de la Iglesia.

5. Y ¡son tantas las necesidades de la Iglesia hoy!

Ante el sacerdote se abre una ingente tarea, cuando Jesús dice en su oración sacerdotal al Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra (Io. 17, 6). Esas palabras no tienen límite: el Padre ha confiado al Hijo todos los hombres para que «se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2, 4).

Y la vigilia de su pasión, el Señor se dirige al Padre pensando en sus discípulos: «Yo les he dado tu palabra . . . tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Io. 17, 14. 17. 18). Misión sin límites la que se abre ante la Iglesia. Una tarea que se extiende a todos los siglos, que abarca todas las generaciones.

Hoy, mirando a esta generación presente que se acerca al final del segundo milenio, yo, Sucesor de Pedro, junto con mis hermanos obispos, repito a vosotros, sacerdotes que vais a recibir el sacramento del Orden, las palabras del Señor: «Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Ibíd. 17, 18).

Acoged la sublime misión recibida con la fuerza de la Palabra de Dios y del Sacramento de la Iglesia. ¡Que ella dé pleno sentido a vuestra vida! «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno» (Io. 17, 15).

6. ¡Queridos jóvenes! Habéis sido llamados para servir al Pueblo de Dios, que ya desde antiguo tiene, por instinto de fe, un sentido muy certero de la misión del sacerdote y de su necesidad en la Iglesia. Así lo reconoció en una ejemplar figura sacerdotal, el padre Francisco del Castillo, nacido en esta ciudad.

Por eso, este pueblo pide a sus sacerdotes que sean ante todo auténticos maestros en la fe, en la verdad, en la vida espiritual, y no meros dirigentes humanos; aunque también ha de preocuparles hondamente la promoción humana, cultural y social de sus hermanos, iluminados por el Evangelio. «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Ibíd. 17, 16), os dice el Señor hoy. Vais a ser consagrados para llevar un estilo de vida que os une a Cristo con un vínculo inefable e irrevocable por el carácter sacramental. Acogiendo el mandato de la Iglesia, actuaréis «in persona Christi»: consagrando su Cuerpo y su Sangre, perdonando los pecados, predicando su Palabra, administrando los demás sacramentos. El testimonio de vuestra vida ha de ser, por ello, de amor y de servicio: hombres de Dios, hombres para los demás.

En este día de vuestra ordenación sacerdotal, ruego para que el Espíritu Santo grabe a fuego en vuestros corazones aquellas palabras del Apóstol Pablo: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros» (2 Cor. 2, 20).

En esa tarea, sostenidos por una oración perseverante, y fieles a vuestra oblación mediante el celibato, sed colaboradores fieles y generosos de vuestros obispos. Ellos, al igual que Moisés, como hemos escuchado en la primera lectura, tienen necesidad de colaboradores que «lleven la carga del pueblo» (Nu. 11, 17).

7. Es necesario, sin embargo, que toda la comunidad diocesana se responsabilice de estas necesidades. De aquí mí deseo de dirigirme hoy a las familias cristianas del Perú, para que se empeñen en esa tarea. Además, sí vuestros hogares no se convierten en verdaderas «iglesias domésticas», en las que los niños reciban desde sus primeros años la fe de sus Padres y aprendan a través de su ejemplo el recto comportamiento moral, difícilmente florecerán las vocaciones sacerdotales que necesita la Iglesia en el Perú, para realizar su obra evangelizadora.

«Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Io. 17, 18). La Iglesia en el Concilio Vaticano II ha visto en estas palabras de su Señor y Maestro no sólo la enseñanza perenne sobre la vocación y misión sacerdotal, sino también la doctrina evangélica sobre la vocación y misión de los laicos, discípulos de Cristo.

Esta misión que nace del sacramento del Bautismo y de la Confirmación, compromete al laico —como tarea propia— a empeñarse en transformar el mundo desde dentro, según el espíritu del Evangelio.

De tal modo, el papel de la familia cristiana se pone en plena evidencia. ¡Esta es vuestra misión, un verdadero desafío para vosotras, familias cristianas del Perú! Conozco las esperanzas y angustias de los hogares peruanos, y por eso vengo como peregrino apostólico para confirmares en vuestros deseos de superación cristiana.

Las palabras de Jesús «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Matth. 19, 6) han de ser ley para todo aquel que se llame cristiano. Recordad por ello que el cristiano auténtico ha de rechazar con energía el divorcio, la unión no santificada por el sacramento, la esterilización, la contracepción y el aborto que eliminan a un ser inocente. Y, por el contrario, el cristiano ha de defender con toda el alma el amor indisoluble en el matrimonio, la protección de la vida humana, aun de la todavía no nacida, y la estabilidad de la familia que favorece la educación equilibrada de los hijos al amparo del amor paterno y materno, que se complementan mutuamente.

Para poder ser fieles a ese programa exigente, que no falte en vuestros hogares la oración familiar según vuestras mejores tradiciones; la piedad hogareña hacia la Virgen María, tan arraigada entre vosotros, la devoción y consagración de la familia al Corazón de Jesús, tan amadas por el pueblo peruano. A este propósito quiero alentar y bendecir a todas aquellas familias que han entronizado en sus hogares la imagen del Corazón de Jesús, como signo de fidelidad a Cristo y como preparación ala venida del Papa.

¡Queridos esposos, esposas e hijos de familia! Renovad en esta Eucaristía vuestra fidelidad y amor mutuo, basándolo en el sincero amor a Cristo.

8. Doy gracias al Dios Uno y Trino por esta gran asamblea orante del Pueblo de Dios de Lima. Vuestra presencia es un signo de la unidad de todas las familias. Son las «iglesias domésticas» de donde surgen, como exigencia de su fe, las vocaciones sacerdotales que hoy he tenido el gozo de acoger en el sacramento del Orden. Deseo repetir aquí las palabras cargadas de emoción que San Pablo dirigía a los «ancianos» de la Iglesia en Mileto: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como responsables para pastorear la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Act. 20, 28).

«Por tanto, vigilad» (Ibíd. 20, 31). El Apóstol menciona también en aquella ocasión a los «lobos rapaces» que amenazan el rebaño; y menciona las «doctrinas perversas» que desvían del recto camino. Palabras, éstas, que brotan de su solicitud de pastor y de amante de la cruz de Cristo. Por último, dice: «Ahora os encomiendo a Dios y ala Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Ibíd. 20, 32).

Deseo repetir estas palabras, dirigiéndolas a vosotros, venerables hermanos en el Episcopado; a vosotros, queridos sacerdotes, en particular a los recién ordenados; a vosotros, religiosos y religiosas de las diversas congregaciones; a vosotros, esposos, padres y madres, jóvenes y niños; a todo el Pueblo de Dios de Lima y del Perú.

¡A todos os encomiendo a Dios!

Sí! La Palabra de su gracia tiene poder para edificar la «Iglesia del Pueblo de Dios»; para obteneros «la herencia con todos los santos», en la comunión de los Santos.

¡Vuestra es esa herencia!
¡Guardadla bien!
Vosotros sois la «Iglesia de Dios, que El ha conquistado con su sangre». ¡Permaneced en ella!
Por vosotros, Cristo se «ha consagrado a sí mismo, para que también vosotros seáis consagrados en la verdad».
¡Permaneced fieles a El! ¡Permaneced fieles a El!
¡A Dios os encomiendo!
!

Discurso del Papa Juan Pablo II a los Miembros del Cuerpo Diplomático
Lima,  domingo 3 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

"Señores Embajadores, señoras y señores:
En el transcurso de mi visita pastoral a este querido país, no podía faltar el presente encuentro con vosotros, ilustres miembros del Cuerpo Diplomático acreditado en el Perú. Agradezco sinceramente la amable acogida, así como las deferentes palabras que vuestro Decano, interpretando el sentir de todos, ha tenido a bien dirigirme.

Desde esta antigua y siempre joven «Ciudad de los Reyes» deseo expresares mi profunda estima por vuestra misión específica y alentares a continuar en vuestro loable empeño en favor del entendimiento y convivencia pacífica entre los pueblos; para que, superando desconfianzas, rivalidades e intereses contrapuestos, —sea de naciones o de grupos de naciones— vaya estableciéndose un orden internacional que responda cada vez más adecuadamente a las exigencias de la justicia, de la solidaridad entre los pueblos y de los derechos fundamentales de la persona humana. El respeto de esos derechos es precisamente la mejor garantía de una correcta convivencia pacífica entre las naciones.

