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Saint John Paul II's Apostolic Journey to Chile

1st - 6th April 1987

Pope Saint John Paul II was a pilgrim to Chile in 1987, on his 33rd apostolic voyage, during which he also went to Uruguay and Argentina. As well as beatifying Sr Teresa de los Andes, he visited Santiago, Concepción, Temuco & Antofagasta.

Discurso del Papa San Juan Pablo II en la Ceremonia de Bienvenida
Aeropuerto «Comodoro Arturo Moreno Benítez» de Santiago de Chile, Miércoles 1 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Excelentísimo Señor Presidente de la República, Señores miembros de la Junta de Gobierno,
amados hermanos en el Episcopado, autoridades civiles y militares,
hermanos y hermanas todos muy queridos:

1. ¡Alabado sea Jesucristo! Sean éstas las primeras palabras que pronuncian mis labios en esta querida tierra de Chile. Con ellas quiero expresar mi saludo, mi plegaria y el lema de mi ministerio apostólico, ya que, como Pastor universal, mi afán, así como el de toda la Iglesia, no es otro que el de alabar y celebrar a Jesucristo, anunciando su nombre bendito a todos los pueblos, porque no hay otro nombre en el que podamos encontrar la salvación (cf. Hch 9, 12).

Prosiguiendo mi ya largo itinerario evangelizador por las más diversas latitudes del orbe, llego ahora a vuestra amada nación. Con inmensa alegría y profunda gratitud a Dios y a su dulce Madre, la Virgen del Carmen, he besado, lleno de emoción, el suelo de esta noble tierra; he querido abrazar así, con expresiva simpatía y especial afecto, a todos los chilenos sin distinción, hombres y mujeres, familias, ancianos, jóvenes y niños.

Vengo a vosotros como siervo de los siervos de Dios, Obispo de Roma, que empuña el cayado de peregrino, la cruz de Cristo Salvador, y se hace heraldo de evangelización, mensajero de nueva vida en Cristo y de la paz verdadera: “La paz –pues– a todos vosotros los que estáis en Cristo”, os digo con palabras de San Pedro (1P 5, 14).

En este saludo queda compendiado el más profundo deseo que brota de mi corazón de hermano vuestro y Pastor de vuestras almas.

2. Dios me concede hoy la gracia de ver cumplida la aspiración, por mí tan acariciada, de venir a visitaros. Por eso, mi gozo es ahora grande. Os agradezco vuestra cordial bienvenida con la que manifestáis la generosa hospitalidad que es una de las características de este pueblo chileno noble y acogedor. Sé que desde hace tiempo esperabais este encuentro, que deseabais ardientemente recibir al Papa para expresarle vuestro amor y reforzar el vínculo de fidelidad que os une al Sucesor de Pedro.

Al visitar vuestra tierra yo bendigo y alabo al Creador, que la ha dotado con una prodigiosa riqueza de bellezas naturales, concentrando aquí–como dicen vuestras leyendas–todo lo que le restó al finalizar la obra de la creación del mundo: montañas, lagos y mares, climas diversos, vegetación espléndida y áridos desiertos, colores y panoramas fascinantes.

Admiro la maravillosa naturaleza de vuestras tierras, pero admiro sobre todo vuestra fe, que yo deseo confirmar y estimular. Sois un pueblo cristiano y ésta es vuestra mayor riqueza. Recibisteis la luz del Evangelio hace ya casi cinco siglos y ahora el Sucesor de Pedro viene a alentar entre vosotros un nuevo esfuerzo evangelizador.

3. Así, pues, mi peregrinación por vuestras ciudades: Santiago, Valparaíso, Punta Arenas, Puerto Montt, Concepción, Temuco, La Serena y Antofagasta, será un itinerario de evangelización.

Mi mensaje va destinado por igual a todos los hijos de Chile; es un mensaje pascual y. por lo tanto, es un mensaje de vida: de la vida en Cristo, presente en su Iglesia; también en la Iglesia que está en Chile, para promover en el mundo la victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el odio, de la unidad sobre la rivalidad, de la generosidad sobre el egoísmo, de la paz sobre la violencia, de la convivencia sobre la lucha, de la justicia sobre la iniquidad, de la verdad sobre la mentira: en una palabra, la victoria del perdón, de la misericordia y de la reconciliación. Esa vida en Cristo y por El es la que da plenitud a la existencia humana aquí en la tierra, a la vez que es prenda de la vida eterna en los cielos.

4. Con el Evangelio en la mano, quiero sentirme peregrino dentro del corazón de todo hombre y de toda mujer chilenos, en el corazón de este pueblo que vive su concreta experiencia histórica, con los desafiantes problemas del presente. Vengo para compartir vuestra fe, vuestros afanes, alegrías y sufrimientos. Estoy aquí para animar vuestra esperanza y confirmaros en el amor fraterno.

Como heraldo de Cristo, portavoz de su mensaje al servicio del hombre, junto con todos los Pastores de la Iglesia, proclamo la inalienable dignidad de la persona humana creada por Dios a su imagen y semejanza y destinada a la salvación eterna.

Animado pos este espíritu, exclusivamente religioso y pastoral, quiero celebrar con vosotros el misterio pascual de Jesucristo, para insertarlo más profundamente en la vida y en la historia de vuestra patria tan amada.

Meditaremos en común las enseñanzas del Señor, rezaremos unidos, y comunitariamente trataremos de hacer que el mensaje del divino Redentor penetre en nuestras vidas y en las estructuras de la sociedad, para transformarlas según el plan de Dios, convirtiendo los corazones y construyendo un país reconciliado.

5. He aceptado con gozo la amable y reiterada invitación a visitaros que me hicieran tanto el Señor Presidente de la República como vuestros obispos.

Reciba usted, Señor Presidente, mi deferente saludo, así como la expresión de mi gratitud por sus cordiales palabras de bienvenida. Un saludo y un agradecimiento que hago extensivo a las demás personalidades aquí presentes: miembros de la Junta de Gobierno, ministros de Estado, magistrados de la Corte Suprema de Justicia y demás autoridades civiles y militares.

Mis sentimientos de gratitud se expresan en afectuoso abrazo de paz a mis hermanos en el Episcopado, que se hallan aquí presentes para recibirme en nombre de toda la amada Iglesia que está en Chile. Saludo igualmente con afecto a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, catequistas y laicos que, con su trabajo apostólico y testimonio cristiano, edifican el reino de Cristo, en fidelidad a Dios y a la Iglesia.

Saludo finalmente a todos los habitantes del país de cualquier clase o condición; pero de modo especial mi saludo y afecto se dirige a los pobres, a los enfermos, a los marginados, a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu. Sepan que la Iglesia está muy cercana a ellos, que los ama, que los acompaña en sus penas y dificultades, que quiere ayudarles a superar las pruebas y que les anima a confiar en la Providencia divina y en la recompensa prometida al sacrificio.

6. Con este espíritu evangélico de amistad y fraternidad deseo iniciar mi visita.

Y al comenzar mi peregrinación con la paz de Cristo, dirijo confiado mi mirada al santuario nacional de Maipú para pedir a vuestra Patrona, la Virgen Santísima del Carmen, que ilumine y guíe mis pasos por los caminos de Chile. “María es la Memoria de la Iglesia. La Iglesia aprende de Ti, María, que ser Madre quiere decir ser una Memoria viva, quiere decir conservar y meditar en el corazón las vicisitudes de los hombres y de los pueblos: las vicisitudes alegres y dolorosas” (Homilía durante la Misa de la solemnidad de Santa María , Madre de Dios, 1 de enero de 1987).

Que por la poderosa intercesión de Santa María, Madre de Chile, Virgen del Norte y del Sur, Señora del Mar y de la Cordillera, Dios bendiga a Chile.

Amados chilenos todos: ¡Dios bendiga a este pueblo con la paz, suscitando en vuestros corazones la alegría de la fe, del amor y de la esperanza, que de corazón yo deseo compartir estos días con vosotros!

¡Alabado sea Jesucristo!"

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la Celebración de las Vísperas con los Sacerdotes, los Religiosos, los Diáconos y los Seminaristas
Catedral de Santiago de Chile, Miércoles 1 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “Considerad, hermanos, vuestra vocación” (1Co 1, 26).

Con estas palabras invitaba el Apóstol Pablo a los cristianos de Corinto a una reflexión sobre el significado de la propia vocación. Con estas palabras deseo también comenzar hoy, queridos sacerdotes, religiosos, diáconos y seminaristas, invitándoos a meditar sobre el don que cada uno de vosotros ha recibido al ser llamado por Dios, a fin de que reconozcáis una vez más la grandeza de vuestra vocación, y os llenéis de agradecimiento hacia Aquel que ha hecho en vosotros cosas grandes (Lc 1, 49).

“No hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles” (1Co 1, 26). Ved hermanos míos, el punto de partida que el Apóstol quiere resaltar: la insuficiencia de nuestros recursos humanos, el escaso valor de nuestras facultades, para la misión que Cristo ha confiado a los ministros de su Iglesia. Sin embargo, esta misma realidad –la clara conciencia de la indignidad personal– nos sitúa, con actitud evangélica, “más cerca” de la elección divina, y subraya ulteriormente la índole sobrenatural y gratuita de la llamada de que hemos sido objeto. Sí, amadísimos hermanos, Dios nos ha escogido no por nuestros méritos, sino en virtud de su misericordia.

En efecto, “de El os viene lo que sois vosotros en Cristo Jesús, el cual ha sido constituido para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, de modo que, según está escrito: el que se gloríe, gloríese en el Señor” (Ibíd. 1, 30-31), El don sobrenatural que hemos recibido debe llevarnos, por tanto, a gloriarnos total y solamente en Cristo. Quien tiene conciencia de no ser nada, puede descubrir que Cristo lo es todo para él (cf. Jn 20, 28); que en Cristo está la única fuente de su verdadera existencia; y esta glorificación en Cristo constituye precisamente el rasgo característico que revela la verdadera humildad personal, y la consiguiente entrega, sin reservas, de sí mismo a Dios y a los hermanos. Si, por el contrario, nos creyésemos sabios, autosuficientes, superiores, quedaríamos confundidos y nuestro trabajo sería estéril, porque El se sirve de “lo vil y lo despreciable del mundo, lo que no es nada, para destruir lo que es, para que ninguno se gloríe delante de Dios” (1Co 1, 28-29).

2. Amados hermanos: Está todavía reciente el momento en que, con profunda emoción, he besado por primera vez esta bendita tierra chilena. Ahora me encuentro reunido con vosotros en la iglesia catedral de Santiago, para dar gracias a Dios nuestro Señor que ha dirigido mis pasos hacia aquí, y también para pedir junto con vosotros, invocando a la Trinidad Beatísima –por la intercesión de Santa María, Patrona de este templo–, que sean muchos los frutos de renovación y de santidad en todos y en cada uno de los miembros de esta Iglesia de Dios que peregrina en Chile, y de la que vosotros representáis una porción escogida. Pensad que habéis sido llamados por Dios en un momento particularmente importante. La Iglesia, en efecto, se dispone a iniciar el tercer milenio de su peregrinación hacia la casa del Padre de los cielos, hacia la Jerusalén celestial. América Latina se prepara además a conmemorar los 500 años del comienzo de la evangelización de los hombres del Nuevo Mundo. Todo ello dará ocasión para que, con la ayuda del Espíritu, se renueve vuestro compromiso y fidelidad a la misión evangelizadora que la Iglesia comenzó aquí hace ya casi cinco siglos.

3. Demos “gracias al Padre, que os ha hecho idóneos para participar en la herencia de los santos en la luz ” (Col 1, 12). Con este agradecimiento al Padre, y con la actitud humilde y sumisa que nos recordaba San Pablo hace unos instantes, contemplad ahora vuestra idoneidad. Ella es consecuencia de haber sido rescatados por Cristo del poder de las tinieblas y de haber sido trasladados al reino del Hijo de su amor, obteniendo así “la redención, el perdón de los pecados” (cf. Ibíd. 1, 13-14), “ya que en El quiso el Padre que habitase toda la plenitud. Y quiso también por medio de El reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz” (Ibíd. 1, 19-20).

En Cristo todo el mal ha sido ya vencido; la muerte ha sido derrotada en su misma raíz que es el pecado. Cristo ha bajado hasta la profundidad del corazón del hombre con el arma más poderosa: el amor, que es más fuerte que la muerte (Ct 8, 6). De este modo, los cristianos –y más aún los ministros de Dios– no avanzamos en la historia con paso incierto. No podemos hacerlo porque hemos sido rescatados del “poder de las tinieblas” (Col 1, 13); avanzamos por el justo camino “en la herencia de los santos en la luz” (Col 1, 12). Por tanto, cualquier incertidumbre que nos pueda acechar, cualquier tentación de carácter personal o sobre la eficacia de nuestra misión y ministerio, puede ser superada en esa estupenda perspectiva de unión a Cristo, en quien todo lo podemos, porque El es nuestra victoria definitiva. En El se halla el principio y la raíz de nuestra victoria personal; en El hallamos la fuerza necesaria para superar cualquier dificultad, pues el Señor es para nosotros “sabiduría, justicia, santificación y redención” (1Co 1, 30).

4. Queridísimos míos: ¡Cristo vive! Vive hoy y actúa poderosamente en la Iglesia y en el mundo. Y nosotros hemos sido llamados a actuar en su nombre y en su representación: in nomine et in persona Christi (Presbyterorum Ordinis, 2. 13). Anunciamos a los hombres su salvación, celebramos sacramentalmente su propio culto salvífico, enseñamos a cumplir sus mandamientos. Cristo vive hoy, y continúa desplegando incesantemente su obra salvadora en la Iglesia.

Muy elocuentes son, en este sentido, las palabras del Salmista que hace unos momentos hemos pronunciado: “Tú eres sacerdote para siempre” (Sal 110 [109], 5).

¡Oh Cristo! Tú eres el único, eterno y sumo sacerdote. Tú eres el único sacerdote del único sacrificio, del que también eres Víctima (Hb 5.7.8.9.). Tú eres la única fuente del sacerdocio ministerial en la Iglesia.

5. La respuesta que corresponde a este don no puede ser otra que la entrega total: un acto de amor sin reservas. La aceptación voluntaria de la llamada divina al sacerdocio fue, sin duda, un acto de amor que ha hecho de cada uno de nosotros un enamorado. La perseverancia y la fidelidad a la vocación recibida consiste no sólo en impedir que ese amor se debilite o se apague (cf. Ap 2, 4), sino principalmente en avivarlo, en hacer que crezca más cada día.

Cristo inmolado en la cruz nos da la medida de esa entrega, ya que nos habla de amor obediente al Padre para la salvación de todos (cf. Flp 2, 6ss.). El sacerdote, tratando de identificarse totalmente con Cristo, sacerdote eterno, debe manifestar en el altar y en la vida este amor y esta obediencia. Como he dicho en otra ocasión, “un sacerdote vale lo que vale su vida eucarística, sobre todo su Misa. Misa sin amor, sacerdote estéril; Misa fervorosa, sacerdote conquistador de almas. Devoción eucarística descuidada y no amada, sacerdocio desfalleciente y en peligr” (Discurso al clero italiano, n. 3, 16 de febrero de 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 1 (1984) 406).).

Hemos de considerar también que nuestro ministerio va dirigido a rescatar a los hombres del “poder de las tinieblas” y trasladarlos al “reino del Hijo de su amor”, mediante “la redención, el perdón de los pecados” (Col 1, 13-14).

6. Comprendéis que os estoy invitando a realizar una pastoral, que podríamos llamar de la primacía de Cristo en todo. Hemos de llevar a los hombres hacia Cristo, Redentor del hombre. En El está todo, en El habita la plenitud, en El ya ha sido vencido el mal. Por eso, nuestro anuncio, es siempre de esperanza, de paz, de confianza y de serenidad. Con el ministerio de la Palabra de Dios nos dirigimos a la conciencia de cada uno, para que se abra a Cristo, y la iluminamos con la doctrina del Maestro: la misma que estudiamos, meditamos y aplicamos a nuestras propias vidas.

En nuestras manos sacerdotales, amados hermanos, Cristo ha querido depositar el inmenso tesoro de la redención, de la remisión de los pecados. Quiero exhortaros a que no descuidéis esta realidad salvadora. Mostrad siempre un especial aprecio por el sacramento de la reconciliación, en el cual los cristianos reciben la remisión de sus pecados. Habéis de impulsar una acción pastoral que arrastre a los fieles hacia la conversión personal, para lo cual habéis de dedicar al ministerio del perdón todo el tiempo que sea necesario, con generosidad, con la paciencia de auténticos “pescadores de hombres ”.

Por otro lado, si el sacerdote ha de conducir a las almas por este camino de la conversión, él mismo deberá recorrerlo; convirtiéndose a Dios, volviéndose hacia El, cuantas veces sea preciso. Debéis estar permanentemente abiertos a Cristo, fuente de esa redención, de la que sois instrumentos en las manos de Dios.

7. “El que se gloríe, que se gloríe en el Señor” (1Co 1, 31), La Iglesia entera da gloria a Dios. Y una de las manifestaciones más importantes de esa alabanza es ciertamente el testimonio de los religiosos, religiosas y miembros de institutos de vida consagrada. La Iglesia, amados hermanos, necesita de vuestro testimonio y de vuestro servicio. Considerad que para llevar a cabo la misión que Dios os ha confiado, es preciso que vuestra vida sea signo del espíritu fundacional de vuestras respectivas familias religiosas. Rechazad pues cualquier tentación que os pueda llevar a descuidar las exigencias de los consejos evangélicos que habéis profesado. Amad la vida en comunidad; avanzad por el camino suave de la obediencia a vuestros superiores, cooperando de este modo a dar a la vida comunitaria una unidad real y tangible; tened en gran aprecio el signo externo que debe distinguir inconfundiblemente vuestra consagración a Dios.

Meditad frecuentemente la trascendencia eclesial de vuestra consagración, en la perspectiva escatológica del reino. Así, se intensificará vuestra comunión con toda la Iglesia, pondréis de manifiesto el valor absoluto de la entrega a Cristo y seréis portadores de frutos abundantes.

También vosotros, cuantos os habéis consagrado a Dios por la pertenencia a institutos seculares, daréis un edificante testimonio mediante vuestra labor apostólica que quiere llevar a Dios todas las realidades temporales.

8. Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, diáconos permanentes y seminaristas. Junto con todos mis hermanos en el Episcopado, os digo que la Iglesia en Chile pone en vosotros una particular esperanza. Quisiera que en esta confianza vierais también un llamado a la responsabilidad. ¡Es Cristo quien os ha llamado! El Papa y los obispos agradecemos a Dios, juntamente con vosotros, el don de vuestra vocación que El hace a su Iglesia y procuramos ayudaros con el fin de que vuestro sí a Cristo sea pleno.

No descuidéis en ningún momento vuestra preparación espiritual; desarrolladla armónicamente junto con los otros aspectos de vuestra formación. Amad el estudio que es un imprescindible instrumento del ministerio pastoral y haced de él, queridos seminaristas, alimento de la meditación personal; practicad una piedad recia y sólida; sed dóciles y sinceros en la dirección espiritual; invocad a Santa María, Madre del sumo y eterno Sacerdote, para que guíe, como Madre, vuestros pasos hacia el sacerdocio.

9. Quisiera ahora recordar a todos, con palabras de San Lucas, que “un día, estando Jesús orando en cierto lugar, acabada la oración, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). Habían visto a Jesús recogido en oración y sintieron el profundo deseo de imitarlo. El ejemplo del Maestro despertó en los discípulos la necesidad de hablar con el Padre. También yo, desde esta catedral de Santiago, deseo dirigir mi súplica, en nombre de todos: Señor, ¡enséñanos a orar! ¡Muéstranos la eficacia de la oración! ¡También nosotros queremos seguir tu ejemplo!

Sí, amadísimos hermanos, es preciso que sepamos encontrar cada día un espacio de tiempo para recogernos en diálogo personal con Dios. Este diálogo es imprescindible para nuestro ministerio, porque los presbíteros, como dice el Decreto Presbyterorum Ordinis, buscando el modo de “enseñar más adecuadamente a los otros lo que ellos han contemplado, gustarán más profundamente las inescrutables riquezas de Cristo (Ef 3, 8), y la multiforme sabiduría de Dios” (Presbyterorum Ordinis, 13). Efectivamente, ¿cómo le podremos dar a conocer si no lo tratamos? ¿Cómo encenderemos en los fieles un amor ardiente a Dios si nosotros no estamos unidos a El por un trato continuo, vital?

En la Carta que dirigí a todos los sacerdotes, el año pasado, con motivo de la solemnidad del Jueves Santo, les proponía el ejemplo del Santo Cura de Ars, invitándolos a meditar sobre nuestro sacerdocio a la luz de la vida de ese modelo de Pastores. Quiero ahora recordaros lo que escribí en esa ocasión: “La oración fue el alma de su vida. Una oración silenciosa, contemplativa; las más de las veces en su iglesia, al pie del tabernáculo. Por Cristo, su alma se abría a las tres Personas divinas, a las que en el testamento él entregaría “su pobre alma”. El conservó una unión constante con Dios en medio de una vida sumamente ocupada. Y nunca descuidó ni el Oficio Divino, ni el Rosario. De modo espontáneo se dirigía constantemente a la Virgen” (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1986, n. 11, 23 de marzo de1986).

10. Al comienzo os he hablado del don maravilloso que hemos recibido, en el llamado divino. No quiero concluir este encuentro sin añadir unas palabras sobre la responsabilidad en fomentar nuevas vocaciones sacerdotales. Esta debe ser una preocupación prioritaria que debe ser una preocupación prioritaria que debe manifestarse en nuestra oración y en nuestro apostolado. Pido a la Virgen del Carmen –a quien Chile venera como Patrona– que con vuestro celo y vuestro ejemplo sean muchas las almas que se entreguen a Cristo en el sacerdocio y en la vida consagrada. La Iglesia en Chile los necesita para continuar, en esta nueva etapa, la inmensa tarea de evangelización. ¡Santa María, Reina de Chile, Reina de América, intercede ante tu Hijo, y escúchanos!

Con gran afecto por todos y cada uno de vosotros os imparto la Bendición Apostólica."

Saludo del Papa Juan Pablo II a la Ciudad de Santiago y a todo Chile
Cerro de San Cristóbal (Santiago de Chile), Miércoles 1 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"“Mi alma proclama la grandeza del Señor” (Lc 1, 46).

1. Desde este hermoso Cerro San Cristóbal, quiero dirigir mi palabra de saludo a Santiago y a todo Chile con las palabras de María en el canto del Magníficat.

Sí, mi alma proclama la grandeza del Señor al contemplar el espectáculo de la ciudad que se extiende a los pies de la cordillera. Mi plegaria y mi afecto se dirigen a todos vosotros que os unís a esta celebración vespertina con vuestra presencia, a través de la radio o la televisión. Quiero que el saludo cariñoso del Papa llegue a todos los rincones de este noble país: desde el desierto de Atacama hasta la Tierra del Fuego, recorriendo los Andes, columna vertebral de América; haciéndose eco en los volcanes reflejándose en los lagos y resonando en los bosques; visitando como amigo el corazón de cada chileno para darle esperanza, alegría, voluntad de superar dificultades y continuar construyendo la sociedad nueva de la gran familia chilena.

Agradezco vivamente las afectuosas palabras de bienvenida que monseñor Bernardino Piñera, Presidente de la Conferencia Episcopal, me ha dirigido en nombre de los obispos y de toda la Iglesia de Chile.

En este Cerro coronado por la imagen de María Inmaculada y en el contexto de su canto del Magníficat, no puedo menos de sentir cómo el Todopoderoso sigue haciendo obras grandes y maravillosas en todos vosotros que, como piedras vivas (1P 2, 5), constituís la realidad de esta Iglesia.

2. Elevo mi canto de alabanza al Señor por los sacerdotes, que con su entrega generosa reúnen la familia de Dios en comunidad de hermanos y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu (Lumen gentium, 28). Alabo al Señor por los diáconos en cuyo ministerio tan apreciable se reflejan en modo especial, las palabras de Jesús que afirma que El vino a servir y no a ser servido (Mt 20, 28), porque su labor es un auxilio eficaz para la acción pastoral de los obispos y presbíteros. Alabo al Señor por los religiosos y religiosas, que mediante su consagración y su servicio al prójimo son signo y anticipo de las promesas del reino de los cielos.

Doy gracias a Dios por los jóvenes y las jóvenes que han escuchado el llamado de Jesús y se preparan en los seminarios y en las casas de formación para el ministerio sacerdotal y la vida religiosa. Por tantos laicos comprometidos como catequistas, animadores de comunidades eclesiales de base y en tantas otras formas de apostolado.

El encuentro con vosotros en esta tarde otoñal, hace latir mi corazón como el de Isabel al recibir el saludo de María. Y también como Isabel, quiero yo proclamaros bienaventurados por haber creído, por haber acogido en vuestros corazones la Palabra de Vida y por manifestar esa fe en vuestro compromiso de servicio a la comunidad de los hermanos, por amor de Dios.

Doy gracias a Dios, en fin, por toda esta Iglesia que, tratando de seguir las huellas de su Maestro, profesa un amor de preferencia por los pobres. Hoy también, como en sus comienzos, la Iglesia quiere imitar a su Fundador, que ofreció como prueba de su mesianidad el que la Buena Noticia era anunciada a los pobres (Mt 11, 5). De esta manera se hacen realidad las palabras de María, que en su cántico nos recuerda cómo en los planes de Dios los últimos serán los primeros, los humildes ensalzados y los pobres colmados de los bienes del reino.

3. Por eso hoy, desde este lugar que a los pies de María ha sido durante más de medio siglo un faro de esperanza, saludo y bendigo a todos los habitantes del país, desde Arica al Cabo de Hornos y hasta la isla de Pascua; pero de una manera especialmente entrañable a los que más sufren en su cuerpo y en su espíritu: a los hombres, mujeres y niños de las poblaciones marginales; a las comunidades indígenas; a los trabajadores y a sus dirigentes; a quienes han sufrido los estragos de la violencia; a los jóvenes, a los enfermos, a los ancianos. Tienen también acogida en mi corazón de Pastor todos los chilenos, que desde tantas partes del mundo miran con nostalgia a la patria lejana. Como Sacerdote y Pastor pienso con amor en todos aquellos que, cediendo a las fuerzas del mal, han ofendido a Dios y a sus hermanos: en nombre del Señor Jesús los llamo a la conversión para que tengan paz.

Al iniciar mi peregrinación entre vosotros, como signo de mi presencia en vuestra tierra y de mi deseo de compartir el mensaje de la paz y de la vida con todos, imparto mi bendición hacia los cuatro puntos cardinales de esta querida tierra chilena. Quiero tras pasar los límites de la ciudad para visitar con la bendición de Dios la dureza del desierto minero, la fertilidad de las tierras de las que con sudor sacáis el sustento diario; las nieves eternas de la Cordillera y las profundidades marinas donde florece la vida en el silencio de las aguas. Para todo Chile será mi bendición, para cada chileno mi palabra y para los más pequeños y necesitados lo mejor de mi afecto."

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la Celebración de la Palabra con los Habitantes de las "Poblaciones" de Santiago
Santiago de Chile, Jueves 2 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo Jesús:
1. Al verme hoy en medio de vosotros, queridos pobladores de la periferia y de los barrios más pobres de Santiago, no puedo ocultaros que un inmenso gozo invade mi corazón, al meditar en estas palabras del Evangelio: “Nadie conoce al Hijo más que el Padre”; el Padre “lo ha revelado a la gente sencilla”; el Padre ha querido revelaros a vosotros a su Hijo “porque así le ha parecido mejor” (Mt 11, 25).

Al igual que los Apóstoles Pedro y Juan cuando subían al templo para orar, así también yo tengo que deciros que no traigo “oro ni plata” (Hch 3, 6), pero vengo en nombre de Jesucristo a anunciaros el amor de predilección del Padre, que ha querido revelar la esperanza del reino a los pobres, a los sencillos de corazón, a los sencillos de corazón, a los que abren sus puertas al Señor y no desdeñan su mano misericordiosa.

Conozco vuestros sufrimientos, y vuestro clamor de esperanza ha llegado a mis oídos. Por eso, como mensajero del Evangelio os animo a buscar en Jesucristo la anhelada paz. Jesús mismo nos invita a aprender de El la mansedumbre y la humildad de corazón, y a depositar en El nuestra esperanza. Esa esperanza tan característica de este maravilloso pueblo y de toda América Latina, que os permite mantener la alegría, la paz interior, y celebrar los acontecimientos de la vida aun en medio de tantas y graves dificultades. Pero también aquí, como en otros muchos lugares, he podido ver con dolor la pobreza de muchos en contraste con la opulencia de algunos.

2. He venido hasta esta población vuestra para proclamar nuestra común fe en el Hijo de Dios y en sus enseñanzas. Me encuentro aquí para anunciar, una vez más, las bienaventuranzas del Señor: “Bienaventurados los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). Bienaventurados vosotros si tenéis un corazón sin apegos terrenos, porque de esa manera el Padre os revelará sus misterios y os ayudará a cargar con el yugo de Jesús, a llevarlo como El hasta encontrar vuestro descanso.

En Cristo encuentra el hombre lo que no podrían procurarle todos los bienes de este mundo. Como el Buen Pastor nos dice: “Venid a mí... yo os aliviaré... encontraréis descanso” (Ibíd. 11, 28-29), y nos invita a llevar su yugo, esto es, la ley del amor; una ley que libera y que es descanso para el alma. Cualquier carga es ligera cuando estamos unidos a Cristo, cuando es El quien nos da energía y respiro para seguir caminando. Por el contrario, ¡qué pesado resulta el fardo cuando se lleva sin Cristo! Tal es el fardo del egoísmo, del odio, de la violencia, de la dureza de corazón, que no pocas veces se suman para hacer ingrata y hasta imposible la convivencia humana. Estamos ante el reverso de la ley del amor cuando no se ve en el prójimo a un hico de Dios y hermano en Cristo, sino que se le considera solamente como un instrumento, únicamente útil para satisfacer las propias apetencias. Este individualismo egoísta, que es un desorden fruto del pecado, impide la creación de lazos de humanidad y fraternidad que hagan sentirse al hombre miembro de una comunidad, parte solidaria de un pueblo unido.

3. En esta Zona Sur he querido estar presente, aunque sea por tan breve tiempo, para mostraros visiblemente mi solicitud por cuanto estáis haciendo para formar comunidades de vida y de trabajo en las que solidariamente os esforzáis con empeño en vivir vuestra fe, vuestra esperanza y vuestra caridad cristianas.

Toda la historia de la Revelación es un testimonio del papel que juega la comunidad en la obra de salvación. Dios mismo, por medio de Jesucristo, se ha revelado como una auténtica comunidad: la Trinidad Santa, una maravillosa comunión que es el fundamento v el modelo para toda relación basada en el amor. La Iglesia universal y esta Iglesia en Chile son manifestación de ese espíritu de comunidad, que congrega a los hombres para hacerlos partícipes de la vida divina.

Y precisamente expresión de esa vida son también varias formas de comunidad, que dan consistencia a vuestras poblaciones. Ante todo, la familia, que el Concilio Vaticano II definió como la “escuela del más rico humanismo” (Gaudium et spes, 52). Ella es la célula fundamental de toda sociedad, primera e insustituible catequista de los hijos. Las verdades, los valores, los comportamientos, los modos de pensar, de relacionarse con las otras personas y con el mundo, se aprenden en el hogar y es ésta una misión y un derecho que hay que ejercer amorosamente, y que hay que defender ante los peligros de un mundo materialista que propone el acumular cosas como el sumo bien del hombre y de la sociedad. “El hombre vale más por lo que es, que por lo que tiene” (Ibíd. 35).

Quienes han respirado en el seno de sus propias familias una atmósfera de auténtica comunidad, se sentirán más inclinados a comprometerse con sus hermanos en la tarea de construir una sociedad renovada, más humana y acogedora. Ello supone dar vida a formas de asociación que contribuyan, cada una a su manera, a la consecución del bien común, y que ayuden a satisfacer mejor “muchos derechos de la persona humana, sobre todo los llamados económico-sociales, los cuales miran fundamentalmente a las exigencias de la vida humana” (Mater et Magistra, 61).

4. Obviamente, se ha de tender a que se vivan en cada familia las virtudes sociales que fomentan el desarrollo pleno de cada uno de sus miembros: el diálogo, la comunicación, la corresponsabilidad y la participación, la capacidad de sacrificio, la fidelidad. Todas ellas deben ser expresión y fruto del amor. Tomad como modelo la Sagrada Familia de Nazaret; en ella habrá de inspirarse todo programa de renovación cristiana y social en la familia y desde la familia.

Son también manifestaciones de la vida y del sentido comunitario aquellas formas de organización popular que buscan mejorar el nivel de vida de los pobladores de los barrios: las asociaciones vecinales, los talleres laborales, los grupos de vivienda, los grupos de salud, de apoyo escolar, las ollas familiares, los comedores infantiles, los clubes juveniles y deportivos, los grupos de folklore y. en fin, tantas manifestaciones de aquella solidaridad que debe caracterizar “el noble empeño por la justicia”.

Estas iniciativas podrán ser, a su vez, semilla de nuevas formas de organización social, que abran el camino a una auténtica y efectiva participación de todos los ciudadanos en las decisiones que afectan a su vida y a su destino. De esta manera los grupos van transformándose poco a poco en auténticas comunidades solidarias y participativas. Si bien, es igualmente necesario que esos grupos no pretendan monopolizar toda la acción ni ahogar la iniciativa y justa autonomía y libertad de los individuos.

5. La Iglesia os acompaña en vuestros esfuerzos y legítimas aspiraciones, consciente de que –como ya señaló mi venerado predecesor el Papa Pablo VI– entre evangelización y promoción humana existen efectivamente lazos muy fuertes (Evangelii Nuntiandi, 31). Es ésta una parte importante de la labor apostólica que tantos agentes de pastoral desarrollan entre los más necesitados. A vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos, catequistas, laicos comprometidos, quiero dirigir mi palabra de aliento para que continuéis ilusionados en vuestras tareas de construir el reino de Dios, mediante la Palabra anunciada en su integridad, mediante los sacramentos celebrados en la fe, con el testimonio de vuestras propias vidas, tomando como modelo a Cristo, pobre y humilde de corazón, “el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que es enriquecierais con su pobreza” (2Co 8, 9).

En perfecta sintonía con el Magisterio auténtico de la Iglesia y en intima comunión con los Pastores, sed fieles a vuestra vocación y a la misión que habéis recibido, y no permitáis que intereses de índole ideológica o política, extraños al Evangelio, enturbien la pureza de vuestra labor de asistencia y santificación. Tenéis entre vosotros eximios ejemplos de apóstoles que, a pesar de las dificultades e incluso incomprensiones, supieron desempeñar su ministerio pastoral a costa de los mayores sacrificios.

6. La Iglesia, queridos hermanos y hermanas, ha recibido del mismo Jesucristo la misión de hacer realidad su mandamiento central: “Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15, 17). La Iglesia tiene, por tanto, la misión de abrazar a todos los hombres en su amor y de abrir a todos el camino de salvación, sin excluir a nadie. Ella proporciona a todos las riquezas espirituales de que es depositaria; a todos alimenta con el Cuerpo del Señor, les administra los sacramentos y les comunica la vida divina. Gracias a esta preocupación suya de engendrar la vida y conservarla, los fieles sienten el impulso interior de llamarla “Madre”. La Iglesia es madre de todos; ella extiende su amor a todos los hombres, sin distinción, y con todos usa de su misericordia. Pero es justo que, como una madre, tenga ella especial solicitud por aquellos hijos suyos que sufren, por los enfermos, por los necesitados, por los indigentes, por los pecadores. La Iglesia tiene que hacer realidad la acción de Dios mismo, que “levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre” (Sal 113 [112], 7-8).

Por tanto, os digo: Contad siempre con esta solicitud maternal de la Iglesia que se conmueve ante vuestras necesidades, por vuestra pobreza, por la falta de trabajo, por las insuficiencias en educación, salud, vivienda, por el desinterés de quienes, pudiendo ayudaros, no lo hacen; ella se solidariza con vosotros cuando os ve padecer hambre, frío, abandono. ¿Qué madre no se conmueve al ver sufrir a sus hijos, sobre todo, cuando la causa es la injusticia? ¿Quién podría criticar esta actitud? ¿Quién podría interpretarla mal?

7. He sabido que entre vosotros, así como en diversos lugares y diócesis del país surgen Comunidades eclesiales de base, las cuales “deben ser destinatarias especiales de la evangelización y al mismo tiempo evangelizadoras” (Evangelii Nuntiandi, 58). Tales comunidades, para que correspondan a su verdadera identidad, deben ser un lugar de encuentro y fraternidad, y deben nacer del deseo de vivir intensamente la vida misma de la Iglesia en un contexto de relación más humana, más de familia. En su seno debe acogerse la Palabra de Dios tal como la transmite la Iglesia y también en su seno corresponde celebrar, en una perspectiva de fe, los acontecimientos que jalonan la peregrinación hacia la casa del Padre.

Estas Comunidades han nacido, con frecuencia, como fruto de una Misión, de un grupo de catequesis familiar, de la celebración del Mes de María –bella y fecunda tradición de la religiosidad popular chilena–, de círculos bíblicos, de la búsqueda de solución a los problemas de la vida diaria en las poblaciones, y de tantas otras manifestaciones de la auténtica vitalidad propia de la Iglesia.

Como compromiso eclesial concreto, exhorto a todos a una mayor profundización de la vida cristiana, a un conocimiento más hondo de la fe católica, a una vida personal y familiar más coherente con la fe que se profesa, a la participación frecuente y activa en la vida litúrgica de la Iglesia, a un estilo de vida más marcado por la fraternidad y el sentido de comunidad.

Para que el surgimiento de las Comunidades eclesiales de base sea una fuerza revitalizadora del auténtico dinamismo de la Iglesia en Chile, es necesario que mantenga siempre una clara identidad eclesial. Esto supone, ante todo, estar en íntima unión con el obispo diocesano y sus colaboradores: supone desarrollar y hacer propias las enseñanzas del Magisterio auténtico de la Iglesia, del Papa y de los obispos; y supone evitar cuidadosamente toda tentación de encerrarse en sí mismas, lo que las llevaría fatalmente a renunciar a algo tan esencial como es la proyección universalista y misionera que debe caracterizar a cualquier iniciativa que se precie de ser católica. Esta identidad eclesial requiere, finalmente, que las Comunidades eclesiales de base eviten la tentación de identificarse con partidos o posiciones políticas que pueden ser muy respetables, pero que no pueden pretender ser la única expresión válida de la proyección evangélica sobre la vida y opciones políticas del país.

Por el contrario, es prenda fehaciente de que dichas Comunidades son auténticamente eclesiales, cuando la Palabra de Dios es la que congrega a los fieles y les impulsa a reflexionar sobre ella para proyectarla; cuando la maduración de la fe se hace partir de una catequesis seria y vivencial; cuando la Eucaristía es el centro de la vida y la comunión de sus miembros; cuando las relaciones interpersonales se dan en la fe, la esperanza y el amor; cuando la comunión con los Pastores es inquebrantable; cuando el compromiso por la justicia está presente en la realidad de sus ambientes; cuando sus miembros son sensibles a la acción del Espíritu que suscita permanentemente carismas y servicios en el interior de la Comunidad y para la Iglesia universal (Evangelii Nuntiandi, 58; Puebla, 640-642).

8. A la vista de tantas manifestaciones de vitalidad de vuestras comunidades, deseo exhortaros igualmente a reforzar los lazos de vuestra solidaridad; una solidaridad que tenga su fundamento último en los principios de vuestra fe cristiana. Vienen a mi mente las palabras de los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla de los Ángeles: “ Es conmovedor sentir en el alma del pueblo la riqueza espiritual desbordante de fe, esperanza y amor. En este sentido, América Latina es un ejemplo para los demás continentes y mañana podrá extender su sublime vocación misionera, más allá de sus fronteras ” (Nuntius Episcoporum Americae Latinae in urbe «Puebla», 3). Estoy seguro de que será imposible que en vuestros corazones se apague la esperanza. En efecto, la visión optimista de la vida que os hace, aun en medio de la pobreza, capaces de celebrar, de reír, de gozar en las alegrías sencillas de cada día, no proviene de la irresponsabilidad o de la ignorancia. ¡No! Ella tiene una sola explicación: vuestra profunda fe cristiana. Nace de vuestro amor a Cristo y del acatamiento de sus enseñanzas. Es la alegría que Cristo ha comunicado a sus discípulos cuando declaraba: “ Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea pleno ” (Jn 15, 11).

9. Hace pocos días se cumplieron veinte años de la publicación de la Encíclica del Papa Pablo VI sobre el desarrollo de los pueblos, la Populorum Progressio. No sin dolor tenemos que reconocer que aquella voz profética sigue resonando en el mundo sin que haya encontrado una respuesta adecuada. Por eso, hoy, aquí, en este continente de la esperanza, en medio de vosotros, pobladores de Santiago, quiero repetir a todos los hombres y mujeres de buena voluntad de América Latina y del mundo, las palabras de Pablo VI, con el mismo espíritu con que fueran por él propuestas: “Que los individuos, los grupos sociales y las naciones se den fraternalmente la mano; el fuerte ayudando al débil a levantarse, poniendo en ello toda su competencia, su entusiasmo y su amor desinteresado. Más que nadie, el que está animado de una verdadera caridad es ingenioso para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios de combatirla, para vencerla con intrepidez” (Populorum Progressio, 75.

La Iglesia, consciente de que todos formamos una familia, la gran familia de los hijos de Dios, repite su llamada para que cada uno desde su posición social, desde su ambiente, utilizando los medios a su alcance, grandes o pequeños, se empeñe en desterrar de vuestra tierra todas las causas de la pobreza injusta. Colaborad en la construcción de un mundo más justo y fraterno que tenga sus fundamentos “en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y. finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad” (Pacem in Terris, 167).

10. Al concluir este discurso, que me ha permitido compartir con vosotros el gozo de sentir que Dios manifiesta sus misterios a los sencillos de corazón, y en el que hemos meditado también sobre la solicitud materna de la Iglesia hacia todos sus hijos, es justo destacar que, de entre sus miembros, nadie inspira ese amor con mayor intensidad que la Madre de Dios, la Santísima Virgen María. Vosotros esto lo sabéis, pues el amor a la Virgen forma parte de vuestra alma y nadie podrá arrebataros este patrimonio. ¡Que la Virgen del Carmen, Reina de Chile, os haga sentir ahora y siempre su amor maternal! ¡Que Ella vuelva hacia vosotros sus ojos misericordiosos y os dé a Jesús!

A todos bendigo de corazón y en modo particular a los niños, a los ancianos, a los enfermos, a los que sufren."

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a los Obispos de Chile
Seminary of Santiago, Jueves 2 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. Es para mí motivo de alegría reunirme con vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, que sois los continuadores de la misión apostólica en esta bendita tierra chilena. Veo representada en vosotros a toda la Iglesia que peregrina en esta nación, ya que, como afirmaba San Ignacio de Antioquía, “ dondequiera que esté el obispo, allí está la multitud, al modo que dondequiera que estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia universal  (S. Igancio de Antioquía, Epist. ad Smyr., 8)”.

En vuestra presencia quiero dar gracias de corazón a Jesucristo, el Buen Pastor (Jn. 10, 11), por vuestros continuos desvelos en favor de las comunidades a las que servís con caridad apostólica. Confío y pido a Dios que este encuentro nos haga rebosar de celo pastoral y de esperanza en el Señor Jesús, a quien ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra (Mt. 28, 18).

2. La proximidad del V centenario del comienzo de la evangelización en América Latina debe constituir en todo el continente un tiempo de renovación en la fidelidad al Evangelio, que, a pesar de las debilidades y limitaciones de los hombres, ha dado ya tantísimos frutos a lo largo de la historia de la Iglesia en vuestra patria.

Es un tiempo en el que urge clamar al Señor, para que nos manifieste su voluntad sobre nuestra tarea de ministros suyos y dispensadores de sus misterios (1Co 4, 1). Es preciso, por ello, prestar especial atención a la voz del Espíritu Santo, para discernir lo que dice a la Iglesia –como leemos en el libro del Apocalipsis– (Ap 2, 11). En este sentido, nos será de utilidad reflexionar juntos sobre algunas de las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II, que nos ofrece una doctrina tan rica sobre el ministerio episcopal. La fidelidad al Concilio, tal como he querido recordarlo desde el inicio de mi pontificado (Nuntius «Urbi et Orbi», die 17 oct. 1978: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I [1978] 4ss.), es base indispensable de esa nueva vitalidad cristiana que hoy necesita la Iglesia para cumplir su misión en el mundo contemporáneo.

3. Justamente al principio de la Constitución dogmática Lumen gentium, se indica que “la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, 1) Por tanto, hemos de concluir que el misterio de la Iglesia es, primordialmente, un misterio de unión del hombre con Dios.

Dentro de la misión de la Iglesia, el ministerio de los obispos ocupa un lugar de relieve. Sobre nosotros recae, en efecto, una grave responsabilidad: servir con todo nuestro ser a la comunión de los hombres con Dios, y de los hombres entre sí.

De nuevo el Concilio Vaticano II nos señala el servicio a la unidad como una dimensión fundamental de nuestra misión pastoral: “El Romano Pontífice, como Sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de la multitud de los fieles. Y cada obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su Iglesia particular” (Lumen gentium, 8) . De esta manera, nuestro ministerio responde a la más profunda necesidad del ser humano: abrirse a la comunidad de vida y de verdad instaurada por Cristo.

Ante las múltiples y. en ocasiones, profundas divisiones existentes entre los hombres –que amenazan incluso a la misma Iglesia– hemos de prestar ese primer servicio pastoral a la unidad, con perseverancia y audacia. Sé que vuestro corazón de Pastores, sufre ante todo aquello que es obstáculo a la concordia entre los chilenos. Ese sufrimiento ha de ser acicate para vuestro celo –a la vez ardoroso y paciente–, que os impulsará a ser portadores de Dios a vuestras comunidades y portadores de vuestras comunidades a Dios.

Pido al Señor que avivemos sin cesar la conciencia de esta vocación de servicio a Dios y a los hombres. Estemos seguros de que esta tarea de mediación salvífica no nos aleja ni mucho menos de ninguna realidad humana, sino que afina nuestra sensibilidad de cara a los problemas de cualquier orden, que afecten a cada persona y a la sociedad, con lo cual nos ayuda a tratar de resolverlos sin apartar nuestra mirada de las exigencias del designio divino.

En las últimas orientaciones pastorales publicadas por vuestra Conferencia Episcopal, he visto que habéis elegido, como actitud fundamental para estos años, la opción radical y profunda por el Señor como Dios de la Vida. De esta manera, habéis querido poner de relieve que la Iglesia, por ser cuerpo de Cristo, es ineludiblemente servidora de la vida, de esa vida eterna que Dios nos dio en su Unigénito, de modo tal que “quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no tiene al Hijo, no tiene la vida en Dios”, como leemos en la primera carta de San Juan (1Jn 5, 12). Vuestro servicio en favor de la unidad es servicio a la vida, ante todo a la vida espiritual de los hombres en Cristo y. desde ella, a todas las nobles manifestaciones de la vida humana.

4. Quisiera ahora considerar con vosotros la triple dimensión de vuestro servicio a la unidad y a la vida, en correspondencia con nuestro triple oficio de enseñar, santificar y gobernar.

Afirma la Constitución dogmática sobre la Iglesia: “Entre los oficios principales de los obispos se destaca la predicación del Evangelio” (Lumen gentium, 25). En el anuncio del Evangelio y en la ordenación de todo el ministerio de la palabra en la diócesis, es preciso recordar siempre que el objeto de este ministerio es la persona y el mensaje de Cristo. El es la única Verdad, en la que se funda la comunión de nuestra fe. Sólo en El encontramos “palabras de vida eterna” (Jn 6, 69).

A través de los obispos, el Señor Jesús quiere hacer llegar su llamado al reino de Dios a los hombres de todos los tiempos y lugares, en cualquier situación en que se encuentren. De la autenticidad de ese mensaje, de la fidelidad al genuino depósito de la fe, conservado e interpretado por la Iglesia, depende la eficacia convocante del ministerio de la palabra. Que llegue, por tanto, a los hombres la voz y la luz del mismo Cristo, sin reduccionismos ni desfiguraciones de la Verdad revelada, lo cual impediría el diálogo de Cristo con los hombres y obstaculizaría la unión vital de sus mentes y corazones con el Señor y su Buena Nueva.

En ese sentido, os aliento a proseguir en vuestra línea pastoral orientada a formar integralmente personas cuya opción básica no puede ser sino Jesucristo y el Evangelio. El verdadero “sentir con la Iglesia” nos inclina siempre a recordar la prioridad de la unión personal de cada uno de los hombres con Nuestro Señor. Salidle al paso – dondequiera que se haga presente – a esa forma alarmante de pobreza espiritual que tantas veces vosotros detectáis: la ignorancia religiosa. Que todos los fieles puedan tener acceso a una catequesis completa, atrayente y adecuada a las circunstancias personales, familiares y sociales de cada persona. Trabajad incansablemente para que el mensaje cristiano ilumine los ambientes culturales e intelectuales de vuestra nación, de modo que en ellos se fragüen las ideas y proyectos que den como fruto una renovada cristianización de Chile.