En el Mensaje que he dirigido con ocasión de la reciente Jornada mundial de la Paz escribía: «Hoy existen pueblos a los que los regímenes totalitarios y sistemas ideológicos impiden ejercer su derecho fundamental de decidir ellos sobre su propio futuro. Hombres y mujeres sufren hoy insoportables insultos a su dignidad humana por la discriminación racial, el exilio forzado o la tortura. Hay quienes son víctimas de hambre y miseria. Otros están privados de la práctica de sus creencias religiosas o del desarrollo de su propia cultura» (IOANNIS PAULI PP. II Nuntius scripto datas ob XVΙΙΙ diem ad pacem fovendam dicatum, 1, die 8 dec. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 1552).

En ello la Iglesia quiere poner todo su empeño, e invita a cυαηtos pueden ofrecer su válida aportación, para que se logre ese nuevo orden de vida que establezca sobre bases sólidas, de modo equitativo y duradero, las relaciones entre los hombres y las naciones. Ahí se abren grandes posibilidades a los técnicos en la materia, llamados a ser constructores de paz, de acercamiento, pioneros contra el odio y la guerra. Para eliminar siempre la violencia. Para que la paz no sea mera ausencia de guerra, sino presupuesto de una auténtica convivencia.

Señoras y señores: Al reiterares mí vivo aprecio por vuestro alto cometido, pido a Dios que sigáis dedicando vuestro esfuerzo y competencia ala justa causa de la paz y al entendimiento entre los pueblos mediante el respeto al derecho de cada persona.

¡Muchas gracias!"

Encuentro del Papa Juan Pablo II con los Enfermos y Ancianos
Callao, lunes 4 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

"«Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Por las fatigas de su alma, verá luz. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos» (Is. 53, 4. 11).

1 . Acabamos de oír, queridos enfermos, el pasaje del libro de Isaías, en el que cinco siglos antes de Cristo, se describen los sufrimientos del Mesías. El Evangelista Mateo aplica a Jesús el texto antes citado: «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Matth. 8, 17).

Así, este maravilloso cántico del Siervo de Dios, como se le llama, nos propone no sólo la descripción de los sufrimientos del Señor, sino el sentido de su pasión que culmina en la resurrección (Cf.. Is. 53, 10; 52, 15). Es el sentido del sufrimiento del hombre, especialmente sí está unido a Cristo por la fe. Es el sentido de vuestro sufrimiento, amados hermanos presentes que representáis a todos los enfermos del Perú, como he querido explicarlo en mi Documento sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano: «Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado justamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (IOANNIS PAULI PP. II Salvifici Doloris, 19).

Vengo a haceros esta visita como enfermos. Conozco de cerca vuestra situación, porque me ha tocado vivirla yo mismo. Me refiero a esa situación de postración en que las fuerzas naturales decrecen y, de alguna manera, el hombre parece reducido a un objeto en manos de sus cuidadores. La postración e inactividad forzada pueden provocar en el enfermo la tentación de concentrarse en sí mismo. No es por eso extraño que la enfermedad pueda acercar al Señor o pueda conducir ala desesperación. Pero la enfermedad es siempre un momento de especial cercanía de Dios al hombre que sufre.

Jesús se acercó a los enfermos con amor y les tendió su mano bondadosa, para que reavivaran su fe y anhelaran más hondamente la salvación plena. Curó a muchos (Cf.. Marc. 1, 34), pero sobre todo superó el sufrimiento, haciéndolo servir al misterio de su redención.

Esta actitud de Jesús, que nos encomendó imitar visitando a los enfermos (Cf.. Matth. 25, 36), es uno de los rasgos del corazón cristiano. Podríamos decir que la preocupación y el servicio que se presta al enfermo es uno de los indicios que distinguen a un pueblo cristiano. En ese servicio que exige sacrificios, brilla la más alta virtud: la caridad.

2. Diversas circunstancias de la vida moderna y el egoísmo que anida en el corazón humano, llevan demasiadas veces a dejar aparte a los enfermos, considerados quizá inconscientemente como sujetos no aptos para la lucha activa por el progreso. Y aunque se les proporcionen los medíos necesarios para su restablecimiento, se corre el riesgo de tener por perdido el tiempo que se consagra ala visita o al consuelo de los que yacen en el lecho de la enfermedad.

Vosotros, amados hermanos, sabéis por experiencia que no son suficientes los servicios técnicos ni la atención sanitaria, por más que se realicen con profesionalidad exigente. El enfermo es una persona humana y, como tal, necesita sentir la presencia cálida de sus seres queridos y de sus amigos. Esa presencia y medicina espiritual que nos hace amar la vida y nos inclina a luchar por ella con una fuerza interior, que tantas veces influye decisivamente en la recuperación de la salud. Mañana podemos ser nosotros, los que hoy estamos sanos, quienes ocupemos el lecho del dolor. Y entonces nos aliviará también compartir la solidaridad y el afecto de parientes y amigos. ¡Cómo impresiona por ello, la lectura de Isaías: «Despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores . . ., y no le tuvimos en cuenta»! (Is. 53, 3)

Grandes sectores de la civilización técnica han pensado quizás en un hombre duro, casi insensible, hecho para el trabajo y la producción. Jesús, en cambio, nos enseña a amar al hombre en sí mismo, en su grandeza y desvalimiento. Ahí es precisamente donde el amor se hace más necesario y verdadero. «Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento. No puede el hombre «prójimo» pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno» (ΙOANNIS PAULI PP. II Salvifici Doloris, 29).

Sólo el hombre que es capaz de acoger el amor misericordioso será capaz de darlo sin egoísmos. Por eso, para Jesús los enfermos son uno de los signos de la dignidad humana; se entrega a ellos y nos invita a servirles, como expresión de amor genuino al hombre.

3. Toda enfermedad grave suele pasar por momentos de desaliento radical, en los que surge la pregunta del porqué de la vida, precisamente porque nos sentimos desarraigados de ella. En esos momentos, la presencia silenciosa y orante de los amigos nos ayuda eficazmente. Pero en última instancia sólo el encuentro con Dios será capaz de decir a lo más herido de nuestro corazón la palabra misteriosa y esperanzadora.

Cuando nosotros, como Jesús, afligidos por nuestra situación, gritamos interiormente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Ps. 22, 2; Matth. 27, 46; Marc. 15, 34), sólo de El podemos recibir la respuesta que aquieta y reconforta a la vez. Es el consuelo que vemos en el Siervo de Dios en medio del dolor: «Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yavé se cumplirá por su mano» (Is. 53, 10).

La cruz de Cristo proyecta así un rayo de luz sobre el misterio del dolor humano; sólo en la cruz puede encontrar el hombre una respuesta válida ala interpelación angustiada que surge en el corazón del hombre doliente. Los santos lo han comprendido bien, han sabido aceptar el dolor y, a veces, hasta han deseado ardientemente ser asociados ala pasión del Señor, haciendo propias las palabras del Apóstol: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col. 1, 24). Identificado con Cristo en la cruz, el hombre puede experimentar que el dolor es un tesoro; y la muerte, ganancia (Cf.. Phil. 1, 21); puede experimentar cómo el amor a Cristo dignifica, hace dulce el dolor y redime (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Salvifici Doloris, 24).

4. Este es el consuelo de los creyentes, cuando la gracia de Dios nos hace vivir de fe, mantiene nuestra esperanza y aviva nuestra caridad. Así se hace ya realidad en nosotros la liberación que nos ha ganado Cristo, pues, en forma misteriosa pero eficaz, en cierto sentido la muerte se torna vida para nosotros. Es la muerte generosa del trigo que va haciendo surgir una cosecha abundante de redención (Cf.. Io. 12, 24). Esto es lo que expresa el cántico de Isaías de manera tan viva: «Por las fatigas de su alma justificará mi Siervo a muchos» (Is. 53, 11). «Por eso le daré su parte entre los grandes» (Ibíd.. 53, 12).

El hospital tiene siempre algo de Calvario, porque allí, unidas al sacrificio del Redentor, se ofrecen vidas por la redención del mundo. Como Jesús, nuestro «Cordero inmolado» (Cfr. Apoc. 5, 6), ofreció la suya al Padre por todos nosotros, pecadores, y por cuantos sufren y se asocian a su sufrimiento y al misterio de su redención (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Salvifici Doloris, 19).

Yo me uno cordialmente a vuestras vidas, queridos enfermos del Perú, con afecto de hermano. Pido al Señor lo mejor para vosotros: la salud, la alegría, la paz, la presencia de los seres queridos y, sobre todo, que os unáis a Cristo en su sacrificio salvador. Que no consideréis vuestras vidas, ní este tiempo de enfermedad, como realidades inútiles. Estos momentos pueden ser ante Dios los más decisivos para vuestras vidas, los más fructíferos para vuestros seres queridos y para los demás.

5. Me dirijo ahora a vosotros, queridos hermanos y hermanas de la edad ascendente, que vais pasando por esta vida temporal, acercándoos a la «ciudad permanente». Edad para muchos difícil, de incomprensión y soledad. Por eso dirijo también a vosotros las reflexiones ofrecidas antes a los enfermos. Pero para muchos otros, edad del reposo, de la paz y de la felicidad que proporciona la compañía de «sus hijos y los hijos de sus hijos». A todos se aplica lo que dice el libro de los Proverbios: «La honra del anciano son sus canas (Prov. 21, 29).

Todos tenéis lo que sólo el correr de los años da, y no se puede obtener de otra manera: la experiencia y madurez para penetrar más en el misterio de la vida, y comprender que, si bien es correcto buscar la felicidad en la vida terrena, sólo en la fuerza del Espíritu, que nos lleva a Dios Padre, Eterno, está la plenitud que todos ansiamos. Pido a Dios que os dé esa comprensión, en la cual tendréis la paz y con ella superaréis la soledad e incomprensión.

En los países donde los cristianos, venciendo las tentaciones del materialismo anteponen los valores del espíritu, hay muchos ancianos que son cariñosamente atendidos por los mismos parientes, amigos o vecinos. Debéis conservar este precioso don, tanto más que, por las migraciones internas, hay un creciente número de quienes, estando en edad avanzada, se encuentran apartados de la tierra en que nacieron, de sus hábitos, de sus familias. Más aún, pocos de ellos pueden acogerse ala jubilación. Para ellos pido una especial comprensión, no sólo del Gobierno, sino de cuantos están más cercanos a ellos.

Sé que las beneméritas Hermanas de los Ancianos Desamparados y otras instituciones atienden con ejemplar dedicación a los abuelitos y abuelitas; pero no son numéricamente suficientes para cuidar a todos los que llegan ala edad ascendente. Igualmente pido que se siga cumpliendo con empeño el deber de atender adecuadamente a los jubilados, que en los momentos difíciles por los que pasamos, tienen más necesidad de apoyo.

A cuantos se preocupan por las personas de la edad ascendente, religiosas y seglares, así como a quienes las atienden en sus casas, les expreso mí agradecimiento, y para ellos pido la protección de la Virgen de los Desamparados; para que sepan brindar comprensión, compañía y cariño a todos los ancianos y ancianas.

A vosotros, a los enfermos y ancianos del Perú y a quienes los atienden, doy de corazón mí Bendición Apostólica."

Homilía del Papa Juan Pablo II en la Liturgia de la Palabra en Piura
Lunes 4 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

"«Yo soy el buen pastor y conozco a mis ovejas. También tengo otras ovejas que no son de este redil» (Io. 10, 14. 16).

Señor Arzobispo, hermanos obispos, autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

1. Al venir a San Miguel de Piura, el Papa quiere obedecer a un impulso de su corazón de padre, además de cumplir un deber como Pastor de toda la Iglesia.

Vengo para encontrarme con los queridos hijos de esta tierra, en cuyas vidas quedan aún las huellas del sufrimiento causado por las catástrofes naturales que hace casi dos años destruyeron viviendas, cosechas, canales de regadío, vías de comunicación, provocando indecibles dificultades a tantas familias, y destruyendo el fruto de largos años de fatigas. Por eso mí visita quiere ser ante todo un signo de solidaridad y de aliento a no dejaros abatir en la desgracia, sino a sacar de ella razones de esperanza, de mutuo apoyo y voluntad de reconstruir lo perdido. Pido a Dios que las aguas que produjeron destrucción y muerte hayan servido para fecundar vuestros campos, y que os alegre la esperanza de más abundantes cosechas para continuar vuestra vida.

Vengo en peregrinación de fe a las fuentes de la gesta evangelizadora en el Perú, ya que de estas tierras, bajo la protección del Arcángel San Miguel, partieron los pioneros del anuncio de Jesucristo, de su Buena Nueva y de su Iglesia, hacia el vasto territorio del antiguo Imperio Inca. Por ello, desde este lugar, nuestra mente se eleva de modo espontáneo hacía Dios, para darle gracias por la evangelización del Perú, por sus héroes y santos. Y nuestro espíritu se recoge en plegaría, para meditar sobre aquella evangelización y descubrir las exigencias que derivan de la aceptación del Evangelio.

2. La Palabra de Dios que hemos escuchado viene a iluminar esta meditación, invitándonos a contemplar con los ojos del Evangelista San Juan la imagen familiar de Jesús, el Buen Pastor, en medio de sus ovejas.

En ese conocido texto, Cristo se presenta no solamente como Pastor, sino también como «la puerta de las ovejas». El es el Pastor verdadero, a diferencia de tantos otros que antes que El se habían presentado como pastores, pero que eran solamente mercenarios o salteadores. El Señor entra por la puerta del redil, esto es, viene como enviado del Padre, como revelador de sus misterios y trae consigo la verdad entera, mostrando el camino de la verdadera vida.

Por eso Jesús se comporta como los buenos pastores: conoce a sus ovejas una por una, en su situación concreta, las llama por su nombre, y las ovejas reconocen su voz y le siguen. El camina delante de las ovejas para mostrarles el camino, para prevenir los peligros, para defenderlas del lobo o del salteador.

Jesús es «la puerta de las ovejas». Solamente El las conduce a verdes praderas donde encuentran alimento, seguridad, «vida en abundancia» (Io. 10, 18).

El Señor Jesús es evangelizador —el primer evangelizador— como Pastor y como Puerta de las ovejas. El, no solamente anuncia la verdad, sino que es la Verdad misma dada a los hombres; no solamente señala el camino, sino que El es el camino; no solamente promete la vida, sino que es la Vida verdadera. Ningún otro evangelizador puede decir lo mismo de sí mismo. Y todos los demás evangelizadores, si quieren ser eficaces, han de saber representar e imitar al único Buen Pastor; han de hacer entrar a sus ovejas por la puerta que es Cristo; han de llamarlas por su nombre, con la única voz que ellas .reconocen y que es la voz de Jesús. Proceder de otra manera es, como dice el mismo Jesús, arriesgarse a ser «un extraño» o desconocido.

3. La obra evangelizadora de la Iglesia se despliega cuando Cristo, Pastor y evangelizador, llama, prepara y envía otros evangelizadores, para anunciar en todas las lenguas y lugares la Buena Nueva de la salvación; y para congregar en la comunidad de los creyentes —la Iglesia— a los que han de salvarse.

Así se inauguró un día la obra de la evangelización de América. Yo mismo quise dar inicio, en Santo Domingo, a la novena de años que prepare el continente americano a celebrar el V centenario de tan importante acontecimiento eclesial. Así también, y con la primera Misa celebrada aquí en Piura, en la primera villa cristiana, inició la evangelización del Perú.

Mi presencia hoy en vuestra noble ciudad, junto con mis hermanos obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles todos, quiere ser, ala vez que una acción de gracias a Dios por la evangelización del Perú, un merecido homenaje a tantos esforzados misioneros que, de modo anónimo, sembraron la semilla de la fe en esta tierra fecunda. Ellos, dejando sus tierras nativas, consagraron su vida —y aquí dejaron sus cuerpos— a la instrucción en la fe de las poblaciones indígenas que encontraron.

Entre mil obstáculos debidos ala extensión del país, a las grandes montañas, a la variedad de lenguas, a la falta de medios; pero cοηfiando en la fuerza de la Palabra de Dios, llevaron a cabo aquella obra inmensa, que tantos frutos ha dejado.

Al pensar en el presente de la evangelización, quizá la primera cosa que debemos hacer es mirar bien a aquella empresa, para sacar motivos de aliento en vista del futuro.