Dentro de esa gran tarea de la formación cristiana, la sólida formación de los sacerdotes y futuros sacerdotes es primordial y condición indispensable. Durante estos últimos años ha ido aumentando el número de jóvenes que han oído la voz del Señor y se preparan a dar como respuesta un sí definitivo en el camino del sacerdocio. La gratitud al Señor por ese gran don que hace a su Iglesia, os debe impulsar a poner todos los medios necesarios y convenientes para una cuidadosa preparación de los seminaristas de hoy y de los que en un futuro se sentirán llamados. Esa preparación integral ha de mirar a proporcionarles una honda formación intelectual, a encender en ellos la solicitud pastoral y fomentar en su alma una profunda vida de unión con Dios. Continuad, pues, en vuestro empeño por buscar y preparar a quienes serán formadores en vuestros seminarios, de manera que sean eficaces colaboradores vuestros en el cumplimiento de este grave deber.

5. La Iglesia en Chile se ha caracterizado por una gran sensibilidad para percibir que la Verdad de Cristo ilumina realmente todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad. No os canséis nunca de dar a conocer la doctrina social de la Iglesia en toda su amplitud, de modo que sirva de ayuda a la hora de enfocar los problemas con criterios auténticamente cristianos.

La Iglesia cuenta en su mismo patrimonio de fe y de vida con luz y fuerza más que suficiente para esa transformación de todas las cosas en Cristo. Cualquier recurso a planteamientos ideológicos ajenos al Evangelio o de corte materialista en cuanto método de lectura de la realidad, o también como programa de acción social, se cierra radicalmente a la verdad cristiana –pues se agota en la perspectiva intramundana– y se opone frontalmente al misterio de unidad en Cristo: un cristiano no puede aceptar la lucha programada de clases como solución dialéctica de los conflictos. No debe ser confundida la noble lucha por la justicia, que es expresión de respeto y de amor al hombre, con el programa “que ve en la lucha de clases la única vía para la eliminación de las injusticias de clase, existentes en la sociedad y en las clases mismas” (Laborem Exercens, 11).

Contribuid, con todas vuestras fuerzas, a rechazar y evitar la violencia y el odio en Chile. No dudéis en defender siempre frente a todos, los legítimos derechos de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Proclamad vuestro amor preferencial a los pobres –no exclusivo ni excluyente, pero sí fuerte y sincero–, y que se haga operante combatiendo cualquier forma de miseria material y. sobre todo, espiritual.

La Iglesia, por fidelidad a su Fundador, considera misión suya la salvaguardia del carácter trascendente de la persona. En este contexto, y desde el campo que le es propio, mira a la comunidad política y se esfuerza por contribuir a la consecución de los objetivos que favorecen el bien común, en armonía con el fin trascendente.

Sin embargo, como enseña el Concilio Vaticano II, “la Iglesia no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes, 76). Tampoco se identifica con ningún partido, y sería lamentable que personas o instituciones, de cualquier signo que fueran, cayeran en la tentación de instrumentalizarla según sus particulares conveniencias. Esa actitud revelaría un desconocimiento de la naturaleza y misión propias de la Iglesia, y entrañaría una falta de respeto a las finalidades que recibió de su divino Fundador.

Pero de lo anterior no se deduce que el mensaje de salvación confiado a la Iglesia no tenga nada que decir a la comunidad política, para iluminarla desde el costado del Evangelio. A ella compete  –enseña el Concilio–, “ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de las almas” (Ibíd.). No se trata, pues, de una indebida injerencia en un campo a ella extraño, sino que quiere ser un servicio, prestado por amor a Jesucristo, a toda la comunidad, movida por su deseo de contribuir al bien común y alentada por las palabras del Señor: “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32).

6. Cada nación, por ser soberana, tiene derecho a autodeterminarse y a construir libremente su futuro. Sería por ello, inaceptable que injerencias externas pretendieran torcer o sojuzgar la voluntad nacional, con objeto de instaurar un modelo político que la mayoría de los chilenos no aprueban. Pero igualmente es necesario, como enseña el Concilio Vaticano II, que dentro de cada país existan “posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Gaudium et spes, 75)). También es preciso que en todas partes se asegure el respeto a los derechos humanos; no sólo por razones de conveniencia política, sino en virtud del profundo respeto que merece toda persona, por ser criatura de Dios, dotada de una dignidad única y llamada a un destino trascendente. Toda ofensa a un ser humano es también, una ofensa a Dios, y se habrá de responder de ella ante El, justo juez de los actos y de las intenciones.

Por otra parte, es de alentar que en Chile se lleven pronto a efecto las medidas que, debidamente actuadas, hagan posible, en un futuro no lejano, la participación plena y responsable de la ciudadanía en las grandes decisiones que tocan a la vida de la nación. El bien del país pide que estas medidas se consoliden, se perfeccionen y complementen, de modo que sean instrumentos válidos en favor de la paz social en un país cristiano en el que todos deben reconocerse como hijos de Dios y hermanos en Cristo.

No podemos, sin embargo, olvidar que la raíz de todo mal está en el corazón del hombre, de cada hombre, y si no hay conversión interior y profunda, de poco valdrán las disposiciones legales o los moldes sociales.

7. Estas reflexiones, amados hermanos en el Episcopado, no pretenden ser un programa de orden temporal, pues no es ésa misión ni competencia de la Iglesia. Son palabras con las que he querido traer a la memoria algunos elementos doctrinales contenidos en las ricas enseñanzas del Concilio Vaticano II. Son palabras dictadas por mi solicitud como Pastor de toda la Iglesia y movido por mi ardiente deseo de que esta amada nación, en el respeto debido a sus mejores tradiciones, pueda progresar material y espiritualmente sobre las bases de los principios cristianos que han caracterizado su caminar en la historia.

Entre las prioridades de vuestra misión como Pastores está, sin duda, la formación del laicado. El próximo Sínodo de los Obispos, el mes de octubre en Roma, será ocasión privilegiada para impulsar la función de los laicos en el mundo y en la Iglesia.

Estos habrán de asumir, desde una perspectiva de fe, sus responsabilidades ante los desafíos culturales, educativos, sociales, económicos y políticos, que el presente y el futuro de Chile plantean. Al mismo tiempo, estimularéis el uso de la legítima libertad de los católicos en esos sectores, los animaréis a ser siempre fieles a Cristo y a su doctrina salvadora, en sus opciones temporales. Para esto, haced saber siempre que la Iglesia jamás puede identificarse con corrientes o soluciones partidistas, y mucho menos con tendencias o concepciones extrañas al mensaje cristiano, entre las que destacan las que se inspiran en concepciones materialistas del hombre y de la historia. Así, la formación cristiana de los laicos será una formidable fuerza de evangelización y humanización de todas las realidades chilenas.

8. “El obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del orden, es "el administrador de la gracia del supremo sacerdocio" sobre todo en la Eucaristía que el mismo ofrece o hace que se ofrezca, y por la que continuamente vive y crece la Iglesia” ((Lumen gentium, 26). Cuando ejercemos el oficio de santificar, así descrito por la Constitución Lumen gentium, somos instrumentos de la unión de los hombres con Dios, y entre los hombres. Cristo se sirve de nuestras palabras y de nuestras acciones sacramentales para comunicar su misma Vida a la humanidad.

Al igual que en 1984, durante vuestra visita “ad limina”, quiero hoy invitaros a reflexionar sobre el lugar central que ocupa la sagrada liturgia en la vida eclesial, esta vez en la perspectiva de vuestro ministerio en favor de la unidad y de la vida. Como os dije entonces: “el servicio de la Palabra, la Eucaristía y la Penitencia deben volver a ser el centro dinámico de la vida comunitaria de la Iglesia, que ahí encuentra su misión propia a semejanza de Cristo Buen Pastor ” (Discurso al segundo grupo de obispos de Chile en vista "ad limina", n. 3, 8 de noviembre de 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII/2 [1984] 1184). Ninguna otra acción pastoral, por urgente o importante que parezca, puede desplazar a la liturgia de este lugar central.

La Eucaristía es sacramento de unidad por excelencia. La unidad de la Iglesia por lo que respecta a su significado y realidad, tiene su centro en el misterio del Dios hecho hombre que se inmola por nosotros, y se nos da como Pan de Vida. De ahí que todo lo que tienda a una digna celebración del sacramento de la Eucaristía, y a fomentar una activa participación de los fieles, es una ayuda inestimable a la edificación unitaria de la Iglesia y al crecimiento de su vida en Cristo. Por otra parte, la cuidadosa y fiel aplicación de las leyes litúrgicas – dentro de la actual riqueza de formas de celebración –, hará brillar aún más esa comunión en la plegaria de toda la Iglesia.

 9. La Iglesia, comunidad de los reconciliados en el Señor, a la vez que reconciliadora (Reconciliatio et Paenitentia, 9), halla en la Eucaristía la fuente y el dinamismo de su unidad y de su servicio de comunión en el mundo. Continuad pues empeñándoos en lo que recuerda la Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia para toda la Iglesia: «Frente a nuestros contemporáneos –tan sensibles a la prueba del testimonio concreto de vida– la Iglesia está llamada a dar ejemplo de reconciliación ante todo hacia dentro; por esta razón, todos debemos esforzarnos en pacificar los ánimos, moderar las tensiones, superar las divisiones, sanar las heridas que se hayan podido abrir entre: hermanos, cuando se agudiza el contraste de las opciones en el campo de lo opinable, buscando, por el contrario, estar unidos en lo que es esencial para la fe y para la vida cristiana, según la antigua máxima: "In dubiis libertas, in necessariis unitas, in omnibus caritas"» (Reconciliatio et Paenitentia, 9).

La celebración del sacramento de la Penitencia constituye otro momento privilegiado de unión del fiel con Cristo y con los hermanos. A través de él se obtiene el perdón de los pecados. No dejéis de instar a vuestros sacerdotes a que fomenten con gran empeño la práctica de este sacramento –con la predicación y su disponibilidad para confesar–, como una opción pastoral de capital importancia para toda la vida de la Iglesia; de esta manera podrán contribuir a esa urgente tarea que es la liberación del pecado.

La promoción de la piedad popular, según la mente de la Iglesia, debe ayudar también a que la Palabra y los Sacramentos lleguen a todos los habitantes de la nación. De esta manera, esas loables manifestaciones de la piedad del pueblo chileno serán una oportunidad de gracia para que el ministerio pastoral se haga presente y eficaz en vuestras parroquias y comunidades.

10. Vuestra función de gobierno en las Iglesias particulares de las que sois Pastores y fundamento visible de unidad, constituye otra de las dimensiones de este servicio al misterio de la comunión de la Iglesia universal. Cuando aconsejáis, exhortáis o hacéis uso de vuestra potestad espiritual, guiáis a los fieles hacia Cristo y sois artífices de comunión en la fe y en la caridad.

Con humildad y fortaleza, hemos de asumir la responsabilidad de cumplir el mandato que el Señor dio a sus Apóstoles, de regir al Pueblo de Dios. La caridad pastoral, la comunión con el Sucesor de Pedro, vuestro afecto colegial, son dones del Espíritu para que en vuestros actos brille siempre la autoridad que procede de Cristo y que constituye un verdadero servicio a la comunidad.

Unir cada vez más a los fieles en la fe, la moral, los sacramentos, la disciplina de la Iglesia, no significa introducir una uniformidad sin relieve, ni quitar espacio a las iniciativas apostólicas que brotan y crecen gracias a la libertad de los hijos de Dios. La auténtica vida de Cristo en su Iglesia ofrece una inagotable riqueza, que a vosotros compete promover y regular con exquisita prudencia pastoral y sentido de equidad, de modo que todas esas fuerzas contribuyan a la salvación de los hombres. Cuando surjan tensiones, en las que aparece la debilidad humana o la diversidad de criterios, el Pastor habrá de ser siempre agente de concordia dentro del servicio esencial a la verdad y ministro de reconciliación en el Señor. Más allá de los simples equilibrios humanos, vuestro “munus regendi” ha de ser el cauce para que todos descubran de nuevo la belleza de la unión en el amor de Cristo, que ha venido para congregarnos en una gran familia y conducirnos al Padre común.

Nuestro oficio de gobernar no se reduce a una tarea de carácter solamente administrativo. Tenemos que reproducir en nosotros mismos la imagen del Buen Pastor, que va delante de sus ovejas, conduciéndolas por caminos seguros, llevándolas a las fuentes de agua viva, cuidando de todas con amor de Padre.

La experiencia nos ha enseñado innumerables veces que nada puede sustituir el testimonio de vida del Pastor; y hoy tal vez más que nunca, pues los hombres son especialmente sensibles a la autenticidad y a la coherencia. Así lo puso de relieve el último Sínodo de los Obispos: “Hoy es absolutamente necesario que los Pastores de la Iglesia sobresalgan por el testimonio de santidad” (Synodi Extr. Episcoporum, 1985 Relatio finalis, II, A, 5).

11. Nuestro Señor Jesús está vivo y presente en su Iglesia. Cristo está con nosotros, hoy y siempre. No nos encontramos solos en nuestra misión. Es Cristo la cabeza de su Iglesia; El es quien la santifica y la gobierna; El es quien actúa mediante nuestro ministerio.

Ante las dificultades que cada día os salen al paso en la obra de la evangelización, no olvidéis que Dios, nuestro Padre, jamás deja solos a quienes se han entregado y lo han abandonado todo para seguirlo.

“Y viéndoles remar fatigosamente, pues el viento les era contrario, hacia la cuarta vela de la noche, vino hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo ademán de seguir adelante... Pero Jesús les habló y les dijo: Confiad, soy yo, no temáis. Y subió con ellos a la barca y cesó el viento” (Mc 6, 48-51). Al acabar este encuentro me reconforta recordar esta escena de la vida de Jesús con sus Apóstoles: El está con nosotros.

Llenaos de confianza y de gratitud. “Soy yo, ¡no temáis!”. Son palabras que el Señor nos sigue diciendo ahora; que no cesa de repetirnos cuando nuestras fuerzas flaquean. Cristo también hoy domina las tempestades y los vientos contrarios. El está en la barca con nosotros y. al pedirnos el esfuerzo de remar, nos da la seguridad de que la barca no se ha de hundir, porque El está presente con todo su poder. En El –¡sólo en El!– hemos de poner nuestra fe y nuestra esperanza.

Cuando ya está tan próximo el Año Mariano, que será un tiempo de gracia para toda la Iglesia, encomiendo a María Santísima del Carmen, Madre y Reina de Chile, todos los afanes y tareas de la Iglesia en vuestra patria, y le pido que sepamos ser siempre dóciles, como Ella, al Espíritu Santo para que, a través de nuestro ministerio de verdad divina y de vida eterna, el Paráclito guíe la Iglesia y la congregue en esa unidad que deriva de la unidad de la Trinidad Santísima."

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II a la Misa para las Familias
Aeropuerto de Valparaíso, Jueves 2 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Amados hermanos en el Episcopado, autoridades,
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

«Bendito eres, Dios de nuestros padres,
y bendito por los siglos tu nombre santo y glorioso» (Tb 8, 5).

1. Bajo la mirada bondadosa y propicia de la Sagrada Familia de Nazaret saludo cordialmente, junto con el Pastor de esta Iglesia local, a todas las familias aquí reunidas de Valparaíso, de Viña del Mar, de Santiago y de tantas otras localidades de esta querida tierra chilena. Asimismo doy mi bienvenida a los demás obispos de las diócesis vecinas, a los sacerdotes, religiosos y personas consagradas, laicos, gente del mar, de la ciudad y del campo.

2. Acabamos de escuchar las palabras que Tobías y Sara su esposa dirigieron, en un trance particular de su vida, al Dios de sus padres, alabándolo y adorándolo. Dios quiera que este himno de adoración y de gloria se siga cantando por siempre en vuestra patria y en vuestros hogares.

Hemos escuchado también cómo aquella pareja de recién casados, Tobías y Sara, reconocían gozosamente que Dios ha creado al hombre, varón y mujer, Adán y Eva, para que fueran sustento y ayuda mutua en el amor y para que, gracias a su fecundidad se propagara el género humano (cf Tb 8, 6). De este modo, todos los pueblos y naciones de la tierra son deudores a la institución familiar. A la familia debe la sociedad su propia existencia. La familia es el ambiente fundamental del hombre, puesto que ella aparece unida al mismo Creador en el servicio de la vida y del amor. Así podemos comprender que «el futuro de la humanidad se fragua en la familia» (Familiaris consortio, 86).

De nuevo, pues, y con los ojos puestos en la Sagrada Familia de Jesús, María y José, doy la bienvenida a todas y a cada una de las familias reunidas en esta ciudad de Valparaíso, y a todas las familias de Chile, espiritualmente unidas a nuestra celebración eucarística. Es para mí un motivo de inmensa alegría encontrarme con vosotros como testigo y Vicario de Cristo, para proclamar la extraordinaria y misteriosa riqueza de su gozoso mensaje sobre el matrimonio y la familia.

3. La lectura evangélica nos narra la primera subida de Jesús a Jerusalén cuando tenía doce años, con María y José, para celebrar la fiesta de la Pascua. Tal como nos cuenta San Lucas, los padres de Jesús no se dieron cuenta de que éste se había quedado en Jerusalén, terminada la fiesta; sólo después de una jornada de viaje se percataron de su ausencia; volvieron presurosos a la ciudad y hallaron a Jesús en el templo en medio de los doctores de la ley: «los escuchaba y les preguntaba» (Lc 2, 46). Podemos imaginarnos la preocupación de María y de José durante las interminables horas que precedieron al hallazgo de Jesús. ¡No encontraban a su hijo y desconocían las razones profundas de aquel « extravío »!

¿Por qué no pensar que esta preocupación de María y José es semejante a tantas angustias e inquietudes de los padres y madres de todas las épocas? Recordad, queridos padres, cuántas veces vosotros mismos habéis vivido preocupaciones parecidas. Esta preocupación nace del amor entrañable de los padres por sus hijos, y hace madurar este mismo amor uniendo más profundamente a los esposos. En esa misma preocupación se pone de manifiesto una responsabilidad salvífica que confiere a todo amor esponsal y familiar una dignidad y sublimidad particulares.

4. En la celebración eucarística, se renueva el don inefable del amor de Cristo y se hace presente, aquí y ahora, en forma sacramental, el único sacrificio de la Nueva Alianza, desposorio de Cristo con su Iglesia, presentado por San Pablo como fuente inagotable que alimenta el amor conyugal de los cristianos (cf Ef 5, 25-32) . Vuestras legítimas preocupaciones por los hijos, las alegrías, dificultades y renuncias anejas a la convivencia, y en general a toda la vida de familia, encuentran en la Eucaristía una fuente de luz.

En efecto, el misterio del amor esponsal de Cristo penetra más y más en cada persona que recibe asiduamente el sacramento de la Eucaristía. Entre vosotros, esposos, y Cristo existe ya la comunión de amor indisoluble por medio del sacramento del matrimonio, con el que ha sido sellado vuestro hogar para convertirse en célula fundamental de la sociedad humana y cristiana. La celebración eucarística, «fuente y cumbre de toda la vida cristiana » (Lumen gentium, 11), os hace crecer en el amor de Cristo, incorporándoos cada vez más a su Alianza íntima, y os da fuerza para seguir recreando el amor y la vida nueva para la salvación del mundo.

El amor en el hogar ha de saber valorar a cada miembro de la familia por lo que es y por lo que hace, más que por lo que tiene. Y es así como de la experiencia de este amor eminentemente personal y comunitario, nace a su vez la conciencia de la dignidad propia de cada persona. Esta misma experiencia, que va adquiriendo densidad en la familia, a medida que se va reforzando el amor mutuo y generoso, viene a ser también punto de partida para reconocer y respetar la dignidad de los demás y, por lo mismo, para ejercitarse en las demás actitudes y virtudes que capacitan al hombre para construir una sociedad solidaria y fraterna. He ahí que la familia se convierte en la « escuela de humanidad más completa y más rica », (Familiaris consortio, 21) a la vez que «constituye el fundamento de la sociedad» (Gaudium et spes, 52)

5. Permitidme ahora repetir ese hermoso fragmento de la oración que los jóvenes esposos, Tobías y Sara, elevaron al Señor el mismo día de sus bodas, y que nosotros acabamos de escuchar: «Dios de nuestros padres ... Tú hiciste a Adán del barro de la tierra y le diste a Eva como ayuda. Ahora, Señor, Tú sabes: si yo me caso con esta hija de Israel no es para satisfacer mis pasiones, sino para fundar una familia en la que se bendiga tu nombre por siempre» (Tb 8, 5-8).

Esa es la verdadera oración de los esposos: una oración impregnada de la presencia divina, que es tarea indicadora de la vocación del hombre y de la mujer al matrimonio, y constructora de la vida familiar. Una plegaria semejante debería acompañar toda vuestra vida, porque, como dice el Salmo interleccional que hemos cantado: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127 (126), 1).

Ese es precisamente vuestro objetivo: construir la casa como hogar de una comunidad humana que es la base y la célula de toda la sociedad. Incluso «la Iglesia encuentra su cuna en la familia, nacida del sacramento» (Familiaris consortio, 15). Pero se trata de una casa y un hogar verdadero, donde mora el amor recíproco de los esposos y de los hijos. De esta manera vuestra casa será también «la morada de Dios entre los hombres» (Ap 21, 3), la Iglesia doméstica (Lumen gentium, 11).

6. He venido entre vosotros como peregrino y Pastor, para repetir a las familias chilenas un llamado urgente: «¡Familia, sé lo que eres!» (Familiaris consortio, 17). ¡Familia, descubre tu identidad de ser « íntima comunidad de vida y de amor», con «la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo del amor de Dios y del amor de Cristo por la Iglesia su Esposa» (Familiaris consortio, 17). He venido para deciros que la familia es el punto de apoyo que la Iglesia necesita hoy, también en Chile, para encaminar el mundo hacia Dios y para devolverle la esperanza que parece haberse difuminado ante sus ojos. En la familia cristiana se muestra claramente cómo «la Iglesia es el corazón de la humanidad» (Dominum et vivificantem, 67) ,puesto que «el futuro del mundo y de la Iglesia pasa a través de la familia» (Familiaris consortio, 75) y se fragua en ella. Bien lo decía San Agustín con su certera intuición: La familia es «el vivero de la ciudad» (San Agustín De Civitate Dei, XV, 15: PL 41, 459), quiere decirse la sociedad.

Es verdad que son muchos los problemas que hoy se plantean a esta institución básica. Algunos son urgentes y muy delicados, ya que comportan la decidida aplicación, en vuestro ambiente cultural y social, de la doctrina cristiana sobre el matrimonio. A este respecto no olvidéis que el punto de referencia ha de ser siempre la verdad revelada tal como la profesa la Iglesia, y su Magisterio la enseña. «Nadie puede edificar la caridad, si no es en la verdad. Este principio vale tanto para la vida de cada familia como para la vida y acción de los Pastores que se propongan servir a las familias ... Las funciones de la familia cristiana, cuya esencia es la caridad, sólo puede realizarse si se vive plenamente la verdad .. Es la verdad la que abre el camino hacia la santidad y la justicia» Homilía de la misa de clausura del V Sínodo de los obispos, 25 de octubre de 1980). De esta verdad sale garante el Magisterio de la Iglesia, consciente de que se trata de un servicio primordial a la familia y a la sociedad misma.

Hemos de descubrir en esa enseñanza de la Iglesia algo más que unas normas externas, puesto que en ella se encierra el misterioso designio de Dios sobre los esposos, llamados a ser colabora-dores de su amor creador, a la vez que recorren un camino de santidad personal, de testimonio y evangelización para el mundo. El Concilio Vaticano II definió a la familia como la «escuela del más rico humanismo» (Gaudium et spes, 52). La familia es el lugar más sensible donde todos podemos poner el termómetro que nos indique cuáles son los valores y contravalores que animan o corroen la sociedad de un determinado país.

En este contexto se comprende mejor cómo «las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben dedicarse a obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres» (Familiaris consortio, 44). Por esto —como indicaba en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio—, «la función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma de "intervención política", es decir, las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser "protagonistas" de la llamada "política familiar", y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad» (Familiaris consortio, 44).

He aquí un motivo ulterior para que la familia adquiera conciencia de estar llamada a salvar y cultivar la esperanza a través del amor, a formar hombres en ese mismo amor, de modo que esté abierto a la comunidad social y movido por un sentido de justicia y de respeto hacia los demás.

8. Queridos esposos y esposas de Chile: Vuestra misión en la sociedad y en la Iglesia es sublime. Por eso habéis de ser creadores de hogares, de familias unidas por el amor y formadas en la fe. No os dejéis invadir por el contagioso cáncer del divorcio que des-troza la familia, esteriliza el amor y destruye la acción educativa ele los padres cristianos. No separéis lo que Dios ha unido. (cf Mt 19, 6).