Pero esa obra evangelizadora no termina nunca. Cada generación cristiana debe añadir su parte de esfuerzo. Sin ello faltaría algo esencial. Faltaría un elemento insustituible a la evangelización del Perú, si faltara hoy un generoso esfuerzo evangelizador. Este es el signo de la fidelidad a Cristo, a su mandato, y es ala vez muestra de vitalidad en la fe de la Iglesia.

Por tal razón esa empresa es vuestra, hermanos obispos, en primer lugar. Es vuestra, sacerdotes que sois los insustituibles colaboradores de vuestros Pastores. Es vuestra, religiosos y religiosas, pues ésa es la causa de Cristo que habéis abrazado. Es vuestra, laicos cristianos, que en el corazón del mundo estáis llamados a construir el reino de Dios. Si vuestra Iglesia acoge ese mensaje de Jesús, podrá decirse de veras que «le sigue porque conoce su voz», la voz de Cristo (Cf.. Io. 10, 4).

4. Ese conocer la voz del Maestro y Buen Pastor, sin seguir la voz de los extraños, califica el elemento esencial, que ha de distinguir la evangelización en el Perú hoy: la fidelidad a la enseñanza de Jesucristo, único Maestro y Señor.

Mi predecesor el Papa Pablo VI, en su Exhortación Apostólica «Evangelii Nuntiandi», enseña: «Evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Hijo; que en su Verbo Encarnado ha dado a todas las cosas el ser, y ha llamado a los hombres a la vida eterna» (PAULI VI Evangelii Nuntiandi, 26).

Así pues, evangelizadores y evangelizados tienen el indeclinable deber de una estricta y amorosa fidelidad ala enseñanza de Jesús. Porque los evangelizadores no son «dueños» de la Palabra de Dios, sino que son sus ministros, sus servidores. Y, por otra parte, como recordaba en mí Exhortación Apostólica «Catechesi Tradendae», quien «se hace discípulo de Cristo tiene derecho a recibir la «palabra de la fe» no mutilada, no falsificada o disminuida, sino completa e íntegra, en todo su rigor y vigor» (IOANNIS PAULI PP. II Catechesi Tradendae, 30). Es decir, en plena fidelidad a su origen: Cristo; a su contenido revelado; a los destinatarios que han de salvarse entrando por la Puerta: «Yo soy la puerta, si uno entra por mí, estará a salvo» (Io. 10, 9).

No se ha de olvidar, sin embargo, que la evangelización tiene en cuenta los aspectos concretos del ambiente en que se realiza. En ese sentido la evangelización tiene en el Perú aspectos propios en el momento actual. No podemos recoger todos en esta celebración, pero sí quiero subrayar brevemente algunos de ellos.

5. Evangelizar significa llevar el mensaje de Cristo a todos, para que se haga vida. Por ello tiene estrechos lazos con la promoción humana. En este sentido, la evangelización presenta también la urgencia de promover integralmente la dignidad del hombre, ayudarlo a transformar las situaciones y estructuras injustas que violan esa dignidad.

Jesús, durante su vida pública tuvo oportunidad de encontrar a muchas personas aquejadas de diversos males físicos y morales. Como signo de la presencia del reino obró milagros (Cf.. Matth. 12, 4-6) y se preocupó del bien de todas las personas que encontraba. Al ver todo esto la gente se maravillaba y comentaba: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Marc. 7, 37).

Por ello, mi predecesor Pablo VI recordaba: «Entre evangelización y promoción humana - desarrollo, liberación - existen efectivamente lazos muy fuertes ..., no es posible aceptar que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen ala justicia, a la liberación, al desarrollo y ala paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad» (PAULI VI Evangelii Nuntiandi, 31).

Las Conferencias del Episcopado Latinoamericano reunidas en Medellín y Puebla han puesto especial énfasis en la evangelización y promoción humana en los países de este continente, especialmente mediante la llamada opción preferencial por los pobres.

Quisiera recordar aquí, queridos hermanos, cuanto precisé recientemente a este propósito: «Sí, la Iglesia hace suya la opción preferencial por los pobres. Una opción preferencial, nótese bien: por consiguiente, no una opción exclusiva o excluyente, pues el mensaje de la salvación está destinado a todos. Una opción además basada esencialmente en la Palabra de Dios y no en criterios aportados por ciencias humanas o ideologías contrapuestas, que con frecuencia reducen a los pobres a categorías socio-políticas o económicas abstractas. Pero una opción firme e irrevocable» (IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad Patres Cardinales et Romanae Curiae Sodales, 9, die 21 dec. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 1630).

Este aspecto de la evangelización, en plena fidelidad a Cristo, al Evangelio y al hombre, según los criterios de la Iglesia, reviste clara actualidad en el Perú, en el presente y de cara al futuro.

6. El anuncio del Evangelio conlleva el constante llamado a una actitud de conversión por parte de todos los cristianos y ha de penetrar no sólo la vida personal y familiar, sino también las estructuras sociales, para hacerlas más conformes con las exigencias de la justicia. No olvidemos nunca que sólo corazones convertidos y renovados interiormente mejorarán el tono moral y humano de la sociedad.

¡Vivid, pues, vosotros esas exigencias e infundid en las realidades temporales la savia de la fe en Cristo! Pienso concretamente en el testimonio de vida y en el esfuerzo evangelizador que requiere la familia cristiana: que los cónyuges vivan el sacramento de la unión fecunda e indisoluble entre Cristo y la Iglesia; que sean los fundadores y animadores de la «iglesia doméstica», la familia, con el compromiso de una educación integral ética y religiosa de los hijos; que abran a los jóvenes los horizontes de las diversas vocaciones cristianas, como un desafío de plenitud a las alternativas del consumismo hedonista o del materialismo ateo. Es éste un campo de palpitante actualidad para la evangelización en el Perú.

7. Particular importancia reviste también la evangelización de la cultura en vuestro país. Para fecundarla con el espíritu del Evangelio en el que ella hunde sus raíces multiseculares. En efecto, la evangelización, cuando es correctamente hecha, influye poderosamente en la cultura y vida toda del hombre.

Esforzaos, pues, porque las leyes y las costumbres no vuelvan la espalda al sentido trascendente del hombre, ni a los aspectos morales de la vida. Con la mirada dirigida a los hombres de ciencia y especialmente a los universitarios que se encuentran aquí o en todas las partes del país, repito la constatación que hice ante la asamblea de la UNESCO: el vínculo del Evangelio con el hombre es creador de cultura en su mismo fundamento, ya que enseña a amar al hombre en su humanidad y en su dignidad excepcional (Cf.. IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad UNESCO habita, die 2 jun. 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980) 1636 ss.). Aquí tiene la Iglesia en el Perú un verdadero reto que ha de acoger creativamente en su acción evangelizadora. A este propósito expreso mí profunda estima a los hombres del mundo de la cultura del Perú, a la vez les aliento a ser fieles a su importante misión y al hombre viéndole en toda su dimensión a la luz de Dios.

8. Ese nuevo impulso evangelizador requerirá una serie de esfuerzos coordinados en torno a una más profunda catequesis, impartida en forma orgánica y sistemática. Es una necesidad vital.

Se necesita pues una constante catequesis, sin descanso y sin cansancios, a todos los niveles y en todos los lugares: desde la homilía hasta la enseñanza del catecismo en el hogar familiar, desde la parroquia hasta la escuela. Una catequesis que, acercando al hombre a Jesucristo, esté atenta a la recta formación de la conciencia del cristiano, sabiendo hacer llegar cálidamente a cada alma la amable exigencia del Redentor.

En esa tarea hay que poner gran esmero en procurar que al anuncio de Jesucristo corresponda asimismo la adecuada celebración de su misterio en la liturgia de la Iglesia; ya que la vida de Cristo se comunica a los fieles por medio de los sacramentos, como recordé a vuestros obispos (Cf.. EIUSDEM Allocutio ad quosdam Peruviae Episcopos occasione oblata eorum visitationis «ad Limina», 3, die 4 oct. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 738 s.). Más aún, la liturgia, celebrada según las normas de la Iglesia y activamente participada, es en sí misma la más auténtica catequesis en las palabras y en los signos sagrados.

9. En la situación concreta del Perú, un vehículo y lugar importante de evangelización ha de ser la piedad popular nacida del corazón del pueblo. Ella manifiesta tantas veces de forma sorprendente ese sentido de la fe que Dios otorga a los sencillos de corazón, tan rica de sentimientos y tan expresiva en sus gestos de devoción.

Es bien conocida la profunda raigambre popular que tiene en vosotros, fieles peruanos, la devoción a la cruz de Cristo que se encuentra en tantos lugares en los que discurre vuestra vida. La veneración a la Cruz de la Conquista o la celebración de la Cruz de Mayo son buena prueba de ello. Como lo son el profundo cariño de los peruanos a Cristo crucificado, venerado como el Señor de los Milagros, el Señor Cautivo de Ayabaca, el Señor de Luren, de Huanca, el Señor de los Temblores, de Koilloriti, de Burgos, de Huamantanga y otros.

Lo mismo sucede con la honda devoción que vosotros, católicos peruanos, sentís hacia nuestra Madre la Virgen Santísima, a cuyo amparo recurrís tantas veces, también en los diversos santuarios marianos que surcan vuestra geografía. Sed fieles a esas devociones, y que ellas os conduzcan cada vez más hacia Cristo, centro de nuestra vida de fe, único Pastor y Redentor.

Vosotros, Pastores y guías de ese pueblo, ayudadle respetuosamente a purificar estas devociones populares, a fin de que sean para la grey del Señor caminos hacía El, Puerta única de las ovejas, en quien encontrarán el verdadero pasto (Cf.. Io. 10, 9) y tendrán «vida en abundancia» (Ibíd. 10, 10); la vida que El da a sus ovejas (Ibíd. 10, 15) y que dura hasta la vida eterna en Cristo, que tiene «poder para dar su vida y poder para recobrarla de nuevo» (Cf.. Ibíd. 10, 18).

Este campo de la piedad popular abre hoy amplias posibilidades evangelizadoras a la Iglesia en el Perú.

10. Finalmente, la evangelización en el momento actual peruano ha de esclarecer la fe y evitar los peligros a los que se ve expuesto el pueblo fiel.

La lectura de esta celebración litúrgica nos habla de quienes entran en el redil «por Cristo». También ellos pertenecen a la grey, pero ala vez participan activamente en la misión de Cristo evangelizador y Pastor. En esa misión participan los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos elegidos por la Iglesia. Son los sembradores del Evangelio.

¡Qué gran sentido de responsabilidad y de atención en nuestro ministerio deben infundirnos las palabras de severa condena de Jesús hacia quienes «no entran por la puerta», sino que «escalan por otro lado, como un ladrón y salteador». Hacía quienes son «extraños» a la grey y por eso las ovejas «no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Io. 10, 1-5). «El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir» (Ibíd.. 10, 10).

Estas palabras severas del maestro condenan todas las alteraciones del Evangelio y de la verdadera evangelización, las falsedades y falsos profetas, las relecturas del Evangelio en claves no eclesiales, sino acomodadas a interpretaciones inspiradas en la moda o en visiones socio-políticas. Con ello se transforma el servicio a la verdad en servicio a la confusión, cuando no a la mentira.

Frente a esos peligros que siempre serpean en la Iglesia, es necesario que Pastores, agentes de la pastoral y fieles conserven una absoluta fidelidad al mensaje integral de Cristo, que escuchen su voz, que estén dispuestos como El a dar la prueba suprema del amor a la verdad y a sus ovejas: «Por eso me ama el Padre, porque doy mí vida, ...ésa es la verdad que he recibido de mí Padre» (Ibíd.. 10, 17. 18).

De ese modo la evangelización en profundidad librará también a los fieles de los riesgos derivantes de actividades proselitistas de grupos que poco tienen de real contenido religioso.

11. Mis queridos hermanos y hermanas: Hemos hecho estas reflexiones sobre la evangelización en el Perú en el actual momento de la Iglesia.

Quiero manifestares mi vivo aprecio y aliento por los grandes esfuerzos que Pastores, agentes de la pastoral y fieles realizáis para seguir con fidelidad a Cristo, primer Evangelizador, Pastor y Puerta del rebaño. Renovad vuestro propósito en ese camino, para que así esta Iglesia en el Perú sea una Iglesia fuertemente evangelizadora —dentro y fuera de los confines peruanos—, la Iglesia de Cristo que siempre escucha su voz.

La Estrella de la evangelización, Nuestra Señora de las Mercedes, inspire desde su santuario de Paita todos vuestros propósitos; y acompañe en su fidelidad a Cristo a los hijos de esta tierra y de todo el Perú, a los que bendigo de corazón."

Homilía de Juan Pablo II en la Misa para los Trabajadores de Trujillo
Lunes 4 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

"Señor Arzobispo, Cardenales, Hermanos obispos,
Autoridades, queridos hermanos y hermanas:

«En nombre del Señor Jesucristo... trabajamos con fatiga y cansancio» (2 Thess. 3, 6-8).

1. Estas palabras de San Pablo, nos invitan a unirnos todos los aquí presentes, representantes del mundo del trabajo, en el espíritu del Evangelio y en la celebración de la Eucaristía.

Experimento gran gozo al encontrarme en esta bella ciudad de Trujillo, centro —en épocas precolombinas— de la cultura Chimú. Sus huellas se han perpetuado en esa monumental ciudad de barro —Chan Chan— que ha resistido ala acción destructora del tiempo y de la intemperie. Gozo íntimo y emotivo, también, al presidir esta Eucaristía cuando Trujillo se apresta a celebrar el 450 aniversario de su fundación y, al mismo tiempo, de la Primera Misa que en la misma fecha se celebró en esta ciudad. Saludo ante todo al Pastor de esta Diócesis de Trujillo, a los Obispos de Cajamarca, Huaraz, Chiclayo, Chimbote, Chota, Chachapoyas, a los Huamachuco, Huarí, Moyobamba y San Francisco Javier.

Me siento particularmente contento de estar físicamente con todos vosotros, los que habéis venido hasta aquí; y, en espíritu, con todos los que trabajáis a lo largo y ancho del país. Es a vosotros, hijos de la Iglesia presente en el mundo del trabajo, a quienes va en esta ocasión mi afectuoso saludo y mi comprensión. A los que trabajáis en el campo, en las minas, en las canteras en la siderurgia, en la industria. A los que trabajan en los pueblos y en la ciudad, en las cooperativas y en las oficinas. Los que se encuentran en esta región Norte y en el Perú entero. También a los hermanos empresarios y a todos los trabajadores del mundo intelectual y manual, que formáis la gran comunidad del trabajo.

De manera muy especial deseo saludar afectuosamente al importante sector de los pescadores del Perú, que repetidas veces me invitaron y a los que tan vivamente he querido visitar por separado para corresponder a su cordial invitación. Deseo asegurares, queridísimos pescadores, que como Sucesor de Pedro, vuestro Patrón, el pescador de Galilea, me siento particularmente cercano a vosotros y a vuestras familias. Sabed encontrar a Dios en el mar y dirigíos a El en toda vuestra vida. Vosotros estáis más cercanos a El, porque la mayoría de los Apóstoles fueron pescadores.

2. Jesucristo el hombre del trabajo. El texto evangélico que acabamos de escuchar nos habla del trabajo humano, que para el cristiano encuentra su máxima inspiración y ejemplo en la figura de Cristo, el Hombre del trabajo. Antes de comenzar su labor mesiánica en la proclamación del Evangelio a las gentes, ha trabajado durante treinta años en la silenciosa casa de Nazaret. Desde su primera juventud, Jesús aprendió a trabajar, al lado de José, en su taller de carpintero, y por eso le llamaban el «hijo del carpintero» (Matth. 13, 55). Éste trabajo del Hijo de Dios constituye el primer y fundamental Evangelio, el Evangelio del trabajo. Después, durante su predicación apostólica se referirá continuamente, especialmente en sus parábolas, a las diferentes clases de trabajo humano.

 Jesús predicaba ante todo el reino de Dios. Y a la vez, el destino definitivo del hombre a la unión con Dios. Pero esta perspectiva sobrenatural mostraba igualmente el profundo significado del trabajo del hombre. Porque no pertenece solamente al orden económico temporal de la sociedad humana, sino que entra también en la economía de la salvación divina. Y aunque no sólo el trabajo sirve ala salvación eterna, el hombre se salva también mediante su trabajo. Esta es la enseñanza del Evangelio que la Sagrada Escritura nos transmite, repetidas veces, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

3. La lectura de hoy, tomada de San Mateo, recoge en la parábola de los talentos esta doctrina fundamental. Tres personas reciben de su amo los talentos. El primero, cinco; el segundo, dos; el tercero, uno. El talento significaba entonces una moneda, se podría decir un capital; hoy lo llamaríamos sobre todo la capacidad, las dotes para el trabajo. El primero y el segundo de los siervos, han duplicado lo que han recibido. El tercero, en cambio, esconde su talento bajo la tierra y no multiplica su valor.