En la unión conyugal el amor debe ser genuino, es decir, «plenamente humano, total, exclusivo y abierto a una vida nueva» (Humanae vitae, 9, 11).  En un mundo en que tantas veces vemos un amor falsificado y contrahecho de mil maneras, la Iglesia considera como uno de los deberes más apreciados y urgentes para la salvación del mundo, el « testimonio de inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial» (Familiaris consortio, 20). El amor va unido intrínsecamente a la vida, se orienta hacia la vida. Por esto la familia es « intima comunidad de vida y de amor» (Gaudium et spes, 48; Familiaris consortio, 17) .Cuando el amor conyugal es auténtico, se constituye en imitación del amor de Cristo que «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).

Frente a una «mentalidad contra la vida» (Familiaris consortio, 30), que quiere conculcarla desde sus albores, en el seno materno, vosotros, esposos y esposas cristianos, promoved siempre la vida, defendedla contra toda insidia, respetadla y hacedla respetar en todo momento. Sólo de este respeto a la vida en la intimidad familiar, se podrá pasar a la construcción de una sociedad inspirada en el amor y basada en la justicia y en la paz entre todos los pueblos.

9. Volvamos nuevamente al texto evangélico que ha sido proclamado durante esta celebración eucarística. En él encontramos unas palabras maravillosas y concisas que resumen la vida de la Sagrada Familia en Nazaret, las cuales indican el estilo de vida escondida que llevaba el Hijo de Dios, como Hijo del hombre, junto a María y a José: «Bajó con ellos y vino a Nazaret, y les estaba sujeto, y su madre conservaba todo esto en su corazón. Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 51-52).

¡Qué denso contenido el de estas breves frases del Evangelio de San Lucas! ¡Sagrada Familia de Nazaret! 'Haz que la vida de todas las familias chilenas se parezca a ti. Que adquiera profunda madurez humana y cristiana; que se deje penetrar por aquella hermosura espiritual que nace del amor y que se expresa en la solicitud, servicio, ayuda al prójimo.

Considerando, pues, la misión de la Iglesia en el mundo de hoy, se percibe la extraordinaria importancia de la familia y la urgencia de actualizar una pastoral familiar que ilumine y acompañe a los jóvenes esposos y también a las novios durante su preparación al matrimonio. Por esto, deseo felicitar al Episcopado chileno, por su fecundo ministerio, particularmente durante los últimos años, en el terreno de la pastoral familiar. Desde la creación de la Comisión nacional de Pastoral familiar en 1979, se ha promovido la creación de comisiones diocesanas en todo el país, y se han organizado numerosos encuentros nacionales, cursos y «Semanas de la Familia». Por otra parte, la familia ha sido colocada entre las principales prioridades de la actividad pastoral en Chile. Quiero también agradecer vivamente a los sacerdotes y a todos los catequistas, formadores v responsables de movimientos dedicados al cultivo de la espiritualidad matrimonial, así como a las llamadas « catequesis familiares », el valioso aporte que prestan en el difundir la gozosa vivencia de las verdades sobre la familia y la vida cristiana en general.

10. Permitidme que resalte todavía un punto básico de la vida familiar, que se refiere a la educación de los hijos para que sepan descubrir su propia vocación. El mismo texto evangélico de San Lucas, que hemos escuchado, nos ayudará a la reflexión. Efectivamente, antes de que María y José regresaran a Nazaret, en el preciso momento del encuentro con Jesús en el templo de Jerusalén, su Madre le preguntó con cierta angustia: «Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote. Y El les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe de las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 48-49).

Jesús hablaba de su Padre del cielo. Sólo Jesucristo podía dar una respuesta semejante, puesto que toda su vida estaba marcada icor la conciencia de la misión mesiánica recibida del Padre, que era misión de redimir el mundo, amando a todos los hombres sin excepción hasta dar la vida en sacrificio por cada uno de ellos.

Se puede decir que todo hijo e hija, con el correr del tiempo, llega al discernimiento de su propia vocación, que vendrá a ser el camino de su vida, como encargo o misión recibida de Dios para transformar la propia existencia en una donación a Dios y a los hermanos. El camino de cada uno es irrepetible. Nadie puede suplir a los demás en la misión que cada uno ha recibido de Dios.

¡Padres y madres! A veces esta vocación es de una total y exclusiva donación al ministerio eclesial o a la consagración en la vida religiosa. Sabed discernir esa vocación, respetadla y colaborad a su realización.

Ojalá que vuestros hogares sean una auténtica escuela de fe, un lugar de oración, una comunidad que participa gozosa en las celebraciones litúrgicas y sacramentales, de suerte que, por el hecho de compartir esas experiencias de Cristo, se convierta en un pequeño Cenáculo con María desde donde parten apóstoles del Evangelio y servidores de las necesidades de los hermanos.

Durante la preparación a esta visita pastoral, centenares de miles de hogares chilenos, acogieron en sus casas el « altar familiar » como un medio para revitalizar la oración en familia. Que esa hermosa práctica continúe y que se recupere el rezo del santo Rosario en familia, como fue costumbre en los hogares de vuestros mayores.

11. Dentro de pocos momentos, vais a renovar vuestras promesas matrimoniales. Seguidamente ofreceréis algunos dones que simbolizan la vida familiar, entre los que no va a faltar una imagen de la Virgen, venerada en el santuario de Lo Vásquez. Y precisamente esa imagen va a ser presentada por dos jóvenes que representan a todos vuestros hijos. Que todo ello sea prenda de una renovación de la vida familiar.

«Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal (127 (126), 1).

¡Familia chilena!

Gracias porque también tú quieres ser mensajera de vida. Gracias por tu compromiso cristiano manifestado en la «Campaña del altar familiar».

Cree siempre en el amor y defiende la vida.

No cedas a las tentaciones del egoísmo o de la violencia. Abre de par en par las puertas de tu casa a Cristo.

A la Virgen María, presente en todos los corazones y en todos los hogares chilenos, encomiendo vuestros propósitos de fidelidad y de renovación. Ella os acompañará para hacer de cada hogar un templo donde reine Dios Amor.

Con esta esperanza imparto mí Bendición Apostólica a todas las familias de Valparaíso y de Chile, especialmente a los niños, a los ancianos y a los enfermos."

Discurso del Papa San Juan Pablo II a los Jóvenes
Estadio Nacional de Santiago de Chile, Jueves 2 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Queridos jóvenes de Chile:
1. He deseado vivamente este encuentro que me ofrece la oportunidad de comprobar en directo vuestra alegría, vuestro cariño, vuestro anhelo de una sociedad más conforme a la dignidad propia del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Se que son éstas las aspiraciones de los jóvenes chilenos y por ello doy gracias a Dios.

He leído vuestras cartas y escuchado con gran atención y conmoción vuestros testimonios, en los que ponéis de manifiesto no sólo las inquietudes, problemas y esperanzas de la juventud chilena en las diversas regiones, ambientes y condiciones sociales.

Habéis querido exponer lo que pensáis sobre nuestra sociedad y nuestro mundo, indicando los síntomas de debilidad, de enfermedad y hasta de muerte espiritual. Es cierto: nuestro mundo necesita una profunda mejoría, una honda resurrección espiritual. Aunque el Señor lo sabe todo, quiere que, con la misma confianza de aquel jefe de la sinagoga, Jairo –que cuenta la gravedad del estado de su hija: “Mi niña está en las últimas”(Mc 5, 23)–, le digamos cuáles son nuestros problemas, todo lo que nos preocupa o entristece. Y el Señor espera que le dirijamos la misma súplica de Jairo, cuando le pedía la salud de su hija: “Ven, pon las manos sobre ella, para que sane” (Ibíd.). Os invito pues a que os unáis a mi oración por la salvación del mundo entero, para que todos los hombres resuciten a una vida nueva en Cristo Jesús. Existe Chile, pero existe también todo el mundo; existen tantos países, tantos pueblos, tantas naciones que no pueden morir. Se debe rezar para vencer la muerte. Se debe rezar para lograr una vida nueva en Cristo Jesús. El es la vida; El es la verdad; El es la camino.

2. Deseo recordaros que Dios cuenta con los jóvenes y las jóvenes de Chile para cambiar este mundo. El futuro de vuestra patria depende de vosotros. Vosotros mismos sois un futuro, el cual se configurará como presente según se configuren ahora vuestras vidas. En la Carta que dirigí a los jóvenes y a las jóvenes de todo el mundo con ocasión del Año Internacional de la Juventud, os decía: “De vosotros depende el futuro, de vosotros depende el Anal de este milenio y el comienzo del nuevo. No permanezcáis pues pasivos; asumid vuestras responsabilidades en todos los campos abiertos a vosotros en nuestro mundo” (Carta a los jóvenes con ocasión del Año internacional de la juventud, n. 16, 31 de marzo de 1985). Ahora, en este estadio, lugar de competiciones, pero también de dolor y sufrimiento en épocas pasadas, quiero volver a repetir a los jóvenes chilenos: ¡Asumid vuestras responsabilidades! Estad dispuestos, animados por la fe en el Señor, a dar razón de vuestra esperanza. (cf. 1P 3, 25)

Vuestra mirada atenta al mundo y a las realidades sociales, así como vuestro genuino sentido crítico que os ha de llevar a analizar y valorar juiciosamente las condiciones actuales de vuestro país, no pueden agotarse en la simple denuncia de los males existentes. En vuestra mente joven han de nacer, y también ir tomando forma, propuestas de soluciones, incluso audaces, no sólo compatibles con vuestra fe, sino también exigidas por ella. Un sano optimismo cristiano robará de este modo el terreno al pesimismo estéril y os dará confianza en el Señor.

3. ¿Cuál es el motivo de vuestra confianza? Vuestra fe, el reconocimiento y la aceptación del inmenso amor que Dios continuamente manifiesta a los hombres: “Dios Padre que nos ama a cada uno desde toda la eternidad, que nos ha creado por amor y que tanto nos ha amado a los pecadores hasta entregar a su Hijo unigénito para perdonar nuestros pecados, para reconciliarnos con El, para vivir con El una comunión de amor que no terminará jamás” (Mensaje para la II Jornada mundial de la juventud, n. 2, 30 de noviembre de 1986). Sí, Jesucristo, muerto, Jesucristo resucitado es para nosotros la prueba definitiva del amor de Dios por todos los hombres. Jesucristo, “el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Hb 13, 8), continúa mostrando por los jóvenes el mismo amor que describe el Evangelio cuando se encuentra con un joven o una joven.

Así podemos contemplarlo en la lectura bíblica que hemos escuchado: la resurrección de la hija de Jairo, la cual –puntualiza San Marcos– “tenía doce años” (Mc 5, 42), Vale la pena detenernos a contemplar toda la escena. Jesús, como en tantas otras ocasiones, está junto al lago, rodeado de gente. De entre la muchedumbre sale Jairo, quien con franqueza expone al Maestro su pena, la enfermedad de su hija, y con insistencia le suplica su corazón: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva” (Ibíd., 5, 23).

“Jesús se fue con él” (Mc 5, 24). El corazón de Cristo, que se conmueve ante el dolor humano de ese hombre y de su joven hija, no permanece indiferente ante nuestros sufrimientos. Cristo nos escucha siempre, pero nos pide que acudamos a El con fe.

Poco más tarde llegan a decir a Jairo que su hija ha muerto. Humanamente ya no había remedio. “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?” (Ibíd., 5, 36).

El amor que Jesús siente por los hombres, por nosotros, le impulsa a ir a la casa de aquel jefe de la sinagoga. Todos los gestos y las palabras del Señor expresan ese amor. Quisiera detenerme particularmente en esas palabras textuales recogidas de labios de Jesús: “La niña no está muerta, está dormida”. Estas palabras profundamente reveladoras me llevan a pensar en la misteriosa presencia del Señor de la vida en un mundo que parece como si sucumbiera bajo el impulso desgarrador del odio, de la violencia y de la injusticia, pero, no. Este mundo, que es el vuestro, no está muerto, sino adormecido. En vuestro corazón, queridos jóvenes, se advierte el latido fuerte de la vida, del amor de Dios. La juventud no está muerta cuando está cercana al Maestro. Sí, cuando está cercana a Jesús: vosotros todos estáis cercanos a Jesús. Escuchad todas sus palabras, todas las palabras, todo. Joven, quiere a Jesús, busca a Jesús. Encuentra a Jesús.

Seguidamente Cristo entra en la habitación donde está ella, la toma de la mano, y le dice: “Contigo hablo, niña, levántate” (Ibíd., 5, 41). Todo el amor y todo el poder de Cristo –el poder de su amor– se nos revelan en esa delicadeza y en esa autoridad con que Jesús devuelve la vida a esta niña, y le manda que se levante. Nos emocionamos al comprobar la eficacia de la palabra de Cristo: “La niña se puso en pie inmediatamente, y echó a andar” (Ibíd., 5, 42), Y en esa última disposición de Jesús, antes de irse; –“que dieran de comer a la niña” (Ibíd., 5, 43)– descubrimos hasta qué punto Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, conoce y se preocupa de todo lo nuestro, de todas nuestras necesidades materiales y espirituales.

De la fe en el amor de Cristo por los jóvenes nace el optimismo cristiano que manifestáis en este encuentro.

4. ¡Sólo Cristo puede dar la verdadera respuesta a todas vuestras dificultades! El mundo está necesitado de vuestra respuesta personal a las Palabras de vida del Maestro: “Contigo hablo, levántate”.

Estamos viendo cómo Jesús sale al paso de la humanidad, en las situaciones más difíciles y penosas. El milagro realizado en casa de Jairo nos muestra su poder sobre el mal. Es el Señor de la vida, el vencedor de la muerte.

Comparábamos antes el caso de la hija de Jairo con la situación de la sociedad actual. Sin embargo, no podemos olvidar que, según nos enseña la fe, la causa primera del mal, de la enfermedad, de la misma muerte, es el pecado en su diferentes formas.

En el corazón de cada uno y de cada una anida esa enfermedad que a todos nos afecta: el pecado personal, que arraiga más y más en las conciencias, a medida que se pierde el sentido de Dios. ¡A medida que se pierde el sentido de Dios! Sí, amados jóvenes. Estad atentos a no permitir que se debilite en vosotros el sentido de Dios. No se puede vencer el mal con el bien si no se tiene ese sentido de Dios, de su acción, de su presencia que nos invita a apostar siempre por la gracia, por la vida, contra el pecado, contra la muerte. Está en juego la suerte de la humanidad: “El hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre” (Reconciliatio et Penitentia, 18).

De ahí que tengamos que ver las implicaciones sociales del pecado para edificar un mundo digno del hombre. Hay males sociales que dan pie a una verdadera “comunión del pecado” porque, junto con el alma, abajan consigo a la Iglesia y en cierto modo al mundo entero (cf. Ibíd., 16). Es justa la reacción de la juventud contra esa funesta comunión en el pecado que envenena el mundo.

Amados jóvenes: Luchad con denuedo contra el pecado, contra las fuerzas del mal en todas sus formas, luchad contra el pecado. Combatid el buen combate de la fe por la dignidad del hombre, por la dignidad del amor, por una vida noble, de hijos de Dios. Vencer el pecado mediante el perdón de Dios es una curación, es una resurrección. Hacedlo con plena conciencia de vuestra responsabilidad irrenunciable.

5. Si penetráis en vuestro interior descubriréis sin duda defectos, anhelos de bien no satisfechos, pecados, pero igualmente veréis que duermen en vuestra intimidad fuerzas no actuadas, virtudes no suficientemente ejercitadas, capacidades de reacción no agotadas.

¡Cuántas energías hay como escondidas en el alma de un joven o de una joven! ¡Cuántas aspiraciones justas y profundos anhelos que es necesario despertar, sacar a la luz! Energías y valores que muchas veces los comportamientos y presiones que vienen de la secularización asfixian y que sólo pueden despertar en la experiencia de fe, experiencia de Cristo vivo, Cristo muerto, Cristo crucificado, Cristo resucitado.

¡Jóvenes chilenos: No tengáis miedo de mirarlo a El! Mirad al Señor: ¿Qué veis? ¿Es sólo un hombre sabio? ¡No! ¡Es más que eso! ¿Es un Profeta? ¡Sí! ¡Pero es más aún! ¿Es un reformador social? ¡Mucho más que un reformador, mucho más! Mirad al Señor con ojos atentos y descubriréis en El el rostro mismo de Dios. Jesús es la Palabra que Dios tenía que decir al mundo. Es Dios mismo que ha venido a compartir nuestra existencia de cada uno.

Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de El sólo hay oscuridad y muerte. Vosotros tenéis sed de vida. ¡De vida eterna! ¡De vida eterna! Buscadla y halladla en quien no sólo da la vida, sino en quien es la Vida misma.

6. Este es, amigos míos, el mensaje de vida que el Papa quiere transmitir a los jóvenes chilenos: ¡Buscad a Cristo! ¡Mirad a Cristo! ¡Vivid en Cristo! Este es mi mensaje: «Que Jesús sea “la piedra angular” (cf. Ef 2, 20), de vuestras vidas y de la nueva civilización que en solidaridad generosa y compartida tenéis que construir. No puede haber auténtico crecimiento humano en la paz y en la justicia, en la verdad y en la libertad, si Cristo no se hace presente con su fuerza salvadora» (Mensaje para la II Jornada mundial de la juventud, n. 3, 30 de noviembre de 1986). ¿Qué significa construir vuestra vida en Cristo? Significa dejaros comprometer por su amor. Un amor que pide coherencia en el propio comportamiento, que exige acomodar la propia conducta a la doctrina y a los mandamientos de Jesucristo y de su Iglesia; un amor que llena nuestras vidas de una felicidad y de una paz que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 27), a pesar de que tanto la necesita. No tengáis miedo a las exigencias del amor de Cristo. Temed, por el contrario, la pusilanimidad, la ligereza, la comodidad, el egoísmo; todo aquello que quiera acallar la voz de Cristo que, dirigiéndose a cada una, a cada uno, repite: “Contigo hablo, levántate” ( Mc 5, 41).

Mirad a Cristo con valentía, contemplando su vida a través de la lectura sosegada del Evangelio; tratándole con confianza en la intimidad de vuestra oración, en los sacramentos, especialmente en la Sagrada Eucaristía, donde El mismo se ofrece por nosotros y permanece realmente presente. No dejéis de formar vuestra conciencia con profundidad, seriamente, sobre la base de las enseñanzas que Cristo nos ha dejado y que su Iglesia conserva e interpreta con la autoridad que de El ha recibido.

Si tratáis a Cristo, oiréis también vosotros en lo más intimo del alma los requerimientos del Señor, sus insinuaciones continuas. Jesús continúa dirigiéndose a vosotros y repitiéndoos: “Contigo hablo, levántate” (Ibíd.), especialmente cada vez que no seáis fieles con la obras a quien profesáis con los labios. Procurad, pues, no separaros de Cristo, conservando en vuestra alma la gracia divina que recibisteis en el bautismo, acudiendo siempre que sea necesario al sacramento de la reconciliación y del perdón.

7. Si lucháis por llevar a la práctica este programa de vida enraizado en la fe y en el amor a Jesucristo, seréis capaces de transformar la sociedad, de construir un Chile más humano, más fraterno, más cristiano. Todo ello parece quedar resumido en la escueta frase del relato evangélico: “Se puso en pie inmediatamente y echó a andar” (Mc 5, 42). Con Cristo también vosotros caminaréis seguros y llevaréis su presencia a todos los caminos, a todas las actividades de este mundo, a todas las injusticias de este mundo. Con Cristo lograréis que vuestra sociedad se ponga a andar recorriendo nuevas vías, hasta hacer de ella la nueva civilización de la verdad y del amor, anclada en los valores propios del Evangelio y principalmente en el precepto de la caridad; el precepto que es el más divino y el más humano.

Cristo nos está pidiendo que no permanezcamos indiferentes ante la injusticia, que nos comprometamos responsablemente en la construcción de una sociedad más cristiana, una sociedad mejor. Para esto es preciso que alejemos de nuestra vida el odio; que reconozcamos como engañosa, falsa, incompatible con su seguimiento, toda ideología que proclame la violencia y el odio como remedios para conseguir la justicia. El amor vence siempre, como Cristo ha vencido; el amor ha vencido, aunque en ocasiones, ante sucesos y situaciones concretas, pueda parecernos incapaz. Cristo parecía imposibilitado también. Dios siempre puede más.

En la experiencia de fe con el Señor, descubrid el rostro de quien por ser nuestro Maestro es el único que puede exigir totalmente, sin límites. Optad por Jesús y rechazad la idolatría del mundo, los ídolos que buscan seducir a la juventud. Sólo Dios es adorable. Sólo El merece vuestra entrega plena.

¿Verdad que queréis rechazar el ídolo de la riqueza, la codicia de tener, el consumismo, el dinero fácil?

¿Verdad que queréis rechazar el ídolo del poder, como dominio sobre los demás, en vez de la actitud de servicio fraterno, de la cual Jesús dio ejemplo?, ¿verdad?

¿Verdad que queréis rechazar el ídolo del sexo, del placer, que frena vuestros anhelos de seguimiento de Cristo por el camino de la cruz que lleva a la vida? El ídolo que puede destruir el amor.

Con Cristo, con su gracia, sabréis ser generosos para que todos vuestros hermanos los hombres, y especialmente los más necesitados participen de los bienes materiales y de una formación y una cultura adecuada a nuestro tiempo, que les permita desarrollar los talentos naturales que Dios les ha concedido. De ese modo será más fácil conseguir los objetivos de desarrollo y bienestar imprescindibles para que todos puedan llevar una vida digna y propia de los hijos de Dios.

8. Joven, levántate y participa, junto con muchos miles de hombres y mujeres en la Iglesia, en la incansable tarea de anunciar el Evangelio, de cuidar con ternura a los que sufren en esta tierra y buscar maneras de construir un país justo, un país en paz. La fe en Cristo nos enseña que vale la pena trabajar por una sociedad más justa, que vale la pena defender al inocente, al oprimido y al pobre, que vale la pena sufrir para atenuar el sufrimiento de los demás.

¡Joven, levántate! Estás llamado a ser un buscador apasionado de la verdad, un cultivador incansable de la bondad, un hombre o una mujer con vocación de santidad. Que las dificultades que te tocan vivir no sean obstáculo a tu amor y generosidad, sino un fuerte desafío. No te canses de servir, no calles la verdad, supera tus temores, sé consciente de tus propios límites personales. Tienes que ser fuerte y valiente, lúcido y perseverante en este largo camino.

No te dejes seducir por la violencia y las mil razones que aparentan justificarla. Se equivoca el que dice que pasando por ella se logrará la justicia y la paz.

Joven, levántate, ten fe en la paz, tarea ardua, tarea de todos. No caigas en la apatía frente a lo que parece imposible. En ti se agitan las semillas de la vida para el Chile del mañana. El futuro de la justicia, el futuro de la paz pasa por tus manos y surge desde lo profundo de tu corazón. Sé protagonista en la construcción de una nueva convivencia de una sociedad más justa, sana y fraterna.

9. Concluyo invocando a nuestra Madre, Santa María, bajo la advocación de Virgen del Carmen, Patrona de vuestra patria. Tradicionalmente a esta advocación han acudido siempre los hombres del mar, pidiendo a la Madre de Dios amparo y protección para sus largas y. en muchas ocasiones, difíciles travesías. Poned también vosotros bajo su protección la navegación de vuestra vida, de vuestra vida joven, no exenta de dificultades, y Ella os llevará al puerto de la Vida verdadera. Amen."

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a las Religiosas y Miembros de Institutos Seculares
Santuario nacional de Maipú, Santiago de Chile, Viernes 3 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Queridas religiosas y miembros de Institutos seculares:
1. Siento una inmensa alegría al poder encontraros en Maipú, lugar tan significativo e importante en vuestra historia. Efectivamente, aquí quedó sellada la libertad de Chile como nación y su inquebrantable fraternidad con el pueblo hermano de Argentina. Y en este mismo lugar, los Padres de la patria expresaron su amor a María e hicieron un voto que ha ligado el destino de este gran pueblo a la Madre de Jesucristo.

Saludo en vosotros a todas las personas consagradas a la vida religiosa y a los miembros de los Institutos seculares. Mi pensamiento va también a quienes están dando sus vidas por el bien de los demás en los lugares más remotos de esta querida tierra, así como a aquellos que no han podido estar entre nosotros, porque se hallan trabajando en los hospitales, o atendiendo a personas ancianas o ejerciendo su labor abnegada en otros servicios de educación y asistencia. Hago extensivo mi saludo a todas las religiosas y religiosos enfermos que ofrecen su dolor por la Iglesia.

Es ésta una oportunidad para confirmaros en la fe y alentaros en vuestra vocación de seguimiento incondicional del Señor, con “la alegría de pertenecer exclusivamente a Dios” (Redemptionis Donum, 8), ya que toda vuestra existencia es una respuesta esponsal al “sígueme” como declaración de amor (cf. Mc 10, 21-31).