En los tres casos se nos habla indirectamente del trabajo.

Partiendo de estas dotes que el hombre recibe del Creador a través de sus padres, cada uno podrá realizar en la vida, con mayor o menor fortuna, la misión que Dios le ha confiado. Siempre mediante su trabajo. Esta es la vía normal para redoblar el valor de los propios talentos. En cambio, renunciando al trabajo, sin trabajar, se derrocha no sólo «el único talento» de que habla la parábola, sino también cualquier cantidad de talentos recibidos.

Jesús, a través de esta parábola de los talentos, nos enseña, al menos indirectamente, que el trabajo pertenece ala economía de la salvación. De él dependerá el juicio divino sobre el conjunto de la vida humana, y el reino de Dios como premio. En cambio, «el derroche de los talentos» provoca el rechazo de Dios.

4. La doctrina de San Pablo. El texto de San Pablo, que hemos oído en la primera lectura, de la epístola a los Tesalonicenses, lo podemos considerar como un comentario apostólico a la parábola de Cristo; y en cierto sentido, a todo el Evangelio del trabajo, que Jesús de Nazaret nos enseño con su vida y palabra. El Apóstol pone en guardia a todos aquellos que no trabajan, que viven desordenadamente y en continua agitación; como hacía Jesús con los que derrochan sus talentos. Además San Pablo da a los destinatarios de la Carta, los Tesalonicenses, un ejemplo de trabajo personal, al margen de su incansable labor apostólica, «para no ser una carga a ninguno de vosotros». Este comportamiento del Apóstol es una indicación, y debe ser causa de remordimiento para los que no trabajan. Por esto añade: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma». Y manda y exhorta a todos en el Señor Jesucristo «a que trabajan con sosiego para comer su propio pan».

5. De esta manera, el tema y el problema del trabajo aparecen ya como fundamentales desde el comienzo mismo de la vida cristiana. Constituyen una constante de la enseñanza social de la Iglesia, a través de los tiempos; especialmente en el último siglo, cuando el trabajo se convirtió en el centro de la llamada «cuestión social» y de todos los problemas relacionados con el justo orden social.

Este problema se presenta con caracteres graves, y a veces hasta trágicos, en tierras de Latinoamérica. La Iglesia, en la persona de sus Pastores, guiada por las enseñanzas del Concilio Vaticano II, lo ha podido constatar y denunciar adecuadamente, primero en Medellín y más recientemente en Puebla: «A la luz de la fe es un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres. El lujo de unos pocos se convierte en insulto contra la miseria de las grandes masas. Esto es contrario al plan del Creador y al honor que se le debe» (Puebla, 28). Yo mismo he recordado a vuestros obispos «la tragedia del hombre concreto de vuestros campos y ciudades, amenazado a diario en su misma subsistencia, agobiado por la miseria, el hambre, la enfermedad, el desempleo; ese hombre desventurado que, tantas veces, más que vivir sobrevive en situaciones infrahumanas. Ciertamente en ellas no está presente la justicia ni la dignidad mínima que los derechos humanos reclaman» (JPII Allocutio ad quosdam Peruviae Episcopos occasione oblata eorum visitationis «ad Limina», 4, die 4 Oct. 1984).

En la raíz de estos males de la sociedad se encuentran sin duda situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, a veces de alcance internacional, que la Iglesia denuncia como «pecados sociales». Pero sabe, al mismo tiempo, que ello es fruto de la acumulación y de 1a concentración de muchos pecados personales, que sería necesario evitar como raíz. «Pecados de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o al menos limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo» (EIUSDEM Reconciliatio et Paenitentia, 16). Pecado de los dirigentes y responsables de la sociedad y también de los trabajadores que no cumplen con sus deberes. En definitiva, pecados de insolidaridad ý egoísmo, de búsqueda del poder y del lucro, por encima del servicio a los demás.

Frente a estas situaciones, la Iglesia sigue inspirándose en el Evangelio y en su propia doctrina social, para ofrecer su colaboración constante y decidida a la causa de la justicia.

Por eso quiere estar cerca de los injustamente tratados y de los más pobres, para mejorar su situación en todos los sentidos. No sólo en campo económico, sino también cultural, espiritual y moral.

Porque pobre es quien carece de lo material, pero no menos quien está sumido en el pecado; quien no conoce su dimensión personal que va más allá de la muerte; quien no tiene libertad para pensar y actuar según su conciencia; quien es sometido por los dirigentes de la sociedad a limitaciones, según las cuales el que practica su fe se ve privado de beneficios que se otorgan a los que siguen las normas dictadas desde lo alto; quien es visto como mero objeto de producción.

La Iglesia quiere una liberación de todas esas esclavitudes. En esa misma línea se mueven vuestros obispos en las normas marcadas en su reciente Documento sobre la Teología de la liberación (cf S Congr Pro Doctrina Fidei Instructio de quibusdam aspectibus «Theologiae Liberationis»).

6. En la concepción cristiana de la sociedad figura siempre como principio fundamental la afirmación de la dignidad inviolable de la persona, y por consiguiente de la dignidad de todo trabajador. A esta dignidad personal corresponden una serie de derechos fundamentales. El primero de todos, el derecho a tener un trabajo. Un trabajo para vivir, para realizarse como hombres, para dar el pan a su familia. Un trabajo que enriquece a la sociedad. Un trabajo que debe desarrollarse con las condiciones dignas de una persona, es decir, que no dañen ni a la salud física ni a la integridad moral de los trabajadores.

Por eso el desempleo, e incluso el subempleo, constituyen un mal, y muchas veces «una verdadera calamidad social» (JPII Laborem Exercens, 18). Humilla a las personas, y crea sentimientos de frustración, con peligrosas consecuencias sicológicas y morales, especialmente en los jóvenes y en los padres de familia. La primera preocupación de todos los responsables ha de ser, pues, dar trabajo a todos. Tarea nada fácil, pero que debiera movilizar las energías de toda la nación.

El trabajador tiene además que ser ayudado, técnica y culturalmente, a prepararse para realizar un trabajo que le satisfaga y al mismo tiempo contribuya al bienestar de la sociedad. La Iglesia tiene en este campo una tradición que debe conservar y perfeccionar.

Un salario justo, que cubra las necesidades normales de una familia, sigue siendo la medida concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico, y en cualquier caso, de su justo funcionamiento (Ibíd.). Igualmente, todas aquellas prestaciones sociales (pensiones, vejez, accidentes, derecho al descanso, etc.), que tienen como finalidad la de asegurar la vida y la salud de los trabajadores y de su familia (Ibíd.).

Soy consciente de las dificultades que entrañan, en estos momentos de crisis económico-social tan aguda, la realización concreta y eficaz de estos derechos. Sin embargo, quiero llamar la atención de todos los responsables, directos e indirectos, del orden económico-social, para que se esfuercen en hacer posible, cuanto antes, este ideal. La Iglesia y los cristianos tienen el derecho y la obligación de contribuir a ello, en la medida de sus posibilidades, cumpliendo diligentemente sus relativos deberes. Y lo deben hacer unidos a través de las asociaciones e instituciones que la sociedad va creando para la consecución del bien común de todos los ciudadanos.

Una palabra, en fin, a los empresarios, sin los cuales no sería posible hacer efectivos muchos de estos derechos. Quisiera recordarles, con la enseñanza social de la Iglesia, que deben infundir a sus empresas una esencial función social. No las deben concebir únicamente como factor de producción y de lucro, sino también como comunidad de personas (Puebla, 1246). De la unión de los trabajadores y empresarios, bajo la dirección responsable de los hombres de gobierno, dependerá la realización gradual de una sociedad más justa.

7. Volvamos de nuevo a la Palabra de Dios, en la liturgia de hoy. Hemos escuchado el Evangelio del trabajo, de los mismos labios de Cristo, en la parábola de los talentos. Hemos recibido las enseñanzas apostólicas de San Pablo, hemos intentado señalar, siguiendo la enseñanza social de la Iglesia, cómo el trabajo humano pertenece al orden económico temporal, pero también ala economía de la salvación divina. A la luz de esta doctrina hemos examinadο algunos de los problemas acuciantes de vuestra sociedad.

Tanto en una como en la otra dimensión del trabajo humano tienen aplicación los deseos del Apóstol de las Gentes: «Que el Señor de la paz os conceda la paz siempre y en todos los órdenes. El Señor sea con todos vosotros» (2 Thess. 3, 16).

En resumen: Paz.

Paz mediante el trabajo: «Comer el propio pan trabajando en paz». El pan debe llegar a todos. No puede sobreabundar para algunos (quizás sin trabajo), y faltar a los demás (a pesar del trabajo).

Trabajo para la salvación eterna.

Trabajo para el desarrollo de los hombres y de los pueblos. Para ese desarrollo que Pablo VΙ definió como «el nuevo nombre de la paz».

Por consiguiente: el desarrollo mediante el trabajo, y la paz como fruto del auténtico desarrollo; y desarrollo de todos y para todos.

He aquí las principales ideas del Evangelio del trabajo que la Iglesia anuncia al mundo contemporáneo.

«El Señor sea con todos vosotros»."

Encuentro del Papa Juan Pablo II con los Pobres de Villa el Salvador
Martes 5 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

"1. Con cuánta ilusión he esperado tener este encuentro con vosotros, queridos habitantes de «Villa El Salvador»! Desde mí llegada al Perú y aun antes de mi venida, la visita a este «pueblo joven», que ya con su nombre nos habla de la cercanía a Cristo, el Salvador del mundo, ha ocupado siempre un lugar preferente en el programa de mi viaje, precisamente porque se trataba de los más necesitados.

Durante estos días que estoy compartiendo con el querido pueblo peruano, ha venido con frecuencia a mí mente aquel pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar, en el que Jesús se compadeció de la multitud «porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles largamente» (Marc 6, 34). Pero además ordenó a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Iibíd 6, 37).

Esta mañana en que vengo a visitares, deseo deciros que esas palabras de Jesús inspiran en el Papa aquel sentimiento de compasión hacia los habitantes de todos los pueblos jóvenes, los abandonados, los enfermos, los ancianos, los que no tienen trabajo, los niños sin pan y sin educación para su futuro.

Vengo a visitares para compartir con vosotros lo que tengo: el pan de la Palabra de Cristo que da sentido y dignidad plena a la vida; para mostrar mi cercanía a vosotros, que sois una parte importante de la Iglesia. Vosotros, queridos hermanos, sois todos miembros del Cuerpo de Cristo; y si uno sufre, todos los demás sufren con él (cf 1 Cor. 12, 26).

2. El texto del Evangelio que hemos escuchado pone de relieve dos ministerios de la Iglesia. El ministerio de la Palabra y el ministerio del servicio en la mesa: Jesús «se puso a enseñarles muchas cosas», «partió los panes y los fue dando a los discípulos, para que se los fueran sirviendo» (Marc 6, 34). Es un doble servicio que la Iglesia ha tenido como suyo desde el principio, para procurar a todos, en lo que de ella depende, el pan del espíritu y del cuerpo. ¿Qué sentido tiene hoy esto en el Perú y en este pueblo joven?

Quiero deciros desde el primer momento que admiro y aliento de todo corazón el trabajo abnegado de los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que, a ejemplo de Jesús y en comunión con toda la Iglesia, están dedicados a vuestro servicio y ayuda; dando testimonio de Cristo que, siendo rico se hizo pobre libremente, nació en la pobreza de un pesebre, anunció la liberación a los pobres, se identificó con los humildes, los hizo sus discípulos y les prometió su reino. Como lo expresé recientemente a vuestros obispos, la Iglesia quiere mantener su opción preferencial, no excluyente, por los pobres, y apoya el empeño de cuantos, fieles a las orientaciones de la jerarquía, se entregan generosamente en favor de los más necesitados (cf JPII Allocutio ad quosdam Peruviae Episcopos occasione oblata eorum visitationis «ad Limina», die 4 oct. 1984).

Así lo confirmé también en el Mensaje «Urbi et Orbi» de la pasada Navidad: «Nosotros queremos afirmar nuestra solidaridad con todos los pobres del mundo contemporáneo en la dramática actualidad de su sufrimiento real y cotidiano» (cf Eiusdem Nuntius «Urbi et Orbi» in Nativitate Domini datur, 8, die 25 dec. 1984).

3. El pasaje del Evangelio proclamado al comienzo del nuestro encuentro, muestra la atención de Jesús por la doble dimensión del hombre: su espíritu y su cuerpo. Es un ejemplo que la Iglesia trata de recoger. Por eso vuestros Pastores y sus colaboradores se esfuerzan con todos los medíos a su alcance, en ayudaros a vivir en la creciente dignidad humana que pide vuestra condición de hijos de Dios.

Pero ellos, aun sintiendo la inquietud de los Apóstoles por vuestra falta de medios (cf Marc 6, 34), no disponen, por desgracia, de todos los recursos que serían necesarios. Por otra parte, saben bien que a ellos corresponde ante todo cuidar vuestra riqueza interior, esa que no se agota en la dimensión terrestre del hombre. Por eso, al enseñares a rezar en el Padrenuestro: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy», os alientan a pedir y buscar, sí, mayor dignidad y progreso material; pero sin olvidar que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Matth. 4, 4). En una palabra, quieren también para vosotros la dignidad del espíritu, la dignidad consciente de vuestra libertad interior y el progreso en vuestra vida moral y cristiana.

Pero aunque la Iglesia siente el deber de ser fiel a su misión prioritaria de carácter espiritual, no olvida tampoco que el empeño en favor del hombre concreto y de sus necesidades forman parte inseparable de su fidelidad al Evangelio. La compasión de Jesús por el hombre necesitado, han de hacerla propia los Pastores y miembros de la Iglesia, cuando —como en esta «Villa El Salvador» y en tantos otros «pueblos jóvenes» del Perú— advierten las llagas de la miseria y de la enfermedad, de la desocupación y el hambre, de la discriminación y marginación. En todos estos casos como el vuestro, no podemos ignorar «los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que cuestiona e interpela» (Puebla, 31).

— Que cuestiona e interpela toda indiferencia o pasividad, pues el auténtico discípulo de Cristo ha de sentirse solidario con el hermano que sufre;

— que cuestiona e interpela ante la creciente brecha entre ricos y pobres, en que privilegios y despilfarros contrastan con situaciones de miseria y privaciones;

— que cuestiona e interpela frente a criterios, mecanismos y estructuras que se inspiran en principios de pura utilidad económica, sin tener en cuenta la dignidad de cada hombre y sus derechos;

— que cuestiona e interpela ante la insaciable concupiscencia del dinero y del consumo que disgregan el tejido social, con la sola guía de los egoísmos y con las solapadas violencias de la ley del más fuerte.

Bien sé que en ciertas situaciones de injusticia puede presentarse el espejismo de seductoras ideologías y alternativas que prometen soluciones violentas. La Iglesia, por su parte, quiere un camino de reformas eficaces a partir de los principios de su enseñanza social; porque toda situación injusta ha de ser denunciada y corregida. Pero el camino no es el de soluciones que desembocan en privaciones de la libertad, en opresión de los espíritus, en violencia y totalitarismo.

4. La palabra del Evangelio que inspira nuestro encuentro nos muestra a Jesús que, tras haber dado de comer milagrosamente a la muchedumbre, hace recoger las sobras (cf Marc 6, 43). Aquellos trozos de pan y de pescado no debían ser desaprovechados. Eran el pan de una multitud necesitada, pero que debía ser el pan de la solidaridad, compartido con otros necesitados; no el pan del derroche insolidario. Esta palabra del Evangelio tiene un gran sentido entre vosotros.

Con gran alegría me he enterado de la generosidad con que muchos de los habitantes de este «pueblo joven» ayudan a los hermanos más pobres de la comunidad, en los comedores populares y familiares, en los grupos para atender a los enfermos, en las campañas de solidaridad para socorrer a los hermanos golpeados por las catástrofes naturales.