Ese seguimiento os debe hacer más sensibles a los sufrimientos y necesidades de los hombres y. a la vez, más fieles a la Iglesia. La vida consagrada en esta amada tierra chilena ha asumido con espíritu de fe las directivas pastorales de los obispos, contribuyendo así a la vitalidad apostólica y a una mayor inserción en las Iglesias locales.

Aliento vuestro esfuerzo por hacer realidad las orientaciones del Concilio Vaticano II y del Episcopado Latinoamericano en Medellín y Puebla sobre la vida consagrada. Habéis procurado redescubrir vuestros carismas propios, retornar a las fuentes de vuestros fundadores adaptándolas a las circunstancias actuales, revitalizar la vida de oración y la vida comunitaria en la línea evangélica y de la tradición y enseñanzas del Magisterio.

2. Con vuestro servicio en los colegios, hospitales, parroquias y compartiendo la vida y la suerte con los más necesitados, dais testimonio visible de obediencia, esto es, de aceptación de la voluntad de Dios, que os llama a su servicio. Sólo con una actitud de pobreza siempre dispuesta a escuchar la palabra de Dios en el corazón (cf. Lc 2, 19. 51), y con una vida evangélicamente pobre podréis acercaros a los hermanos más desposeídos, para ayudarles a descubrir el mensaje evangélico de las bienaventuranzas y también a mejorar las condiciones de vida.

La presencia de la Iglesia en el mundo –y añadiría, y ahora, en vuestra patria– presenta en todo momento una serie de retos que es preciso afrontar con discernimiento y audacia evangélica, como fruto de una auténtica renovación personal y comunitaria. De ahí que toda acción apostólica que os sea confiada reclama una fidelidad previa y una entrega generosa a la palabra y a la gracia de Dios que hagan patente la profunda inspiración de vuestra vida consagrada. Vuestro seguimiento de Jesús ha de ser claro y manifiesto, de modo que el punto de referencia sobre criterios, escala de valores y actitudes, no sea otro sino la persona y el mensaje del mismo Jesús. El es vuestro guía, vuestro Maestro, vuestro Esposo, vuestro Señor ya que vuestra vida se ha centrado en la vinculación personal a El. Por seguirle a El y correr su misma suerte habéis dejado todas las cosas (cf. Mt 19, 27), y así debéis transparentarlo en vuestras palabras y en vuestros actos.

Se oye decir con frecuencia que el mundo esté hoy sediento del mensaje evangélico, y en este sentido se pide a la vida religiosa que sea profética. Pero, ¿hay algo más profético que una existencia dedicada al Señor, a su mensaje, a hacerlo presente entre los hombres? Estando cercanas al hermano, sois ya un signo de esperanza evangélica.

3. En un mundo donde se lucha por el poder y la riqueza, donde la dimensión humana del propio cuerpo pierde su significado, desvinculándose del amor auténtico, los compromisos acerca de los consejos evangélicos para seguir más de cerca a Jesucristo son una impresionante profecía. Ante la injusticia y la violencia, ante el materialismo que destruye la dignidad humana, vosotras, fieles a la Iglesia, abrazáis un camino basado en el seguimiento de Cristo pobre, casto y obediente. “Rico no es aquel que posee, sino aquel que da, aquel que es capaz de darse” (Redemptionis Donum, 5).

Este despojarse de todo orgullo y de todo poder humano define las relaciones entre las personas, y presenta una alternativa que debe ser vivida en vuestras comunidades y que está inspirada en las bienaventuranzas. “El mundo tiene necesidad de la auténtica "contradicción" de la consagración religiosa como levadura incesante de renovación salvifica..., tiene necesidad de este testimonio de amor, tiene necesidad del testimonio de la Redención tal como está impresa en la profesión de los consejos evangélicos” (Redemptionis Donum, 14).

Vuestra vida es una llamada para que el futuro del hombre y del mundo se oriente, ya desde el presente, en la misma perspectiva de los valores del reino. Vuestro comportamiento en medio del mundo debe recordar a la humanidad que sigue siendo válida la exigencia evangélica de que para ganar la vida es necesario entregarla por amor (cf. Lc 9, 24). El testimonio cristiano, inseparablemente unido al cumplimiento de los votos y compromisos evangélicos, ha de obligar a ensanchar el horizonte de las aspiraciones humanas y a rechazar toda ideología que intente encadenar a los requerimientos de una visión materialista del mundo y del hombre. Las personas consagradas, “en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas” (Lumen gentium, 31.Y así, “frente a todas esas potencias amenazadoras hemos decidido ser pobres como Cristo, Hijo de Dios y Salvador del mundo, pobres como Francisco, elocuente imagen de Cristo, pobres como tantas almas grandes que han iluminado el camino de la humanidad” (Mensaje "Urbi e orbi", n. 4, 25 de diciembre de 1986).

4. Para hacer patente y fecunda la vertiente religiosa de vuestra vida, es importante que los miembros de los Institutos de vida activa se impongan una seria reflexión en orden a conseguir una auténtica síntesis entre la acción y la contemplación. Sé que trabajáis sin descanso por la evangelización y por servir desde el Evangelio a vuestros hermanos; sé que estáis en todos los campos en que la Iglesia se encuentra. Todo esto, lejos de dispensaros de ello, exige que vuestro trabajo apostólico esté empapado de Dios; que lo hagáis con una gran pureza de intención y con un espíritu que irradie hermandad y armonía sin excluir a nadie.

Para ser consagradas en medio del trabajo cotidiano tenéis que sentir la necesidad imperiosa de encontrar y amar a Dios en vuestras tareas. No puede haber oposición entre vuestro trabajo y la verdadera contemplación. Esto supone que trabajáis por Dios y para Dios, que trabajáis con El y que lo encontráis a El en el trabajo. Ciertamente, esto requiere a su vez que sepáis encontrar tiempos especiales de irrenunciable intimidad con el Señor. La contemplación conduce a la acción apostólica y ésta ayuda a valorar la importancia de los momentos dedicados explícitamente a la plegaria, a la contemplación.

Toda alma consagrada es, en el fondo, contemplativa. Como enseña el Concilio Vaticano II, los Institutos de vida contemplativa “ofrecen a Dios un eximio sacrificio de alabanza, ilustran al pueblo de Dios con ubérrimos frutos de santidad, lo mueven con su ejemplo y lo dilatan con misteriosa fecundidad apostólica” (Perfectae caritatis, 7).

5. Es para mí motivo de gozo dirigir, desde este Santuario mariano, unas palabras de particular aprecio y afecto a todas las hermanas de vida contemplativa en Chile. Sí, vosotras sois el corazón palpitante de la Iglesia; desde la vida austera y exigente del claustro, vosotras sois verdaderas cooperadoras de la misión salvífica de Cristo y escogida expresión de su amor.

La dedicación a la cual Dios os ha consagrado, por una particular iniciativa de su amor, manifiesta una gran predilección por vosotras. Vuestro testimonio, vivido en remansos de paz y en profundidad de vida interior, es pues una manifestación de caridad, de ese amor esponsal que ahonda sus raíces en el amor de Cristo. Continuad pues proclamando con vuestra existencia silenciosa y escondida la gloria de la Santísima Trinidad, y ayudad a vuestros hermanos, con vuestras plegarias y testimonio, a alcanzar su plenitud de vida cristiana en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo.

Por vuestra parte, las religiosas que pertenecéis a Institutos de vida activa, debéis ejercitaros en esta capacidad que da la gracia de encontrar a Dios en todos los momentos. Jesús ha de ser buscado y encontrado allí donde El os espera, en los signos escogidos por El: Eucaristía, Palabra, Sacramentos, comunidad, hermanos, acontecimientos... Habéis de ser contemplativas en vuestro trabajo. Esto dará coherencia a vuestra vida y hondura a vuestra labor de apostolado. La señal de garantía, tanto para la contemplación como para la acción evangélica, es la a unidad de vida ”, por la que se busca siempre al Señor y su voluntad salvífica. En esta síntesis armónica entre contemplación y acción, descubriréis que la evangelización es un medio privilegiado de santificación y un ejercicio normal de la vida consagrada.

6. Quiero también recordar que, como personas que experimentáis en vuestras vidas la gracia de estar reconciliadas con Dios, seáis, al mismo tiempo, instrumentos de reconciliación en la Iglesia y en la sociedad chilena. La libertad que os da la práctica de los votos y compromisos evangélicos, os ha de hacer sensibles a los problemas de nuestro tiempo para iluminarlos con la luz salvadora del mensaje cristiano. No podemos silenciar la realidad del pecado y sus consecuencias en la vida de los individuos y de las sociedades. A la vista de todos están las funestas consecuencias de los egoísmos, de las divisiones, de las venganzas e injusticias a lo largo y ancho de nuestro mundo. El cristiano no tiene en su mano la solución inmediata de los conflictos, pero sí cuenta con la doctrina evangélica para enfrentarlos: perdonar las ofensas, amar a los enemigos, abrigar entrañas de misericordia para con todos. En efecto, “la experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda, que es el amor, plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones” (Dives in Misericordia, 12). “La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia” (Ibíd., 13). Por esto “ la Iglesia considera justamente como propio deber, como finalidad de la propia misión, custodiar la autenticidad del perdón, tanto en la vida y en el comportamiento como en la educación y en la pastoral ” (Ibíd., 14).

Los compromisos de la vida consagrada, gozosamente aceptados, os inscriben en esa escuela de la misericordia y del amor que ha de caracterizar a los discípulos de Jesús. La teología de la cruz, especialmente para vosotras, consiste en transformar las dificultades y el sufrimiento en amor de donación, como Cristo, que vivió y murió amando. En contraste con esta actitud cristiana, hay quienes propugnan teorías aparentemente más eficaces a corto plazo, pero que, en realidad, desencadenan de modo inevitable la espiral de la violencia y transforman la vida y la convivencia humana “en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros” (Dives in Misericordia, 14). Vosotras debéis ser instrumentos de paz en manos del Señor y creer en la verdad y vigor del evangelio de reconciliación. La paz comienza a ser realidad, a nivel de individuos y de pueblos, cuando existe “la entrega de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes, 24).

7. Es particularmente importante, amadas hermanas, que viváis intensamente la comunión eclesial. Sabéis que es éste un signo que distingue a los verdaderos discípulos de Cristo. Esta comunión no se reduce solamente a un vínculo jurídico, sino que se enraíza en la vida de Dios Amor, participada y compartida en la Iglesia como imagen de la unidad y Trinidad divina (cf. Lumen gentium, 24). Los religiosos y personas consagradas, “movidos por la caridad que el Espíritu Santo derrama en sus corazones, viven más y más para Cristo y su cuerpo, que es la Iglesia” (Perfectae caritatis, 1), En efecto, “en el apostolado que desarrollan las personas consagradas, su amor esponsal por Cristo se convierte de modo casi orgánico en amor por la Iglesia como Cuerpo de Cristo, por la Iglesia como Pueblo de Dios, por la Iglesia que es, a la vez, Esposa y Madre” (Redemptionis Donum, 15).

Esforzaos siempre en fortalecer los lazos de comunión eclesial con vuestros pastores y procurad ser en todo momento fermento de unión entre los miembros de las comunidades. Como seguidores de Cristo debéis prestar una atención particular a quienes están en más peligro o se encuentran más alejados. Que vuestra humildad y vuestra acogida los anime a acercarse al rebaño del único Pastor.

Las personas consagradas han de dar, con sus vidas de entrega y sacrificio, testimonio de la misión de la Iglesia como “sacramento”, que ha sido elegido por el Señor para “reconciliar a los hombres entre sí y con Dios” (Lumen gentium, 1). Este camino de reconciliación, que es válido universalmente, resulta particularmente importante en vuestra patria que busca, en medio de innegables tensiones, un camino de paz duradera. Vuestros Pastores han llamado repetidamente a todos los hombres de buena voluntad a hacer un gran esfuerzo por construir la paz y encontrar vías de solidaridad y reconciliación dentro de un legítimo pluralismo. Con vuestra oración, vuestro testimonio de vida consagrada y de acción apostólica y caritativá sed siempre constructores de comunión y de paz.

8. En este esperado encuentro con vosotras, amadas religiosas de Chile, a los pies de la Santísima Virgen, deseo dejaros una consigna especial: ¡seguid radicalmente a Cristo! El amor a su persona y la dedicación a su obra redentora constituyen vuestra opción de vida. Por la profesión religiosa habéis optado por El en forma tan radical que “la insondable riqueza de Cristo” (Ef 3, 8) se ha vuelto el centro y la medida de todo otro compromiso. Tal sólo en Cristo y a través de El vosotras discernís; y lleváis a cabo cualquier otra opción, de tal manera que vuestro servicio a los herma. nos pasa por la donación incondicional a Cristo, vuestro Señor v Esposo.

El seguimiento radical os ha de llevar a una identificación sin reservas con Cristo en su misterio de pobreza, castidad y obediencia. Este y no otro ha de ser el centro más íntimo y eclesial del corazón de la religiosa y la fuente de su fecundidad en la Iglesia y en el mundo. Su amor preferencial por Cristo ha de animar y orientar toda su vida.

El dinamismo de vuestro incondicional seguimiento al Señor os llevará también a un renovado empeño en vuestro esfuerzo misionero dentro y fuera de vuestra patria. Con alegría he sabido que misioneras y misioneros chilenos están ya colaborando en el anuncio del Evangelio en otros continentes. También en vuestro país, al que el Señor está bendiciendo con abundantes vocaciones, es importante y urgente que los religiosos y religiosas vayan a los lugares más remotos, difíciles y necesitados, y que tengan allí la estabilidad necesaria para que la obra de la Iglesia se consolide.

Deseo hacer llegar en esta ocasión una especial palabra de aliento a los miembros de los Institutos seculares que, con su estilo de vida consagrada, confirmado por el Concilio Vaticano II, prestan un valioso servicio a la Iglesia en Chile, respondiendo a los nuevos desafíos apostólicos, siendo también ellos fermento de Cristo en el mundo. Vuestro carisma constituye un servicio de gran actualidad. Con vuestra actividad apostólica en el mundo, vosotras cantáis la gloria de Dios y contribuís eficazmente a la realización de aquella civilización del amor que es el designio divino para la humanidad en espera de su venida gloriosa.

9. Amadas hermanas: He tenido el gozo de reunirme con vosotras en este templo dedicado a Nuestra Señora del Carmen. La Virgen sigue siendo el modelo de todo consagrado. Ella es la mujer consagrada, la Virgen de Nazaret, que escuchando, orando y amando, es escogida para ser la Madre de Dios. “ Si toda la Iglesia encuentra en María su primer modelo, con más razón lo encontráis vosotras, personas y comunidades consagradas dentro de la Iglesia” ((Redemptionis Donum, 17).

Humilde y olvidada de sí, María entregó su vida para que se hiciera en Ella la voluntad del Señor. Su existencia se puso al servicio del designio salvador de Dios. En verdad Ella fue dichosa y bienaventurada. Despojada de todo poder que no fuera la fuerza del Espíritu que la cubrió con su sombra (cf. Lc 1, 35), no rehuyó la cruz, sino que vivió la fidelidad esponsal al Señor como tipo y Madre de la Iglesia (Lumen gentium, 58).

Que la Virgen María os acompañe siempre, siervas de Cristo; que Ella os enseñe el camino de la fidelidad y de la alegría humilde poniendo la existencia al servicio del reino; que Ella os enseñe y os anime en el camino de la santidad y en la acción evangelizadora.

A todas las religiosas y almas consagradas de Chile imparto con afecto mi Bendición Apostólica."

Saludo del Papa Juan Pablo II a los Campesinos en la Esplanada del Santuario di Maipú
Viernes 3 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Queridos hermanos y hermanas,
1. Mientras venía hacia Maipú, para esta solemne coronación de la imagen de la Santísima Virgen del Carmen, daba gracias a Dios Nuestro Padre, de quien proviene todo bien, al contemplar vuestros campos y. en particular, las chacras de Maipú que vosotros cultiváis con dedicación y esfuerzo.

Me causa profunda alegría encontrarme en este lugar con tantos fieles de Santiago y de todo el país, en esta gran explanada del santuario nacional de Maipú. Al veros aquí, en torno a Jesús y a Maria, me parece contemplar a todos los chilenos y chilenas, que una vez más se ponen bajo el manto protector de la Virgen del Carmen, visiblemente figurado en la arquitectura del santuario.

Saludo de modo especial a los habitantes de Maipú y a todos los campesinos de Santiago, que han querido venir a honrar a la Virgen con las mejores expresiones de su tradición huasa.

2. Queridos campesinos: Vuestro trabajo posee una especial nobleza, porque constituye un servicio básico, imprescindible para toda la comunidad y porque, a través de él, realizáis vuestra vocación humana como colaboradores de Dios, en estrecho contacto con la naturaleza.

Precisamente porque el trabajo es colaboración con Dios, los cristianos no podemos conformarnos con un trabajo hecho a medias. El “Evangelio del trabajo” que nos enseñó Jesús en Nazaret durante su vida de artesano, os ha de alentar en vuestros propios quehaceres: os ha de estimular también a mejorar la propia cultura y a perfeccionar vuestra capacitación profesional.

Además de esto, el cristiano ha de integrar toda su vida profesional en la ofrenda de sí mismo que, a través de Cristo, presenta al Padre, y está llamado también a realizar su quehacer diario buscando la unión con Dios.

“El cristiano que está en actitud de escucha de la palabra de Dios vivo, uniendo el trabajo a la oración, –escribía en la Encíclica Laborem Exercens– sepa qué puesto ocupa su trabajo no sólo en el progreso terreno, sino también en el desarrollo del reino de Dios, al que todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con la palabra del Evangelio” (Laborem Exercens, 27).

Sé muy bien que en vuestra vida y en vuestras tareas cotidianas no dejan de existir serias dificultades y acaso momentos de desaliento. El Señor no os abandona y nos invita a unir nuestro dolor a su sufrimiento redentor en la Cruz. También existen momentos de alegría y gozo, en los que nuestro corazón debe cantar y alabar a Dios. Tanto las penas como las alegrías, deben constituir un motivo para acercarnos más al Señor e impulsarnos a una vida cristiana más profunda.

El nombre de Maipú evoca gestas heroicas de los Padres de la patria. También el Señor pide ahora, a cada uno, un renovado esfuerzo orientado a adquirir las virtudes cristianas; que ese empeño no desdiga del que, en otro terreno, realizaron aquellos próceres. Así, vuestro trabajo, vivificado por los sacramentos, por la oración, por las virtudes humanas y cristianas, se convertirá en medio y ocasión de imitar a Jesús en su “ Evangelio del trabajo ”.

3. La gran Cruz de Maipú que nos preside, en la que están representadas todas las diócesis de Chile, quiera ser un símbolo de la unidad de todos los chilenos bajo este signo cristiano por excelencia. Desde la Cruz del Gólgota, Jesucristo nos entregó a su Madre para que fuera nuestra Madre. A Ella, la Santísima Virgen del Carmen, Madre y Reina de Chile, le pedimos que nos ayude a mantener siempre esa unidad propia de los buenos hermanos, hijos de un mismo Padre que está en el cielo. Amén."

Consagración de Chile a la Virgen del Carmen
Oración de Papa Juan Pablo II, Santuario national de Maipú, Viernes 3 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

1. Te bendecimos, ¡oh Dios nuestro!, Padre, Hijo y Espíritu 
Santo, porque elegiste a María, desde antes de la creación del 
mundo, para ser santa e inmaculada ante Ti por el amor. 
En previsión de los méritos de Cristo, 
la redimiste y constituiste Madre del mismo Redentor. 
Por virtud del Espíritu Santo hiciste de Ella para siempre 
templo de tu gloria, una nueva criatura, 
primicia de la nueva humanidad. 
¡Bendito seas por siempre, Señor!

2. ¡Bendita Tú entre las mujeres, Virgen María, 
y bendito el fruto de tu seno, Jesús!

En Ti, la llena de gracia, se refleja la bondad de Dios 
y el destino de la criatura humana, 
para alabanza de la gloria de su gracia 
con la que nos enriqueció en su Hijo muy amado, 
que es nuestro Hermano e Hijo tuyo, Jesucristo.

Tú, la humilde sierva del Señor, 
eres el modelo de los discípulos de Cristo 
que consagran su vida a realizar la voluntad del Padre 
para la venida de su reino.

3. ¡Santa María, Madre de Cristo, 
Madre de Dios y Madre nuestra!

Bajo tu amparo nos acogemos, 
a tu intercesión maternal nos confiamos. 
Como Tú te consagraste totalmente a Dios, 
nosotros, siguiendo tu ejemplo 
y en comunión contigo, 
nos consagramos a Cristo el Señor; 
nos consagramos también a Ti, nuestro modelo, 
porque queremos hacer en todo la voluntad del Padre, 
y ser como Tú fieles a las inspiraciones del Espíritu.

4. ¡Virgen del Carmen de Maipú, 
Reina y Patrona del pueblo chileno!

A tu corazón de Madre encomiendo la Iglesia
y todos los habitantes de Chile: 
los Pastores y los fieles, 
todos los hijos de esta nación. 
Que bajo tu protección maternal, 
Chile sea una familia unida en el hogar común, 
una patria reconciliada en el perdón 
y en el olvido de las injurias, 
en la paz y en el amor de Cristo. 
Tú que eres la Madre de la Vida verdadera, 
enséñanos a ser testigos del Dios vivo, 
del amor que es más fuerte que la muerte, 
del perdón que disculpa las ofensas, 
de la esperanza que mira hacia el futuro 
para construir, con la fuerza del Evangelio, 
la civilización del amor en una patria reconciliada y en paz.

5. ¡Santa María de la Esperanza, 
Virgen del Carmen y Madre de Chile!

Extiende tu escapulario, como manto de protección,
sobre las ciudades y los pueblos, sobre la cordillera y el mar,
sobre hombres y mujeres, jóvenes y niños, 
ancianos y enfermos, huérfanos y afligidos, 
sobre los hijos fieles y sobre las ovejas descarriadas. 
Tú, que en cada hogar chileno tienes un altar familiar, 
que en cada corazón chileno tienes un altar vivo, 
acoge la plegaria de tu pueblo, que ahora, con el Papa, de nuevo se consagra a Ti. 
Estrella de los mares y Faro de luz, 
consuelo seguro para el pueblo peregrino, 
guía los pasos de Chile en su peregrinar terreno, 
para que recorra siempre senderos de paz y de concordia, 
caminos de Evangelio, de progreso, de justicia y libertad. 
Reconcilia a los hermanos en un abrazo fraterno; 
que desaparezcan los odios y los rencores, 
que se superen las divisiones y las barreras, 
que se unan las rupturas y sanen las heridas. 
Haz que Cristo sea nuestra Paz, 
que su perdón renueve los corazones, 
que su Palabra sea esperanza y fermento en la sociedad.

6. ¡Madre de la Iglesia y de todos los hombres!

Inspira y conserva la fidelidad a Cristo 
en la nación chilena y en el continente latinoamericano. 
Mantén viva la unidad de la Iglesia bajo la cruz de tu Hijo. 
Haz que los hombres de todos los pueblos, 
reconozcan su mismo origen y su idéntico destino, 
se respeten y amen como hijos del mismo Padre, 
en Cristo Jesús, nuestro único Salvador, 
en el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra, 
para gloria y alabanza de la Santísima Trinidad. Amén.

Discurso de JPII a los Enfermos del Centro Hogar de Cristo
Santiago de Chile, Viernes 3 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Amadísimos hermanos y hermanas:
1. En el curso de mi visita pastoral a la Iglesia en Chile no podía faltar este encuentro con los enfermos y con el personal que los asiste. Es para mí un deber, que siento de veras en mi corazón de Pastor, venir hasta vosotros, que sois la parte del redil de la Iglesia más probada por el dolor, y hacerla objeto de una especial expresión de afecto. Y junto con vosotros, hermanos enfermos de esta sección del Hogar de Cristo, tengo también presentes en mi pensamiento, con inmenso cariño, las demás secciones de esta gran iniciativa de caridad que dejara asentada en Chile el Siervo de Dios padre Alberto Hurtado Cruchaga, de la Compañía de Jesús; tengo presentes a los ancianos y a los niños que aquí han encontrado su hogar; pienso también en todos los enfermos de Chile que se hallan en este momento en los hospitales, clínicas y asilos, así como a los que se encuentran en sus propias casas asistidos por sus familiares. A todos os quiero expresar mi amor en Cristo y mi cercanía en el sufrimiento, pues, como miembros de la misma Iglesia de Cristo, “si sufre un miembro todos los demás sufren con él” (1Co 12, 36).

Mi presencia entre vosotros la inspira también el ferviente deseo de consolaros en vuestra tribulación y dar así testimonio de que Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, es “el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo” (2Co 1, 3). El amor que nos une, la fe y la esperanza que compartimos, son “el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios” (Ibíd., 1, 4).