Son testimonios estupendos de caridad cristiana, que muestran la grandeza de alma del pobre para compartir. «Bienaventurados los misericordiosos», proclamó el Señor en el sermón de la montaña (cf Matth. 5, 7). Bienaventurados los que tienen entrañas de misericordia; los que no cierran su corazón a las necesidades de los hermanos; los que comparten lo poco que tienen con el hambriento. El mismo Jesús alabó sin reservas a aquella viuda pobre que dio como limosna no lo que le sobraba, lo superfluo, sino incluso lo necesario para vivir (cf Luc. 21, 1-4). Y es que tantas veces los e pobres de espíritu», a quienes el Señor llamó por eso bienaventurados, están más abiertos a Dios y a los demás; todo lo esperan de El; en El confían y ponen su esperanza.

Proseguid, queridos hermanos, en este camino de testimonio cristiano, de comportamiento digno y de elevación moral, para que los demás «vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Matth. 5, 16).

Pero, al mismo tiempo que dais ese ejemplo de admirable apertura de espíritu, luchad contra todo aquello que rebaja vuestra situación moral y os sume en el pecado: contra el alcoholismo, las drogas, la prostitución, la mentalidad machista que posterga y explota a la mujer, la promiscuidad, el concubinato. Dad estabilidad a vuestras familias, cuidad a vuestros niños, regularizad vuestras uniones santificándolas con el sacramento del matrimonio. Que el respeto mutuo sea la norma entre los esposos; y que la paternidad responsable, según la doctrina de la Iglesia, sea el criterio para la procreación y educación de los hijos. No olvidéis que la fibra moral de las personas, de las familias, de la comunidad, es condición fundamental para ser fuertes y ricos en humanidad, capaces de enfrentar las dificultades de la vida y abrir caminos de superación.

5. El «dadles de comer» pronunciado por Cristo, sigue resonando en los oídos de la Iglesia, del Papa, de los Pastores y colaboradores. Es la voz de Jesús, ayer y hoy. La Iglesia quiere ser, con esa voz de Cristo, abogada de los pobres y desvalidos. Ofrece su doctrina social como animadora de auténticos caminos de liberación. No cesa de denunciar las injusticias, y quiere sobre todo poner en movimiento las fuerzas éticas y religiosas, para que sean fermento de nuevas manifestaciones de dignidad, de solidaridad, de libertad, de paz y de justicia. Ella ayuda en lo que puede a resolver los problemas concretos, pero sabe que sus solas posibilidades son insuficientes.

Por ello quiere lanzar desde aquí, a través de mi voz, una urgente llamada a las autoridades y a todas las personas que disponen de recursos abundantes o pueden contribuir a mejorar las condiciones de vida de los desheredados. El «dadles de comer» ha de resonar en sus oídos y conciencias. Dadles de comer, haced todo lo posible por dar dignidad, educación, trabajo, casa, asistencia sanitaria a estas poblaciones que no la tienen. Redoblad los esfuerzos en favor de un orden más justo que corrija los desequilibrios y des proporciones en la distribución de los bienes. Para que así, cada persona y familia pueda tener con dignidad el pan cotidiano para el cuerpo y el pan para el espíritu.

Por parte vuestra, pobladores de esta «Villa El Salvador», sed los primeros en empeñares en vuestra elevación. Dios ama a los pobres que son los preferidos en su reino. Y la dignidad de un pobre abierto a Dios y a los demás, es muy superior a la de un rico que cierra su corazón. Pero Dios no quiere que permanezcáis en una forma de pobreza que humilla y degrada; quiere que os esforcéis por mejorares en todos los sentidos. Como dije en Brasil: «No es permitido a nadie reducirse arbitrariamente a la miseria a sí mismo y a sus familias; es necesario hacer todo lo que es lícito para asegurarse a sí mismo y a los suyos cuanto hace falta para la vida y para la manutención» (IJPII Allocutio in loco vulgo «Favela Vidigal» habita, 4, die 2 iul. 1980).

6. Mis queridos hermanos y hermanas: Antes de despedirme de vosotros quiero de nuevo expresares mí profundo afecto. Os aseguro que me siento muy cercano a vosotros y rezaré por todos; de mοdο especial por los más débiles, los huérfanos, los enfermos, los que no tienen familia que los asista, los ancianos, los niños, los jóvenes que no encuentran trabajo, los injustamente tratados, los encarcelados que quieren cambiar de vida y reinserirse útilmente en la sociedad, los que son víctimas de los egoísmos humanos. Os pido que recéis también vosotros por el Papa.

A la Virgen Santísima, Madre vuestra, mía y de toda la Iglesia, os encomiendo. Y le suplico que inspire sentimientos de generosa apertura en cuantos poseen recursos y humanidad; para que la serenidad, la justicia y la paz reinen en todos los pueblos jóvenes y en la entera nación peruana. Con estos deseos bendigo de corazón a vosotros, a vuestras esposas, hijos y familiares."

Discurso de Papa San Juan Pablo II en la Ceremonia de Despedida
Martes 5 de febrero de 1985 - in Italian & Spanish  

!Señor Presidente, Hermanos en el episcopado, peruanos todos:
Han ido pasando con rapidez estas jornadas - casi cuatro - que he transcurrido con vosotros. Los sucesivos encuentros con el pueblo fiel peruano, me han llevado de la costa a algunas de vuestras imponentes alturas andinas.

Llega ahora el momento de despedirme del Perú, aunque he de visitar todavía vuestra selva de grandes ríos, para encontrar en Iquitos a las poblaciones nativas.

Y en esta circunstancia, al sentimiento de admiración por vuestra cultura y valores; por el acervo histórico que arranca del Imperio Inca; por la majestuosidad del Machu Picchu y tantos otros lugares, se unen el gozo por vuestro espíritu cristiano y la gratitud por vuestra hospitalaria acogida.

Los encuentros con cada grupo eclesial del Perú, el contacto con las diversas categorías del pueblo fiel de las arquidiócesis, - de Lima, Arequipa, Cuzco, Ayacucho, Piura Trujillo y de la diócesis del Callao - me han hecho ver una religiosidad que se expresa en el joven y el adulto, en el enfermo y el trabajador, en los pescadores y campesinos, en los habitantes de los pueblos jóvenes o de las ciudades.

Mí viaje concluye ahora. Me llevo conmigo una impresión muy positiva del Perú. Y me alegra sobre todo haber descubierto en vοsotros una voluntad decidida de afrontar los problemas que encontráis. Os aliento a continuar en ese camino, aprovechando todos los recursos con los que cuenta el Perú y el alma peruana. Quiera Dios que mí visita marque un atisbo de primavera y que comience aquí la germinación de nuevos frutos de fe y de vivencia en el obrar de cada día. Estos eran los objetivos de mí venida, que van mucho más allá de la estadía en el País.

He de agradeceros a todos, de manera particular y prioritaria al Señor Presidente de la República, a sus Colaboradores a los distintos niveles, al Señor Cardenal, al Episcopado, a tantos otros servidores de la Iglesia y de la sociedad a todos los encargados del servicio del orden, el empeño puesto —con tanto entusiasmo y competencia— en la preparación y desarrollo de esta visita del Papa. A todos cuantos han colaborado, aunque su labor no haya sido notada y precisamente por ello, llegue mí gratitud más sincera, que se hace también oración por ellos, por sus intenciones y familias.

En muchos lugares de la serranía y de la costa, en las cimas de los montes, en la encrucijadas y cercanías de los pueblos peruanos, se yergue con frecuencia la cruz, acompañada a veces de los símbolos de la Pasión de Cristo. Es una devoción muy radicada en la piedad popular. El Señor de los Milagros en Lima, de los Temblores en Cuzco, de Luren en Ica, de Burgos en Chachapoyas y Huanúco, de la Agonía y de Huamatanga en las zonas del Norte, son buena prueba de ello.

Yo querría invitares, antes de dejar vuestro suelo, a hacer de esa cruz de la Pasión el símbolo de vuestra fidelidad a Cristo y al hombre por El. Frente a quienes os invitan a abandonar vuestra fe ola Iglesia en que os hicisteis cristianos; frente a quienes os invitan al materialismo teórico c práctico; frente a quien os muestra caminos de violencia; frente a quien practica la injusticia o no respeta el derecho de los otros.

Para favorecer estos objetivos ha venido el Papa al Perú. Desde aquí o desde lejos, él espera vuestra respuesta. Y entre tanto, con brazos de amigo os bendice cordialmente a vosotros y a todos los peruanos.

¡Muchas gracias!

 

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