2. Consciente de esto, la comunidad cristiana, la Iglesia en Chile, ha de dar testimonio de especial predilección por sus miembros sufrientes. La Iglesia demuestra su vitalidad por la magnitud de su caridad. No existe mayor desgracia para ella que el enfriamiento de su amor. La Iglesia no ha de ahorrar esfuerzo en mostrar entrañas de misericordia hacia los más necesitados y hacia todas las personas víctimas del dolor: aliviándolos, sirviéndolos y ayudándoles a dar un sentido salvífico a sus sufrimientos. También en esto nos ilumina la figura del padre Hurtado, hijo preclaro de la Iglesia y de Chile. El veía a Cristo mismo en sus niños desamparados y en sus enfermos. ¿Podrá también en nuestros días el Espíritu suscitar apóstoles de la talla del padre Hurtado, que muestren con su abnegado testimonio de caridad la vitalidad de la Iglesia? Estamos seguros que sí; y se lo pedimos con fe.

A vosotros, queridos enfermos de todo el país, confío esta intención. Que vuestra plegaria, que es participación en la cruz de Cristo, llegue hasta Dios y que El siga derramando en abundancia la gracia que renueve el ardor de caridad en la Iglesia en Chile, y suscite vocaciones de entrega generosa a los hermanos más necesitados. ¡Cuántos jóvenes han descubierto su vocación de consagración total a Dios precisamente en los ambientes de dolor, asistiendo a los enfermos!

3. Vosotros, los probados por el sufrimiento, sois piedras vivas, apoyo de la Iglesia. Por eso os repito hoy la exhortación que hacía en mi Carta Apostólica Salvifici Doloris: “Os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad” (Salvifici Doloris, 31) .

El misterio de la compasión encuentra en el corazón de la madre una infinita capacidad de acogida Volvemos por ello nuestros ojos confiados a María, consuelo de los afligidos, para que, como mujer fuerte a los pies de la cruz de Jesús, siga intercediendo por sus hijos más necesitados haciéndoles sentir su solicitud maternal.

Al renovar mi expresión de caridad hacia todos vosotros y mi confianza en el valor salvífico de vuestro dolor, os pido que ofrezcáis vuestro sufrimiento por la reconciliación de la gran familia chilena: para que reine el amor entre todos y para que en el mundo fluya como un río la paz.

A todos los enfermos de Chile, a sus familias, y a cuantos con abnegación y espíritu cristiano se dedican a su asistencia, imparto con afecto mi Bendición Apostólica."

Discurso de JPII a los Representantes del Mundo de la Cultura
Universidad Católica de Santiago de Chile, Viernes 3 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Eminentísimos señores cardenales, excelentísimos señores obispos,
señores rectores, autoridades académicas y profesores, responsables de la pastoral universitaria,
amigos todos de la cultura y de la ciencia, queridos estudiantes, señoras y señores:

1. En mi visita a vuestra noble nación no podía faltar un encuentro con vosotros, que representáis el mundo de la cultura, de la ciencia y de las artes. En visitas a países de tradición católica, es osta una cita obligada que me llena de gozo y a la cual atribuyo una especialísima importancia.

Las incomprensiones y malentendidos que pudo haber en el pasado, con respecto a determinados postulados de la ciencia, han sido felizmente superados, y entre la Iglesia y la cultura existe hoy un diálogo vivo, cordial y fecundo. Permitidme que lo repita también aquí entre los exponentes de la intelectualidad y del mundo universitario chileno La Iglesia necesita de la cultura, así como la cultura necesita de la Iglesia. Se trata de un intercambio vital y. en cierto modo, misterioso, que conlleva el compartir bienes espirituales y materiales que a ambos enriquecen.

Me dirijo también en esta ocasión a los “constructores de la sociedad”, con el deseo de alentarles en sus quehaceres en favor del bien común. Heme aquí pues entre vosotros, para deciros, con mi presencia y mi palabra, lo mucho que la Iglesia os necesita y. recíprocamente, lo mucho que vosotros podéis recibir de ella para dar satisfacción a muchas de las exigencias de vuestra misión y vocación científica y profesional.

2. Frente a los amplios horizontes que os ofrece el mundo creado por Dios, dentro del cual el hombre, gloria de la creación, desarrolla su actividad transformadora y humanizadora, habéis de asumir con plena conciencia la singular responsabilidad que compartís con los hombres de la cultura y de la ciencia del mundo entero. La ciencia y la cultura no tienen fronteras.

De modo más concreto y específico, vuestra responsabilidad se proyecta sobre la nación y sobre el pueblo chileno y es una responsabilidad moral que tenéis ante Dios y ante vuestros conciudadanos. Es éste un compromiso primario, que hoy la Iglesia os quiere recordar con afecto y para cuyo desempeño os ofrece su apoyo y colaboración.

La cultura de un pueblo –en palabras del documento de Puebla de los Ángeles– es «el modo particular como los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre sí mismo y con Dios (Gaudium et spes, 53) de modo que puedan llegar a "un nivel verdadera y plenamente humano" (Ibíd.)» (Puebla, 386).

La cultura es, por tanto, “el estilo de vida común” (Gaudium et spes, 53) que caracteriza a un pueblo y que comprende la totalidad de su vida: “el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan... las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social” (Puebla, 387). En una palabra, la cultura es, pues, la vida de un pueblo.

Pero sois vosotros, hombres del mundo de las letras, de las ciencias y de las artes, quienes, además de participar intensamente de esta vida, estáis en condiciones de detectar y analizar los rasgos característicos de la cultura de vuestro pueblo. Sois vosotros los que descubrís y. en cierta medida, podéis iluminar la trayectoria del devenir cultural, sugiriendo, a veces, nuevos derroteros.

3. En este sentido el mundo de la cultura es parte de la conciencia del pueblo; es por ello que vosotros estáis llamados a tomar parte activa en la configuración de dicha conciencia.

“El hombre vive una vida verdaderamente humana, gracias a la cultura” (Discurso a la Unesco, n. 6, 2 de junio de 1980). La cultura, por su parte, en la variedad y riqueza de su creatividad, da razón de que el hombre es un ser distinto y superior al mundo que lo rodea. Por esto, “el hombre no puede estar fuera de la cultura” (Ibíd.).

Del reconocimiento de su condición como “ser distinto y superior” surgen simultáneamente en el hombre el interrogante antropológico y el ético. Y sobre este fundamento arraiga lo esencial de toda cultura, es decir, “ la actitud con que un pueblo afirma o niega una vinculación religiosa con Dios ”; lo cual conduce, a que “la religión o la irreligión sean inspiradoras de todos los restantes órdenes de la cultura –familiar, económico, político, artístico, etc.– en cuanto los libera hacia un último sentido trascendente o los encierra en su propio sentido inmanente” (Puebla, 389).

4. Ved, pues, la ardua tarea y grave responsabilidad que aguarda a todo hombre que se precia del título de hombre de cultura. Permitidme en esta circunstancia recordaros algunas de ellas, que me parecen particularmente urgentes. En primer lugar, se hace necesario un proceso de reflexión, que desemboque en una renovada difusión y defensa de los valores fundamentales del hombre en cuanto tal, en su relación con sus semejantes y con el medio físico en que vive. A este respecto, os aliento encarecidamente a que sepáis presentar en su justa imagen una cultura del ser y del actuar. “ El "tener" del hombre no es determinante para la cultura, ni es factor creador de cultura, sino en la medida en que el hombre, por medio de su "tener", puede al mismo tiempo "ser" más plenamente hombre en todas las dimensiones de su existencia, en todo lo que caracteriza su humanidad” (Discurso a la Unesco, n. 7, 2 de junio de 1980). Una cultura del ser no excluye el tener: lo considera como un medio para buscar una verdadera humanización integral, de modo que el "tener" se ponga al servicio del "ser" y del "actuar".

En términos concretos, esto significa promover una cultura de la solidaridad que abarque la entera comunidad. Vosotros, como elementos activos en la conciencia de la nación y compartiendo la responsabilidad de su futuro, debéis haceros cargo de las necesidades que toda la comunidad nacional ha de afrontar hoy. Os invito, pues, a todos, hombres de la cultura y “constructores de la sociedad”, a ensanchar y consolidar una corriente de solidaridad que contribuya a asegurar el bien común: el pan, el techo, la salud, la dignidad, el respeto a todos los habitantes de Chile, prestando oído a las necesidades de los que sufren. Dad cumplida y libre expresión a lo que es justo y verdadero y no os sustraigáis a una participación responsable en la gestión pública y en la defensa y promoción de los derechos del hombre.

No se me oculta que también vosotros tenéis que hacer frente cada día a no pocas dificultades. Las particulares circunstancias por las que atraviesa el país han creado, también en vuestras filas, una cierta desorientación e inseguridad.

5. La Iglesia, en esta hora cargada de responsabilidades, os acompaña en vuestra ineludible misión de buscar la verdad y de servir sin descanso al hombre chileno. Desde su propio ámbito os alienta a profundizar en las raíces de la cultura chilena; a robustecer vuestra función dentro de la comunidad con niveles de competencia científica cada vez más serios y rigurosos, y evitando la tentación de aislamiento respecto de la vida real y de los problemas del pueblo. De este modo, prestaréis una magnífica e insustituible contribución a la toma de conciencia de la identidad cultural por parte de vuestro pueblo.

La identidad cultural supone tanto la preservación como la reformulación en el presente de un patrimonio pasado, que pueda así ser proyectado hacia el futuro y asimilado por las nuevas generaciones. De esta manera, se asegura a la vez la identidad y el progreso de un grupo social.

En el pueblo, que conserva de manera notable la memoria del pasado y está expuesto en forma directa a las transformaciones del presente, vosotros podréis encontrar las raíces de aquellas peculiaridades que hacen de la vuestra una cultura que tiene ciertos rasgos comunes con la de otras naciones del mundo latinoamericano, una cultura chilena, cristiana y católica, una cultura noble y original.

6. Si el caminar solidario con el pueblo es garantía de permanencia de una memoria fiel a sus raíces y de profundización en lo que pudiera llamarse la identidad cultural de la nación, la opción preferencial por los jóvenes es garantía de futuro.

La cultura es una realidad inserta en el devenir histórico y social (Gaudium et spes, 53). La sociedad la recibe, la modifica creativamente y la transmite sin pausa, a través del proceso de la tradición generacional (cf. Puebla, 392). Los jóvenes son, por naturaleza, uno de los vehículos de transmisión y de transformación de la cultura.

La presencia de los jóvenes en la universidad contribuye a hacer de ésta un centro ideal para la gestación de las renovaciones culturales que, en el transcurso del tiempo, fomente el desarrollo de la persona humana en todas sus capacidades. De ahí que la Iglesia, desde el campo que le es propio, pretenda renovar y reforzar los vínculos que la ligan a la institución universitaria de vuestro país desde su mismo nacimiento.

Lejos de pretender restaurar antiguas formas de mecenazgo hoy día impracticables, la Iglesia, movida por su indeclinable vocación de servicio al hombre, dirige su llamada a todos los intelectuales chilenos –comenzando por los propios hijos de la Iglesia– para que lleven a cabo esa labor integradora, propia de la verdadera ciencia, que asiente las bases de un auténtico humanismo. En esta perspectiva, cobra actualidad aquel proceso siempre nuevo que el documento de Puebla llama “evangelización de las culturas” (Ibíd., 385).

7. Dicha evangelización se dirige al hombre en cuanto tal. Partiendo de la “ dimensión ” religiosa, tiene en cuenta a todo el hombre y se esfuerza por llegar a él en su totalidad. Una genuina evangelización de las culturas ha de seguir obligatoriamente esta trayectoria, puesto que, en última instancia, es el hombre el primer artífice y el beneficiario de la cultura.

En este quehacer las universidades juegan un papel particularmente importante. Ellas se presentan como instituciones con vocación de servicio al hombre como tal, sin subterfugios ni pretextos.

A este respecto, yo diría que corresponde a las Universidades Católicas, y en particular a esta Pontificia Universidad Católica de Chile, una tarea que puede considerarse institucional. Permitidme que, en esta circunstancia, dirija un saludo de aprecio a esta benemérita Universidad, que en esta mañana nos acoge, expresándole mi reconocimiento por la labor realizada y mi aliento a proseguir en la consecución de los objetivos propios de una Universidad Católica: calidad y competencia científica y profesional; investigación de la verdad al servicio de todos; formación de las personas en un clima de concepción integral del ser humano, con rigor científico, y con una visión cristiana del hombre, de la vida, de la sociedad, de los valores morales y religiosos (Discurso a los estudiantes de las Universidades católicas de México, 31 de enero de 1979); participación en la misión de la Iglesia en favor de la cultura. En todo este cometido es preciso tener presente que la “Universidad Católica debe ofrecer una aportación específica a la Iglesia y a la sociedad”, y que ella encuentra “su significado último y profundo en Cristo, en su mensaje salvífico, que abarca al hombre en su totalidad, y en las enseñanzas de la Iglesia” (Ibíd.).

8. A esta Universidad, que por ser Pontificia goza de particulares vínculos con la Sede Apostólica, dirijo un llamado apremiante a un renovado esfuerzo en su trayectoria de servicio al hombre y a la sociedad chilena por amor a Dios, profundizando en aquella visión moral y espiritual de la persona con la que el Concilio Vaticano II, particularmente en la Constitución Gaudium et spes, ha querido dar respuesta no sólo a las esperanzas, sino también a las angustias y a los problemas del hombre moderno.

Partiendo de la propia vocación y de su identidad cristiana y católica, la Universidad y todos los miembros que la componen, deben convertirse en testimonio de verdad y justicia, y dar testimonio, juntamente con los demás centros universitarios, de los valores morales ante la nación. Esto comporta para ella –en fecundo diálogo entre el orden revelado y las ciencias “humanas”, en expresión de Santo Tomás de Aquino– (Summa Theologiae, I q. 1, a. 1) fidelidad al Magisterio de la Iglesia; comporta profundización y divulgación de aquellos principios que forman parte del patrimonio irrenunciable de la doctrina católica; comporta adhesión a aquellas enseñanzas que la Iglesia ha venido explicitando en campo social (cf. Puebla, 475).

Por otra parte, queda fuera de toda duda que en su servicio a la cultura han de mantenerse claramente algunos principios: la identidad de la fe sin adulteraciones, la apertura generosa a cuantas fuentes exteriores de conocimiento puedan enriquecerla y el discernimiento crítico de esas fuentes conforme a aquella identidad.

Sin la identidad inamovible de la fe cristiana, los préstamos exteriores se convierten en fáciles y transitorios sincretismos que el tiempo disipa. Sin la necesaria apertura a esas otras fuentes –tan variadas y ricas en nuestra época– el pensamiento cristiano se angosta y queda atrás. Y sin el indispensable discernimiento crítico, se producen síntesis aparentes y ruinosas que tanto dañan hoy mismo la conciencia de los fieles. El Papa urge en forma especial a los creyentes a no caer en la tentación de recurrir a ideologías ateas, o transidas de materialismo teórico o práctico, o cautivas del principio de la inmanencia o inmanentismo, y. en general, incompatibles con la fe cristiana. Más aún, el solo pensar ideológico, en el sentido actual de esta expresión, ya lleva consigo simplificaciones o reducciones frente a las cuales la conciencia cristiana debe mantenerse en guardia, atenta a la diferencia que media entre la doctrina y la ideología.

9. En las proximidades del tercer milenio, la humanidad se encuentra en el trance de un proceso de cambio sin precedentes, “que no podrá tener lugar en el sentido de la salvación, más que en virtud de una cultura nueva, de dimensiones planetarias” (Discurso al mundo de la cultura de Florencia, n. 8, 18 de octubre de 1986) .

A la Iglesia en Latinoamérica, y en particular a la Iglesia que peregrina en Chile y a esta noble nación, en la vigilia de las celebraciones del V centenario del comienzo de la evangelización del continente americano, se le pide su aporte original en la formación de una síntesis renovada que ofrezca respuestas adecuadas a la “nueva época de la historia humana” ((Gaudium et spes, 54).

Al agradecer vuestra presencia, deseo reiterar mi profunda estima por la labor que desempeñáis en favor de la cultura, y a la vez alentaros en vuestros esfuerzos por hacer de nuestro mundo un lugar más fraterno, humano y acogedor y, por lo mismo, más digno de Dios.

Elevo mi plegaria al Altísimo para que os conceda la fuerza necesaria para seguir trabajando al servicio de Chile. A todos los presentes, a vuestras familias y a las instituciones que representáis imparto con afecto mi bendición apostólica."

Discurso del Papa San Juan Pablo II al Cuerpo Diplomático
Sede de la Nunciatura Apostólica, Santiago de Chile, Viernes 3 de abril de 1987 - in English, French, Italian & Spanish

"Your Excellence, Ladies and Gentlemen,
1. This pastoral visit to Chile affords me the opportunity to meet you, distinguished leaders of the diplomatic missions accredited to this noble nation. In my pilgrimages throughout the different countries of the world, it is always a pleasure for me to be able to greet the members of the diplomatic corps, and to manifest personally to them my deep appreciation of the continuing service they carry out for the benefit of their respective peoples and governments in promoting peaceful international relationships. Therefore, at this moment, as I address these greetings, I feel a deep satisfaction. Through you I extend my greetings to the nations whose qualified and worthy representatives you are.

You naturally have your own origins and perhaps also you come from different cultural backgrounds. Consequently, your views of life and of the international situation probably differ. Nevertheless, all of you share in a nobly unifying mission, that of being builders of bridges of collaboration and harmony between countries.

2. The Church in general, and the Holy See in particular, also works for these objectives. However, as her action is not limited by the horizon of time but projects itself to eternity, her task is of a religious, transcendent nature. Nevertheless, while carrying out the work of evangelization throughout history, and since the one for whom the message of salvation is destined in every age is the human being, the Church cannot turn her back on the world's great problems. As the good Samaritan of the Gospel parable, she knows that it is also her duty to help man follow, in his passage through history, the path of peaceful relationships, solidarity and collaboration.

As I have emphasized from the beginning of this journey - during my visit in Uruguay - this pastoral visit to Chile and Argentina has a special significance: to celebrate the peace between both nations. The Treaty of peace and friendship. to which, with the help of the Almighty, the path of mediation happily led, has reaffirmed the harmonious commitment to peace of both countries and their authorities, and has protected it towards the future in terms of renewed solidarity and a promising collaboration.

This agreement not only constitutes an invaluable contribution to the strengthening of harmonious relationships in this part of America, but also serves as an eloquent witness for the relationships among the nations of the earth, because it has proved the effectiveness of a principle which must always inspire these relationships: availability for dialogue. At all levels of human life this attitude is indispensable. It impels a search for points of contact, a study of constructive solutions and, consequently, the avoidance of confrontations which can endanger peaceful relationships or international stability.

3. During the years of your diplomatic service you will surely have had occasion to experience the unceasing work which the Apostolic See has done and continues to do for the promotion and defence of the rights of the human person, created in the image and likeness of God. This is a very real way of fulfilling the task of service to man which the Church has carried out since the first moments of her history, aware of complying in this way with the Gospel imperative of charity, which must be the distinctive Christian characteristic for all times.

In fact, human brotherhood, the true cornerstone of the social edifice, is a necessary imperative in the life of every nation, in the life of all the peoples of this planet. As I wrote in my Message for this year's World Day of Peace, "once we truly grasp that we are brothers and sisters in a common humanity, then we can shape our attitudes towards life in the light of the solidarity which makes us one".

4. Excellencies, Ladies, Gentlemen: these are the hopes I express here as well, before you. representatives of many of the world's nations: May the star of human brotherhood always guide the steps of individuals and nations; may all people recognize that they are children of the common Father in heaven."

Pope St John Paul II's speech to the Delegate of the Economic Commission for Latin America & the Caribbean
Santiago de Chile, Friday 3 April 1987 - in English, French, Italian & Spanish

"Your Excellency, Ladies & Gentlemen,
1. It is a great pleasure for me to meet you in the Chilean headquarters of the Economic Commission for Latin America and the Caribbean. I wish, first of all. to express my most cordial greeting and gratitude to all those present, especially to the Executive Secretary of ECLAC for inviting me and for his warm words of welcome.

I likewise greet the entire staff of this building - the main centre of the United Nations in the region - the representatives of the bodies, agencies and entities, and all the distinguished guests.

My presence here today extends and reaffirms the support and collaboration which my predecessors of happy memory have offered the United Nations Organization, and which I myself have tried to give from the beginning of my pontificate.

2. Your most important purpose is to study the socio‑economic situation of the region, to formulate and suggest economic policy and to carry out projects of international cooperation for the good of this vast area of the planet, whose fifth centenary of initial evangelization we are preparing to celebrate.

The simple description of your task makes obvious the Church's great interest in it. We share the same problem from different perspectives, which are, however, complementary. In effect, that which concerns you is also an object of anxiety and continual vigilance for the Church, whose mission is centered in the service of man in the fullness of his dimensions, as a creature of God and destined to salvation in Christ. This evening I wish to reflect with you, in the specific light of the divine natural law and the Church's social teaching, on some particularly urgent topics which affect us all.

3. Your studies indicate that, despite the diversity of the national economies, the crisis suffered generally between 1981 and 1985 has been the most serious and profound one of the last half century: and that, although there are signs of recovery in the most recent period, a tragic fact remains: during this span of time the per capita gross national product of the region has fallen alarmingly in real terms while the population has grown considerably, and paying the foreign debt has become more exacting. You also point out that, as was foreseeable, the sectors most seriously affected by the crisis are the poorest ones and that the phenomenon of critical poverty tends to "repeat itself", as you say, in a discouraging "vicious circle". Certainly you have not limited yourselves to a purely negative diagnosis. I am happy to know that you see possibilities of readjustment and progress, the very ones which, with daring hope, you include in the formula of a "virtuous circle" in the opposite direction, consisting of production, employment, growth and equity.

4. However, the general outlook definitely seems bleak. I am sure that, like me, you discover behind the concise language of figures and statistics the living and sorrowful face of each person, of each needy and marginalized human being, with his pains and joys, his frustrations, anguish and hope for a better future.

It is man, the total man, each man in his unique and unrepeatable being, created and redeemed by God, this is the one who comes into view with his personal face, his indescribably concrete poverty and marginalization, behind the generality of the statistics. Ecce homo...!

5. Before this perspective of suffering, I cannot but direct a call to the public authorities, to private enterprise, to as many people and institutions of the whole region as can hear me, and of course to the developed nations: I invite them to accept this formidable moral challenge which was expressed one year ago in the Instruction Libertatis Conscientia, in the following terms: "to work out and set in motion ambitious programmes aimed at the socio‑economic liberation of millions of men and women caught in an intolerable situation of economic, social and political oppression" (n. 81). In this regard and in line with this principle, the first problem arises concerning the roles of the State and private enterprise. As a doctrinal presupposition, I will limit myself to recalling a well‑known postulate of the Church's teaching on social matters: the relationship of subsidiarity. The State must not supplant the initiative and responsibility which the individuals and the smaller social groups are capable of assuming in their respective fields: on the contrary, the State should foster actively these environments of freedom: at the same time it ought to order their activity and watch over their adequate insertion into the common good.

Very different forms of relationship between public authority and private initiative can fit in this framework. In the face of the tragedy of extreme poverty, it is of the utmost importance that there should exist a mentality of decided cooperation. Work together, integrate your efforts, do not place ideological factors or group interests ahead of the needs of the poorest people.

6. The challenge of poverty is so great that in order to overcome it, we must make the greatest possible use of private enterprise, with its potential effectiveness, its capacity to use resources efficiently and the abundance of its energies for renewal. The public authority, for its part, cannot abdicate the direction of the economic process, using its ability to mobilize the nation's strengths to cure the characteristic deficiencies of developing economies, in short, from its ultimate responsibility for the common good of the entire society.

However, State and private enterprise are ultimately composed of people. I want to emphasize the ethical and personal dimension of the economic participants. My call, then, takes the form of a moral imperative: foster solidarity above all! Whatever your function may be in the fabric of socio‑economic life, construct an economy of solidarity in the region! With these words I propose for your consideration what I called in my recent Message for the World Day of Peace: "a new relationship, the social solidarity of all" (n. 2). On this point, I wish to repeat here today the conviction expressed in the recent document of the Pontifical Commission "lustitia et Pax' regarding the international debt: "cooperation which goes beyond collective egoism and vested interests can provide for an efficient management of the debt crisis and, more generally, can mark progress along the path of international economic justice" (Introd.).

7. Solidarity as a basic attitude implies, in economic decision-making, feeling the poverty of others as one's own, intimately appropriating the misery of those on the margins of life and, therefore, acting with rigorous consistency.

It is not just a matter of professing good intentions but also of a decided commitment to find effective solutions at the technical level of the economy with the clear-sightedness ‑ of love and creativity, springing from solidarity.

I believe that it is in this economy of solidarity we fix our greatest hopes for the region. The most adequate economic mechanisms are somewhat like the body of the economy; the dynamism which vivifies and renders them effective - their "inner spirit" - must be solidarity. Moreover, this is precisely the repeated teaching of the Church on the priority of the person over the structures and of the moral conscience over the social institutions which express it.

Your technical reports merit, as I see it, a twofold consideration. On the one hand, profound solutions for the extreme poverty are not possible without a substantial increase in production, and, therefore, without a sustained impulse of economic development for the entire region. On the other hand, this solution, because of its long‑term nature and internal dynamics, may be entirely insufficient to meet the immediate needs of the poorest people. Their situation demands extraordinary measures; aid cannot be delayed, subsidies are needed. The poor cannot wait! Those who have nothing cannot wait for help which might come to them as a kind of overflow from the overall prosperity of society.

I am well aware that it is extremely difficult to combine these two imperatives within the enormous complexity of the economic phenomenon in such a way that they do not negate each other but, rather, strengthen one another. The Pastor who is speaking to you has no technical solutions to offer you; this is your task as experts. The common Father of so many underprivileged children is convinced that an adequate articulation in a coherent economic policy is possible, must be possible, with so many people morally committed to mutual solidarity and, because of that, technically creative.

8. I am consoled that your latest studies contemplate strategies to join both economic imperatives, the long term one and that of immediate urgency. I am also happy to know that your first priority is to overcome the high rate of unemployment in so many countries of the region.

An unquestionable priority must be given to the policies of reducing unemployment and the creation of new sources of work. This priority, as your reports show, has purely technical reasons to support it as well: there is a reciprocal relationship between the creation of jobs and economic development, a mutual causality, the fundamental dynamics of the "virtuous circle" mentioned earlier.

Allow me, however, to insist on the profoundly moral reason for this priority of full employment. The subsidies of housing, nutrition, health care, etc granted to the most needy are indispensable, but he (the poor person), we could say, is not the actor in this act of assistance, praiseworthy though it is. On the other hand, to offer him work is to put in motion the essential resource of his human activity, in virtue of which the worker becomes the master of his destiny: he integrates himself within society, and also receives those other aids not as alms but, in a certain way, as the living and personal fruit of his own effort.

The studies on the "psychology of the unemployed" vigorously confirm this priority. The unemployed has suffered injury to his human dignity. On becoming once again an active worker, he not only regains a salary, but also that essential dimension of the human condition, work, which in the order of grace, is the Christian's ordinary way towards perfection. Your most recent unemployment statistics for the region are terrifying. Let us not rest until we have made it possible for every inhabitant of the region to have access to this authentic fundamental right which is, for the human person, the right --correlative to the duty - to work!

9. Permanent work with a just pay possesses, more than any subsidy, the intrinsic capability of reversing that circular process which you have called "the repetition of poverty and marginalization".

This is possible, however, only if the worker has at least a minimal level of education, culture and skill, and has the opportunity to provide these for his children as well. You are well aware that this touches upon one of the nerve centres of the problem: education, the master key to the future, the way to integrate the marginalized, the soul of social dynamism, the right and essential duty of the human person. May the States, intermediate groups, individuals, institutions, and the multiple forms of private initiative concentrate their best efforts in the educational development of the entire region!

The moral causes of prosperity are well known throughout history. They reside in a constellation of virtues: diligence, competence, order, honesty, initiative, frugality, thrift, a spirit of service, keeping one's word, courage; in short to love work well done. Without these virtues, no social system or structure can magically solve the problem of poverty; in the long run, the pattern and the performance of the institutions reflect these habits of the human subjects which are essentially acquired in the educational process and shape an authentic work culture.

10. Finally, allow me to say a word about the important work which the Latin American Demographic Centre, an organism of ECLAC, carries out. I know well that population growth seems to add to the region's problems which we have just described; they feel like a heavy burden. I will repeat to you in this regard the well‑known words of Pope Paul VI to the Food and agriculture Organization in 1970: "Certainly in the face of the difficulties to be overcome, there is a great temptation to use one's authority to diminish the number of guests rather than to multiply the bread that is to be shared."

Even within the difficult context of the economy, human life in its deepest and holiest centre conserves that intangible character which nobody is empowered to manipulate without offending God and damaging the entire society. Let us defend it at all costs against the easy solutions based on destruction. No to the artificial prevention of fertilization! No to abortion! Yes to life! Yes to responsible parenthood!

The demographic challenge, like every human challenge, is ambivalent and must bring us to double that concentration, which I spoke of earlier, of the best strengths of human solidarity and collective creativity, in order to turn the population growth into a formidable power generating economic, social, cultural and spiritual development.

11. In this meeting I would have liked to speak to you about many other topics common to ECLAC and the Apostolic See. I chose to focus on the extreme poverty which is at the very centre of your concern: this is a painful sore which affects me deely as Father and Pastor of so many faithful in the beloved countries of this vast region of the world."

Homilía del Papa Juan Pablo II en la Misa de Beatificación de Sor Teresa de Los Andes
Parque O’Higgins de Santiago de Chile, Viernes 3 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “Quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor”(1Co 13, 13) .

Estas palabras de San Pablo, en las que culmina su “himno a la caridad” resuenan con tonos nuevos en esta celebración eucarística.

Sí, “la más grande es el amor”.

Son palabras que se hicieron vida en la persona de sor Teresa de los Andes, que hoy he tenido la gracia y el gozo de proclamar Beata. Hoy, amadísimos hermanos y hermanas de Santiago y de Chile, es un día grande en la vida de vuestra Iglesia y de vuestra nación. Hija predilecta de la Iglesia chilena, sor Teresa es ensalzada a la gloria de los altares en la patria que la vio nacer. El Pueblo de Dios peregrino encuentra en ella un guía para su caminar hacia la meta de la Jerusalén celestial.

Deseo dirigir mi cordial saludo a los hermanos en el Episcopado aquí presentes, en particular al señor cardenal arzobispo de esta querida arquidiócesis. Saludo igualmente a las autoridades, al prepósito general de los Carmelitas Descalzos, y a los sacerdotes, religiosos, religiosas y amadísimos fieles de esta Iglesia que peregrina en Chile y que hoy se alegra en torno a una joven, una religiosa carmelita, modelo de virtud.

Movidos por la fe, la esperanza y el amor, caminamos como peregrinos hacia Dios que es Amor, y nuestra alma se llena de gozo al comprobar que esta peregrinación espiritual tiene su corona en la gloria, a la que Cristo nuestro Señor desea conducirnos a todos.

Hemos escuchado al principio un breve perfil biográfico de sor Teresa de los Andes, una joven chilena, símbolo de la fe y de la bondad de este pueblo; una carmelita descalza, arrebatada para el reino de los cielos en la primavera de su vida; una primicia de santidad del Carmelo Teresiano en América Latina.

En sus breves escritos autobiográficos nos ha dejado el testamento de una santidad sencilla y accesible, centrada en lo esencial del Evangelio: amar, sufrir, orar, servir.

El secreto de su vida volcada hacia la santidad está cifrado en una familiaridad con Cristo, presente y amigo, y con la Virgen Maria, Madre cercana y amorosa.

 2. Teresa de los Andes experimentó desde muy niña la gracia de la comunión con Cristo, que se fue desarrollando progresivamente en ella con el encanto de su juventud, llena de vitalidad y de jovialidad, en la que no faltó, como hija de su tiempo, el sentido del sano esparcimiento y del deporte, el contacto con la naturaleza. Era una joven alegre y dinámica; una joven abierta a Dios. Y Dios hizo florecer en ella el amor cristiano, abierto y profundamente sensible a los problemas de su patria y a las aspiraciones de la Iglesia.

El secreto de su perfección, como no podía ser menos, es el amor. Un amor grande a Cristo, por quien se siente fascinada y que la lleva a consagrarse a El para siempre, y a participar en el misterio de su pasión y de su resurrección. Siente a la vez un amor filial a la Virgen María que la inclina a imitar sus virtudes.

Para ella Dios es alegría infinita. He ahí el nuevo himno del amor cristiano que brota espontáneo del alma de esta joven chilena, en cuyo rostro glorificado adivinamos la gracia de la transformación en Cristo, en virtud de ese amor que es comprensivo, servicial, humilde, paciente. Un amor que no destruye los valores humanos sino que los eleva y transfigura.

Sí. Como dice Teresa de los Andes: “Jesús es nuestro gozo infinito”. Por eso la nueva Beata es un modelo de vida evangélica para la juventud de Chile. Ella, que llegó a practicar con heroísmo las virtudes cristianas transcurrió los años de su adolescencia y de su juventud en los ámbitos normales de una joven de su tiempo: en su vida de cada día se ejercitó en la piedad y en la colaboración eclesial como catequista, en la escuela, entre sus amigos y amigas, en las obras de misericordia, en los momentos de solaz y de recreo. Su vida ejemplar se reviste de humanismo cristiano con el sello inconfundible de la inteligencia viva, de la delicadeza premurosa, de la capacidad creadora del pueblo chileno. En ella se expresa el alma y el carácter de vuestra patria y la perenne juventud del Evangelio de Cristo, que entusiasmó y atrajo a sor Teresa de los Andes.

3. La Iglesia proclama hoy Beata a sor Teresa de los Andes y. a partir de este día, la venera y la invoca con este título.

Beata, dichosa, feliz, es la persona que ha hecho de las bienaventuranzas evangélicas el centro de su vida; que las ha vivido con intensidad heroica.

De esta forma, nuestra Beata, habiendo puesto en práctica las bienaventuranzas, encarnó en su vida el ejemplo más perfecto de la santidad que es Cristo.

En efecto, Teresa de los Andes irradia la dicha de la pobreza de espíritu, la bondad y mansedumbre de su corazón, el sufrimiento escondido con que Dios purifica y santifica a sus elegidos. Ella tiene hambre y sed de justicia, ama a Dios intensamente y quiere que Dios sea amado y conocido por todos. Dios la hizo misericordiosa en su inmolación total por los sacerdotes y por la conversión de los pecadores; pacífica y conciliadora, sembrando a su alrededor la comprensión y el diálogo. En ella se refleja, sobre todo, la bienaventuranza de la pureza de corazón. En efecto, se entregó a Cristo totalmente y Jesús le abrió los ojos a la contemplación de sus misterios.

Dios le concedió, además, gustar el gozo sublime de vivir anticipadamente en la tierra la bienaventuranza y la alegría de la comunión con Dios en el servicio al prójimo.

Este es su mensaje: Sólo en Dios se encuentra la felicidad; sólo Dios es alegría infinita. ¡Joven chilena, joven latinoamericana, descubre en sor Teresa la alegría de vivir la fe cristiana hasta sus últimas consecuencias! ¡Tómala como modelo!

4. En nuestra Misa de hoy, en la que elevamos al honor de los altares a una hija predilecta de Chile, oramos de un modo particular por la reconciliación. En el Salmo responsorial, hemos invocado a Dios con estas palabras:

“Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan” (Sal 85 [84], 8, 11).

La actuación de la reconciliación, que en la santa Misa tiene su expresión en el acto penitencial inicial y en el rito de la paz, sigue siendo como un clamor de los hombres y de los pueblos al Dios de la Alianza. A ese Dios que ha reconciliado consigo mismo toda la humanidad en Cristo, su Unigénito, muerto en la cruz. Ese Dios ha encomendado a los Apóstoles y a la Iglesia el ministerio de la reconciliación (cf. 2Co 5, 18 s.).

Como señalaba en mi Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia: “A toda la comunidad de los creyentes, a todo el conjunto de la Iglesia, le ha sido confiada la palabra de reconciliación, esto es, la tarea de hacer todo lo posible para dar testimonio de la reconciliación y llevarla a cabo en el mundo... En conexión íntima con la misión de Cristo se puede, pues, condensar la misión... de la Iglesia en la tarea –para ella central– de la reconciliación del hombre: con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado” (Reconciliatio et Paenitentia, 8). Pero no podemos olvidar que la reconciliación es un don de Dios, es un fruto de la gracia “de Cristo redentor, reconciliador, que libera al hombre del pecado en todas sus formas” (Ibíd., 7).

Por su parte, la Iglesia vive en la celebración de la Eucaristía la forma más intensa y expresiva de su condición de ser comunidad reconciliada y sacramento de comunión del hombre con Dios y con el genero humano (cf. Lumen gentium, 1). En efecto, la celebración de la Eucaristía requiere la voluntad firme de reconciliación y de perdón. Por eso, en nuestra plegaria pedimos al Padre celestial que perdone nuestras ofensas, y atestiguamos la sinceridad de nuestra súplica perdonando por nuestra parte a quienes nos han ofendido (cf. Mt 6, 12).

El nuevo espíritu del Reino de Dios que Jesús nos revela, nos lo expresa también en esta exhortación que la comunidad cristiana meditaría siempre en un contexto eucarístico: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presentas tu ofrenda” (Ibíd., 5, 23-24).

Vemos, por tanto, amadísimos hermanos, cuán exigente es la llamada del Señor a la reconciliación fraterna. En una humanidad surcada por tantas divisiones, que tienen su causa última en el pecado, la reconciliación es una necesidad, e incluso, una condición de supervivencia: Si la paz y la concordia no brillan entre los individuos y los pueblos, los conflictos pueden adquirir proporciones de verdadera tragedia.

5. En esta ceremonia de beatificación de sor Teresa de los Andes quiero dar, con toda mi alma, gracias al Señor porque, mediante el espíritu de diálogo y reconciliación, fue preservada la paz entre dos naciones hermanas, Chile y Argentina, con la solución del diferendo sobre la zona austral. Gracias sean dadas al Padre misericordioso por haber sostenido al Sucesor de Pedro y a sus colaboradores en sus esfuerzos durante la Mediación. Gracias sean dadas al Señor de la historia por haber inspirado a los gobernantes y a estos dos pueblos hermanos sentimientos de paz y entendimiento que evitaron tantos sufrimientos, tanta efusión de sangre y unas consecuencias imprevisibles para todo el continente americano.

6. Y ahora me vais a permitir que os hable, al igual que lo hice en mi encuentro con el Episcopado chileno, de la reconciliación interna, es decir, dentro de vuestra patria.

Ciertamente, está presente en el ánimo de todos la persuasión de que es imprescindible una atmósfera de diálogo y de concordia, lo cual, por otra parte, no es ajeno a la reconocida tradición democrática del noble pueblo chileno. Concuerda asimismo con esta trayectoria de vuestro país la convicción, arraigada en las conciencias, de que la reconciliación se expresa en la convergencia de las voluntades hacia el logro del bien común, hacia ese alto objetivo que confiere significado propio y su razón de ser a las funciones de la comunidad política, como nos enseña el Concilio Vaticano II: “El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (Gaudium et spes, 74).

Hay que decir pues que responde a la condición social y comunitaria del hombre el que éste participe activamente en la vida pública, con miras a promover el bien común y a fomentar todo lo que asegure condiciones de justicia, de paz y de reconciliación, como indica el mismo Concilio: “Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Ibíd., 75).

7. La Iglesia, en conformidad con su irrenunciable misión, ha sido y seguirá siendo “ signo y salvaguarda del carácter trascendente de la persona humana” (Gaudium et spes, 76), del hombre que es imagen de Dios. Según advierte la misma Constitución pastoral Gaudium et spes: “La Iglesia por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de justicia y de caridad en el seno de la nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad del ciudadano” (Ibíd.).

Con esa misma libertad evangélica y con el corazón puesto en el bien de esta amada nación, pido al Señor que os conceda con abundancia esa reconciliación, que implica para todos una conciencia más viva de la dignidad humana.

La búsqueda del bien común exige también el rechazo de toda forma de violencia y de terrorismo –viniere de donde viniere– que precipitan a los pueblos en el caos. La reconciliación, como la propone la Iglesia, es el camino genuino de la liberación cristiana, sin el recurso al odio, a la lucha programada de clases, a las represalias, a la dialéctica inhumana, que no ve en los démas a hermanos, hijos del mismo Padre, sino a enemigos que hay que combatir. No nos cansaremos de repetir en todas partes que la violencia no es cristiana ni evangélica, ni camino para solucionar las dificultades reales de los individuos o de los pueblos.

En este parque, que lleva el nombre de uno de los más ilustres padres de la patria, quiero manifestar mi aliento y mi apoyo a los esfuerzos en favor de la concordia por parte del Episcopado chileno; y en particular, al Pastor de esta arquidiócesis por sus apremiantes llamadas a la pacificación y al entendimiento, y por su enérgica condena de la violencia y del terrorismo.

8. Trabajar por la reconciliación supone un amor universal, paciente y generoso, firme en la proclamación de la verdad, e inflexible en resistir a toda clase de violencia.

Tiene como fundamento la misión misma de la Iglesia que proclama la comunión de los hijos de Dios en una misma familia, el respeto a los hermanos, especialmente a los más necesitados, el trabajar por el bien común.

Ante esta perspectiva, la Iglesia en Chile no puede renunciar a la tarea de convencer y de unir a todos los chilenos en un empeño conjunto de solidaridad y de participación para lograr el bien de la patria.

Como han proclamado vuestros obispos: “Chile tiene vocación de entendimiento y no de enfrentamiento”. No se puede progresar agudizando las divisiones. Es la hora del perdón y de la reconciliación.

“Dejaos reconciliar con Dios” (cf. 2Co 5, 20), nos exhorta San Pablo. Esta búsqueda de la paz con Dios, en la que insiste el Apóstol, es una labor que no admite pausa; es un programa de vida que tiene que ir enraizándose cada vez más en las conciencias de todos hasta el final de los tiempos.

Para conseguir dicha meta, nuestro camino está iluminado por el estilo de vida de las bienaventuranzas.

Hay acuerdo en la verdad, cuando confesamos sin temor que el reino de Dios pertenece a los pobres de espíritu; cuando los tristes son consolados, cuando los pacíficos rigen los destinos del mundo, cuando se ejerce la compasión y la misericordia.

Hay verdadera reconciliación entre los hijos de un mismo pueblo, cuando con el aporte de un diálogo abierto y sincero desaparecen prejuicios y recelos, cuando hombres y mujeres –limpios de corazón– se esfuerzan en sentir, hablar y actuar como artesanos de paz. Entonces Dios los llama hijos suyos y los colma de felicidad.

Hay concordia de mentes y voluntades cuando, por amor a la justicia y a la verdad, se respeta la dignidad de cada persona y se aprende la sabiduría de la cruz, experimentando el precio y la razón profunda del amor y del perdón, en comunión con Cristo.

Sufrir a causa del amor, de la verdad, de la justicia, es el signo de la fidelidad al Dios de la vida y de la esperanza. Es la bienaventuranza de los que por Cristo sufren, caen en tierra como los granos de trigo y son promesa de vida y de resurrección.

He ahí cómo se construye el futuro, mediante un amor paciente y comprensivo que cree y espera siempre, porque se fía de Dios que tiene en sus manos los hilos de la historia.

9. Queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas de la patria chilena.

En este día elevo mi oración al Señor, junto con todos vosotros, pidiéndole por el bien inestimable de la reconciliación, por el don de la paz y de la justicia para toda vuestra sociedad.

“El fruto de la justicia es la paz” (Is 32, 17).

El Evangelio de las bienaventuranzas es la carta magna del reino de Dios. Las palabras de Jesús suenan como una invitación y un desafío a optar por el camino evangélico de la paz, que es fruto de la justicia, contra toda tentación de violencia, con la paciencia y la eficacia de quien sabe construir la paz, creando las condiciones necesarias para renovar los corazones y reformar las estructuras injustas. Este es el estilo y el talante de los discípulos del Maestro de la paz y del amor. “Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán hijos de Dios” (Mt 5, 9).

En esta Eucaristía hemos pedido al Señor su luz y su gracia “para que podamos construir perpetuamente la paz, basada en la justicia, en el amor y en la libertad”.

La paz es un don de Dios, que el Papa implora con todos vosotros, por intercesión de Teresa de los Andes, a Aquel que es el Señor de todos, el Dios de la vida, el Príncipe de la Paz.

10. “El es nuestra paz” (Ef 2, 14).

En Cristo Dios Padre ha reconciliado consigo a todo el género humano, a todos los hijos e hijas del “primer Adán”.

“Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16). Los santos y las almas escogidas son testigos excepcionales de este amor del Padre.

¡Y la Beata Teresa de los Andes es uno de estos testigos!

Hoy, mientras damos gracias al Señor para que inspire deseos de paz y reconciliación entre los hombres y los grupos sociales, imploramos ardientemente el fruto maduro de esa reconciliación para vuestra patria. No olvidemos jamás que Cristo nos ha reconciliado con Dios en la perspectiva de la vida eterna .

¡No lo olvidemos!

En este día dichoso para la nación chilena, porque sor Teresa ha sido elevada al honor de los altares, parece como si ella nos repitiera, como mensaje de vida, las palabras que aprendió de su padre y maestro San Juan de la Cruz: “donde no hay amor, ponga amor y sacará amor”.

Aquí en la tierra permanecen la fe, la esperanza y el amor, estas tres.

Ellas nos conducen hacia la eternidad: a la salvación eterna en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. A la unión con Dios. Con Dios que es Amor.

Y por eso: la más grande es el amor."

Papież Święty Jan Paweł II to the Polish Community in Chile
Santiago de Chile, Friday 3 April 1987 - in Italian, Polish & Spanish

"Drodzy Bracia i Siostry!
1. Jest już pewnego rodzaju tradycją, że w czasie moich pielgrzymek spotykam się także z Rodakami, przebywającymi w danym kraju. Niekiedy jest to dawna emigracja, czasem bardzo dawna, często emigracja niepodległościowa, związana z losami drugiej wojny światowej. Spotykam również Rodaków, którzy niedawno opuścili Ojczyznę, także tych, którzy przebywają poza krajem czasowo, z racji różnego rodzaju umów o pracę. W spotkaniach biorą niekiedy udział i tacy, którzy już nie władają językiem polskim, czasem wcale go nie znają, a przecież czują się w jakiś sposób związani z tą wielką wspólnotą, z wielką rodziną, jaką stanowią Polacy na całym świecie, wywodzący się z tego samego pnia, zakorzenionego w Ojczyźnie.

2. Cieszę się bardzo, że w programie mojej posługi pasterskiej w Chile znalazło się miejsce na spotkanie z Wami. Wszystkich serdecznie witam i pozdrawiam, razem i każdego z osobna. Dziękujê Waszemu Prezesowi za słowa wprowadzenia, Waszemu Duszpasterzowi za piękne przemówienie oraz Waszemu przedstawicielowi za podarunek, który mi wręczył. Poprzez Was witam wszystkich moich Rodaków żyjących na ziemi chilijskiej.

3. Obecność Polaków w tym kraju podkreśla piękna, wyjątkowa karta zapisana życiem i działalnością naszego wielkiego Rodaka, którego setną rocznicę śmierci obchodzić będziemy za dwa lata: Ignacy Domeyko (1802-1889). Ten polski emigrant, przyjaciel Mickiewicza (który upamiętnił go w trzeciej części “Dziadów” jako Żegotę), był człowiekiem o wielkiej formacji intelektualnej i religijnej. Po ukończeniu studiów w Paryżu przybył do Chile w roku 1838, Chile było już wówczas krajem niepodległym Stworzył tu naukowe podstawy eksploatacji bogactw naturalnych oraz zajmował się organizacją nauki i nauczania. Przez długie lata by~ profesorem, a następnie rektorem Uniwersytetu w Santiago. Dokonał szeregu ważnych odkryć geologicznych i geograficznych. Imieniem Domeyki zostało między innymi nazwane pasmo Gór w Andach. Stawał w obronie ludzkich praw i rodzimej kultury szczepu Araukanów. Uznany został przez Chilijczyków za jednego z najbardziej zasłużonych dla rozwoju gospodarczego i kulturalnego tego kraju. Można by powiedzieć - w duchu Soboru Watykańskiego - że Domeyko był szczególnym “darem” narodu i Kościoła w Polsce dla Chile, dla Kościoła i narodu chilijskiego. Do końca swego życia zachował głęboką duchową łączność z własną Ojczyną.

4. Drodzy Bracia i Siostry! Każdy z nas ma swoje własne powołanie życiowe. Opatrzność Boża sprawiła, że Wy, którzy wywodzicie się z Polski, macie realizować Wasze ludzkie i chrześcijańskie powołanie tutaj, w Chile. Realizując je, wnosić winniście w to społeczeństwo, wszystko to, czym jesteście bogaci, a więc bogactwo Waszego umysłu, Waszego serca, Waszej osobowości, Waszego człowieczeństwo. Musicie jednak pamiętać, aby budując tę nową rzeczywistość, nie zatracić czy nie zagubić tam tych wartości, które są Waszym dziedzictwem przekazanym przez ojców czy praojców. Tych wartości ludzkich i chrześcijańskich, których soki życiodajne plyną we wspólnym pniu przynależności do kultury i tradycji polskiej.

5. Wspomniałem na początku o wielkiej wspólnocie, jaką tworzą Polacy żyjący w kraju i poza jego granicami. Tworzyła się ona przez przeszło tysiąc lat w oparciu o Ewangelię i Eucharystię. Polacy żyjący poza krajem głęboko odczuwają wszystko to, czym żyje Ojczyzna: jej troski, smutki, niepowodzenia, nadzieje i radości - podobnie jak Rodacy w Kraju, cały Kościoł w Polsce, starają się wnikać w problemy polskiej emigracji i nieść jej pomoc duchową.

W czerwcu tego roku Kościoł w Polsce będzie przeżywał Kongres Eucharystyczny, w którym - jeśli Pan Bóg pozwoli - i ja mam uczestniczyć. Byłoby dobrze, gdyby Wasza wrażliwość na sprawy Ojczyzny i Wasza duchowa z nią łączność znalazła wyraz w spotkaniu z Rodakami w jednym Eucharystycznym Chlebie. “ Ponieważ jeden jest chleb, przeto my, liczni, tworzymy jedno Ciało. Wszyscy bowiem bierzemy z tego samego chleba ” - tak uczy św. Paweł Apostoł (1 Cor. 10, 17).

6. Drodzy Bracia i Siostry! Przy tym spotkaniu dzisiejszym życzę Wam, Waszym rodzinom, Waszym dzieciom, ludziom starym i cierpiącym, abyście wiernie strzegli tego bogatego dziedzictwa wiary, nadziei i miłości, jakie zostało zapisane w sercach przez całe pokolenia Waszych przodków. Pomnażajcie to bogactwo poprzez pracę nad budowaniem takiego społeczeństwa, w którym zakwitnie w pełni sprawiedliwość i pokój Chrystusowy.

Zawierzam Was wszystkich opiece Matki Chrystusa, Jasnogórskiej Królowej Polski i z serca Wam błogosławię: w imię Ojca i Syna, i Ducha Swiętego."

Discurso del Juan Pablo II a un gruppo de Dirigentes Políticos Chilenos
Santiago de Chile, Viernes 3 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Señoras y señores:
Me siento complacido en tener este encuentro con vosotros, en el curso de mi visita pastoral a Chile, y poder así saludaros y dirigiros mi palabra, que quiere ser portadora del mensaje del Evangelio y de sus valores universales de fraternidad, justicia, paz y libertad.

La Iglesia –como ha puesto de relieve el Concilio Vaticano II– “no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes, 76). Mas, también es verdad que ella, como exigencia de la misión que ha recibido de Jesucristo, ha de proyectar la luz del Evangelio, también sobre las realidades temporales, incluida la actividad política, para hacer que brillen cada vez más en la sociedad aquellos valores éticos y morales que pongan de manifiesto el carácter trascendente de la persona y la necesidad de tutelar sus derechos inalienables.

Como Pastor de la Iglesia deseo que reflexionéis conmigo sobre algunos puntos que se derivan de este principio de inspiración evangélica: la comunidad política está en función de la persona humana y al servicio de ella. En efecto, como enseña la Constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo actual, “el bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (Gaudium et spes, 74).

Convencerse y luego reconocer que la convivencia nacional debe basarse sobre principios éticos es algo que lleva consigo determinadas consecuencias para todos y cada uno de los ciudadanos de una determinada nación, en nuestro caso, para Chile.

En primer lugar, considero necesario que toda contribución al crecimiento global de Chile ha de inspirarse siempre en el respeto y la promoción de las ricas tradiciones cristianas, con las que se sienten identificados la mayoría de los chilenos. De estas raíces profundas y vivas será de donde, con la ayuda de Dios, brotarán renuevos portadores de abundantes frutos.

La fidelidad a dicho patrimonio espiritual y humano exige un desarrollo armónico, un esfuerzo conjunto de voluntades y de acciones, que tienda a la reconciliación nacional en un espíritu de tolerancia, de diálogo y de comprensión. Nadie debe sustraerse de tomar parte activa, responsable y generosamente, en esta obra común. La justicia y la paz dependen de cada uno de nosotros.

Este clima de colaboración y de diálogo será tanto más fructuoso, a medida que se vayan superando los intereses particulares en aras del bien común superior de la nación y en el respeto a los derechos del hombre, de todo hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello, en nombre del Evangelio, os pido a todos rechazar decididamente la tentación del recurso a la violencia, lo cual es siempre indigno del hombre; y. por el contrario, inspirar las propias acciones en el amor, la confianza mutua, la esperanza.

Acoged este mensaje como expresión de mi solicitud como Pastor de toda la Iglesia y del amor que siento por el pueblo chileno, que en su mayoría es parte viva de la Iglesia de Cristo. No escatiméis ningún medio a vuestro alcance para que este mensaje se haga realidad en la vida social chilena. Podéis estar convencidos de que la fraternidad entre los hombres y la colaboración para construir una sociedad más justa no es una utopía, sino el resultado del esfuerzo de todos en favor del bien común.

La paz, señoras y señores, es fruto de la justicia. Es por ello una tarea común, a la que todos han de aportar su decidido apoyo para hacer así realidad en la vida chilena lo que el Concilio llama “ la viva conciencia de la dignidad humana ”.

Hago votos para que también vosotros, en vuestra vida y en vuestras actividades, deis testimonio de estos ideales. De esta manera podréis hacer un gran servicio a vuestro país: contribuiréis a la superación de las tensiones presentes, favoreceréis el proceso de reconciliación nacional y estimularéis la búsqueda de toda iniciativa capaz de asegurar a esta amada nación un futuro digno de sus más nobles tradiciones civiles y religiosas

A la vez que os aliento en esta noble tarea, que exige por parte de todos sabiduría, prudencia y generosidad, dirijo mi plegaria al Señor, a quien los cristianos invocamos como “Príncipe de la Paz” (Is 9, 6), para que su paz reine en el corazón de todos los chilenos."

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la Celebración de la Palabra para los Fieles de la Zona Austral de Chile
Estadio Fiscal de Punta Arenas, VSábado 4 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"“Te invoco, Señor, desde el confín de la tierra” (cf. Sal 61 [60], 3).

Queridos hermanos y hermanas:
¡Alabado sea Jesucristo!

Alabado sea Jesucristo!, en esta región de los confines australes de la tierra, en esta zona de hielos y glaciares de la Tierra del Fuego.

¡Alabado sea Jesucristo, en esta extrema región del mundo!

Alabado sea Jesucristo, por aquellos misioneros de la entonces joven congregación salesiana, que hace cien años plantaron la Iglesia en Magallanes, iniciando la evangelización de esta región. Doy gracias al Señor por la valiosa herencia que dejaron aquí los hijos de San Juan Bosco, gran sacerdote y apóstol de la juventud. Es necesario recordar con emocionada gratitud a monseñor José Fagnano, salesiano ilustre y primer prefecto apostólico de estos territorios.

He venido como peregrino de la fe, como Sucesor de Pedro, al que Cristo dejó confiada la solicitud pastoral por la Iglesia universal. Resuenan en mi memoria aquellas palabras dichas por Jesús a sus Apóstoles antes de subir al cielo: “Me serviréis de testigos en Jerusalén, y en toda Judea, Samaria, y hasta el extremo del mundo” (Hch 1, 8).

Al encontrarme hoy con gentes llegadas hasta estas tierras desde diversas partes del mundo, incluso desde los pueblos eslavos tan cercanos a mi corazón, quiero proclamar con vosotros nuestro amor a Jesucristo e invocarle desde el confín de la tierra (cf. Sal 61 [60], 3).

2. Mi visita pastoral a Chile, y la que haré en breve a la Argentina, ha querido ser un servicio a la paz, a esa paz que el Señor nos ha dejado en herencia (cf Jn 14, 27). Este servicio asume hoy la forma de una acción de gracias y de un llamado universal.

En primer lugar acción de gracias; porque esta tierra, que hace unos años pudo haber sido escenario de un conflicto sangriento entre naciones hermanas; ha sido testigo, por la gracia de Dios, de una paz fraterna y honrosa.

Un llamado universal, además, porque al recordar el ejemplo que dieron al punto los gobernantes y los pueblos de Chile y Argentina, quiero hacer un nuevo llamado a la paz, desde este extremo del cono sur americano.

Os exhorto, pues, con todo mi corazón, a ser artífices de la paz que es fruto de la justicia, pero que sólo se afianza por el amor y el perdón; pido a los hijos de esta gran nación, que, sin impaciencias pero sin dejaciones, sin prisas pero sin pausas, todos y cada uno, renovéis una vez más la voluntad de ser —en la familia, en el trabajo, en la sociedad, en el mundo entero— constructores y sembradores de paz. Que adoptéis los procedimientos convenientes para erradicar cualquier tipo de violencia; que encontréis los medios concretos para crear una verdadera cultura de paz y de concordia.

Donde hay amor a la justicia, donde existe respeto a la dignidad de la persona, donde no se busca la propia utilidad, sino al servicio a Dios y a los hombres, donde no hay lugar para el rencor y la venganza, donde se perdonan las ofensas, allí puede dar sus frutos la paz.

3. “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27).

Son palabras de Jesús a los Apóstoles, cuando era ya inminente su pasión y su muerte en la cruz. La fe nos confirma que no cabe pensar en lograr un orden armónico de la convivencia si no es construido sobre el fundamento de la ley moral, del orden ético querido por Dios, porque:

— es El quien ha dado la tierra a los hombres, para que la dominen en armonía;

— es El quien ha inscrito en sus conciencias el deber de respetar los derechos del prójimo;

— es El quien no cesa de llamarlos a ser constructores de paz;

— es El quien les ayuda interiormente en esa tarea, mediante la gracia del Espíritu Santo (cf Ga 5, 22).

Excluir a Dios cuando se quieren consolidar los valores de la convivencia y de la concordia, significa cerrarse a toda posibilidad de eficacia. Querer implantar la tranquilidad social de un modo casi mecánico, sin resolver previamente el problema de los valores que la fundamentan, conduce al fracaso. Hablar de paz con un lenguaje puramente terreno, que olvide la relación del hombre con su Creador, resulta insuficiente y frágil.

Esta es la lección de la memorable Jornada de oración por la paz en Asís: el encuentro de tantos representantes de diversas religiones fue un signo y una invitación a todos los hombres de nuestro mundo, a recordar que existe una dimensión más profunda de la paz y un modo más eficaz para promoverla, que consiste en la plegaria. Por eso entenderéis que os diga que, sin olvidar otras medidas, el medio principal para construir la paz es la oración intensa, humilde y confiada. Vosotros, queridos chilenos, vosotros, queridos argentinos aquí presentes, debéis estar entre los que, a diario, rezan y enseñan a rezar por la paz.

Una oración que, al exigir la serenidad interior y exterior, os urgirá a cada uno a buscarla eficazmente: contemplando la armonía querida por Dios en la creación, fomentando la solidaridad entre los hombres hechos a imagen del Creador, desarrollando los valores espirituales y trascendentes, luchando por apagar las pasiones que incitan a la violencia, perdonando de corazón a quienes hayan podido ofenderos.

4. Ese compromiso con la paz, que ahora os pide el Papa, es un empeño que brota de lo profundo de la conciencia y del corazón humano; un corazón rebosante de paz puede dar, de esa abundancia, a quienes le rodean, comenzando por los más cercanos: parientes, amigos, compañeros, conocidos. La concordia nace de la conversión personal, y sólo desde ese punto de arranque, en el que cada uno está dispuesto a vivir y a transmitir la paz, puede aspirarse a una consolidación institucional segura; es inútil clamar por el sosiego exterior si no hay tranquilidad en las conciencias.

Para ello no basta un genérico anhelo interior. Hace falta la voluntad de guardar la Palabra de Dios y colaborar denodadamente en la práctica de la justicia, de la fraternidad solidaria y del bienestar equitativamente difundido.

No es, por tanto, una paz estática que se conforma con lo ya logrado, sino dinámica, que busca una más activa promoción de la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. Y “si los actuales sistemas generados por el corazón del hombre se revelan incapaces de asegurar la paz, es el corazón del hombre el que debemos renovar, para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1984, n. 3); porque tanto la paz como la guerra están dentro de nosotros. “La paz del corazón es el corazón de la paz” (Homilía en el Athletic Park de Wellington, n. 6, 23 de noviembre de 1986).

En nombre de Cristo os dejo una consigna: llenar de paz el propio corazón, para optar por la concordia y contra la violencia en cada momento de la vida. El Papa os pide que practiquéis y difundáis esta consigna entre los hombres y las mujeres de Chile, de Argentina, de América Latina y del mundo. La paz es una labor abierta a todos, no sólo a especialistas, a políticos, a gobernantes. La paz es una responsabilidad universal: se construye en las mil pequeñas incidencias de la vida cotidiana. En las acciones más corrientes de la jornada podemos optar a favor o en contra de la armonía y de la paz.

5. Oponeos a aquellas pasiones humanas que corrompen el corazón: el orgullo, los prejuicios, la envidia, el inmoderado deseo de riqueza y de poder, la soberbia que incapacita para reconocer los propios errores. Todo ello conduce a la injusticia y provoca tensiones y conflictos. Para conseguir la paz hay que librar cada día un combate interior, dentro de nosotros mismos, contra estos enemigos de la paz.

No emprendáis jamás la vía de la violencia, que deriva de la ceguera de espíritu y del desorden interior. Una vez más ruego a los que usan la violencia y el terrorismo, que desistan de esos métodos inhumanos que cuestan tantas víctimas inocentes: la senda de la violencia no lleva a la verdadera justicia, ni para sí ni para los demás.

No admitáis soluciones a problemas que quieran basarse en el armamentismo, pues además de poner en entredicho la paz, es escandaloso para tantas personas que se debaten en la pobreza. Ojalá se amplíen cada vez más los esfuerzos en América Latina por detener la carrera de armamentos, que de ningún modo contribuye a la convivencia pacífica entre pueblos hermanos y que absorbe importantes recursos que podrían destinarse a satisfacer necesidades urgentes de vastos sectores de las poblaciones del mundo.

Oponed la mayor resistencia a los llamados de las ideologías que predican la violencia y que con su carga agresiva mutilan los ideales de paz, reduciéndolos a simples momentos de equilibrio en el juego recíproco de las fuerzas de destrucción.

Sabéis que para realizar la justicia, que es fuente de la auténtica concordia social, es necesario respetar la plena dignidad de toda persona. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes enumera todas aquellas violaciones que atentan contra la vida o la integridad de la persona humana. En particular, denuncia la práctica de las torturas morales o físicas y las califica como “infamantes en sí mismas, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador” (Gaudium et Spes, 27).

Empeñaos en la superación de las injusticias, en el respeto de los legítimos derechos de la persona humana, en una mejor y más justa distribución de las riquezas, en la difusión de la cultura y de los bienes; todo lo cual hará más digna y esperanzada la vida de tantos chilenos y tantos argentinos que hoy miran hacia el futuro con incertidumbre y angustia. De esta manera contribuiréis a implantar la justicia en sentido pleno, que es la fuente de la auténtica paz de la sociedad.

6. Queridos hermanos y hermanas: Quiero recordaros también el llamado que hice a la solidaridad en mi Mensaje del presente año para la celebración de la Jornada mundial de la Paz. Son muchos más, y de mayor importancia, los lazos que unen a los hombres, que aquellos que podrían separarlos. Hace muchos siglos decía un predecesor mío, el Papa San León Magno: “Con el nombre de prójimo no hemos de considerar sólo a los que se unen a nosotros con lazos de amistad o de parentesco, sino a todos los hombres con los que tenemos una común naturaleza... Un solo Creador nos ha hecho, un solo Creador nos ha dado el alma. Todos gozamos del mismo cielo, de los mismos días y de las mismas noches y. aunque unos son buenos y otros son malos, unos justos y otros injustos, Dios, sin embargo, es generoso y benigno con todos” (San León Magno, Sermo XII, 2: PL 54, 170). Y los hijos de Dios deben ser igualmente generosos y benignos: nada de lo que acontece a otro hombre —nuestro hermano, nuestra hermana— puede resultar indiferente para ninguno de vosotros.

Es para mí un deber insoslayable, como Pastor de la Iglesia, apremiaros a que viváis ese amor universal — incluso a los enemigos — que Cristo señaló como distintivo de sus verdaderos discípulos (cf. Jn 13, 35; Lc 6, 35).

— Buscad, siempre y en todo, pensar bien de los demás; porque es en el corazón y en la mente donde anidan las obras de paz o de violencia;

— buscad, siempre y en todo, hablar bien de los demás, como hijos de Dios y hermanos nuestros; que vuestras palabras sean de concordia y no de división;

— buscad siempre y en todo lugar, hacer el bien a los demás; que nadie sufra nunca injustamente por vuestra causa, en las relaciones familiares, sociales, económicas, políticas.

Ese amor solidario os llevará, amados hermanos chilenos, a compartir tanto los bienes espirituales como los corporales. De esta manera, el desarrollo se transformará en ofrecimiento fraterno que, al ser compartido, enriquece mutuamente

Amor solidario que se abre al diálogo, que intenta construir en vez de destruir, que procura comprender, disculpar y convivir con todos, sin crear divisiones ni barreras. Espíritu de diálogo que se esfuerza por encontrar elementos de convergencia e instrumentos de negociación y arbitraje, sea en el ámbito nacional —entre las diversas categorías sociales y laborales, entre los distintos grupos étnicos, entre las variadas opciones temporales—, sea en el ámbito internacional.

7. Quiero, en fin, referirme a otra preocupación, en cierto modo relacionada con la paz: la paz del hombre con la naturaleza. Como sabéis, en no pocas regiones del mundo nos encontramos ante peligros y amenazas a la ecología, que no sólo causan gravísimos daños al esplendor de la naturaleza, sino que afectan gravemente al mismo hombre, al atentar contra su equilibrio vital y su futuro.

Mi predecesor el Papa Pablo VI hizo presente ya esta preocupación al decir: “Bruscamente el hombre adquiere conciencia de ello: debido a una explotación inconsiderada de la naturaleza, corre el riesgo de destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación” (Octogesima Adveniens, 21).

La Iglesia no está contra el progreso científico y técnico: “La técnica es indudablemente una aliada del hombre. Ella le facilita el trabajo, lo perfecciona, lo acelera y lo multiplica” (Laborem Exercens, 5). Pero el progreso técnico no debe asumir el carácter de dominio sobre el hombre y de destrucción de la naturaleza. La técnica, en el sentido querido por Dios, debe servir al hombre, y el hombre debe entrar en contacto con la naturaleza como custodio inteligente y noble, y no como explotador sin reparo (cf. Redemptor Hominis, 15). Eso solamente será posible si el progreso científico y técnico va acompañado de un crecimiento en los valores éticos y morales.

Ante este grave problema de la humanidad de hoy, desde este cono sur del continente americano y frente a los ilimitados espacios de la Antártida, lanzo un llamado a todos los responsables de nuestro planeta para proteger y conservar la naturaleza creada por Dios: no permitamos que nuestro mundo sea una tierra cada vez más degradada y degradante; empeñémonos todos en conservarla y perfeccionarla para gloria de Dios y bien del hombre. Hago votos para que el espíritu de solidaridad que reina hoy en los territorios antárticos —dentro del marco de las normas internacionales vigentes— inspire también en el futuro las iniciativas del hombre en el sexto continente.

En esta hora feliz en que ha sido levantada de nuevo la majestuosa Cruz de los Mares en el Cabo Froward, elevo mi plegaria al Señor para que ese signo cristiano por excelencia sea compromiso y llamada a la alabanza al Creador por la belleza de sus tierras y de sus mares.

8. Hoy, queridos hijos, en los umbrales del V centenario de la evangelización de América, la Iglesia os pide un particular empeño en la obra de reconciliación y pacificación: con Dios, con el hermano, con la naturaleza entera; que los cristianos y todos los hombres de buena voluntad se pregunten en lo íntimo de sus conciencias, si tratan a los demás como les gustaría ser tratados por ellos; si alejan de su corazón y de su mente toda tentación de agresividad y violencia; si han acogido como programa de vida la comprensión hacia el que yerra, el compartir con el necesitado, la actitud de servicio que genera unidad y espíritu de familia.

Todos éstos son valores evangélicos, principios cristianos que, si arraigan en la sociedad y en los individuos, son capaces de transformarlos y dar como fruto maduro la ansiada paz y concordia entre todos los chilenos, los argentinos, los latinoamericanos.

En la Palabra de Cristo, que es Palabra del Padre que lo ha enviado (cf. Jn 14, 24), y que resuena constantemente en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, tenemos el mensaje salvador: “La paz os dejo; mi paz os doy” (Ibíd., 14, 27).

Mis queridos chilenos y chilenas, católicos de la Patagonia: María Auxiliadora, cuya imagen vamos a coronar, es la Virgen Santa María, es la Madre y Reina de este noble pueblo; es la Madre de todos los hombres y la Reina del mundo. A Ella confiamos nuestros propósitos de paz y de concordia.

¡Santa María, Reina de la Paz: alcánzanos de tu Hijo Jesús una paz duradera para todos los hombres!

¡Te lo pedimos desde el confín de la tierra! ¡Escucha, Señor, nuestra oración! Amén."

Homilía de Papa Juan Pablo II en la Santa Misa para la Evangelización
Avenida Costanera de Puerto Montt, Sábado 4 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios” (Sal 98 [97], 3).

Aquí, en esta región sureña del continente americano, entre las cumbres de los Andes y las innumerables islas del litoral Pacífico, resuena hoy este versículo del Salmo en toda su majestuosa elocuencia.

Doy gracias a Dios nuestro Señor porque durante mi peregrinación a lo largo de vuestra patria, me ha permitido venir a Puerto Montt, desde donde mi voz quiere hacerse eco de esa victoria divina lograda para siempre por la Redención de Cristo. Saludo con particular afecto al Pastor de esta arquidiócesis y a los otros hermanos en el Episcopado aquí presentes, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a todos los amadísimos fieles, y a todos los habitantes de esta tierra tan hermosa del Sur de Chile, donde se han fundido los aportes de diversas razas y culturas. Un saludo particular lo dirijo en esta ocasión a los hombres del mar aquí presentes y a todas las personas que faenan a lo largo del litoral chileno. Tras la lectura bíblica de la pesca milagrosa, también yo, como Sucesor de Pedro, el pescador apóstol, me dispongo a lanzar una vez más la red del Evangelio. Están también presentes en mi afecto y en mi corazón de Pastor todos los diocesanos de Aysén, a quienes las dificultades en las comunicaciones no les han permitido venir a este encuentro. El Señor me ha enviado a predicar su mensaje para que todos los hombres lo aclamen.

“¡Aclamad al Señor tierra entera; gritad, vitoread, tocad!” (Sal 98 [97], 4), hemos cantado en el Salmo responsorial. La Iglesia en Chile, la Iglesia en toda América Latina quiere seguir escuchando y hacer propia la invitación del Salmista. Así lo puse ya de manifiesto, en coincidencia con mi viaje apostólico a Santo Domingo en 1984, cuando se dio inicio a la novena de años con la que ella se prepara para conmemorar, con un renovado propósito evangelizador, el primer anuncio del mensaje cristiano en tierras americanas.

El comienzo de tal epopeya va unido a aquel venturoso día 12 de octubre de 1492, cuando ante los ojos de los navegantes españoles se desvelaron “los confines de la tierra”, antes desconocidos para ellos. Y en el corazón de la Iglesia misionera nació un ferviente deseo de que estos “confines de la tierra”, apenas descubiertos, “contemplasen la victoria de nuestro Dios”: la salvación que ofrecen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo a todos los hombres y pueblos, en Jesucristo.

¿No fue el mismo Jesucristo quien, al final de su misión mesiánica en la tierra, dijo a los Apóstoles: “Id por todo el mundo (Mc 16, 15), id pues y haced discípulos de entre todas las gentes”? (Mt 28, 19)

2. Ahora que se está acercando el Jubileo de la evangelización de América, —con el pensamiento puesto en el contexto actual de vuestro país— volvemos con la memoria a los diversos momentos en que se fue preparando la misión universal confiada por Cristo a sus Apóstoles.

El fragmento del Evangelio según San Lucas, que hemos proclamado en la liturgia de nuestro encuentro de hoy en Puerto Montt, contiene en sí el preanuncio de esta misión. Los Apóstoles habían pasado toda la noche faenando, en el lago de Genesaret, sin lograr pescar nada. Estaban cansados, presa del desánimo. El Señor les dice que echen las redes; y se produce el gran milagro: capturan gran cantidad de peces. Ante el signo insólito, ante el milagro, se comprende el estupor de aquellos hombres. Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, y exclamó: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5, 8); con estas palabras confiesa humildemente su indignidad humana y. a la vez, la potencia divina demostrada por la persona del Maestro, quien contra toda esperanza les había ordenado echar las redes.

Es entonces cuando Jesús se vuelve a Pedro para decirle: “No temas: desde ahora serás pescador de hombres” (Ibíd., 5, 10).

3. Desde aquel momento unos sencillos pescadores de Galilea quedarán transformados en discípulos y colaboradores del Maestro. Recordemos también que entre Getsemaní y el Gólgota sus esperanzas se vieron sometidas a una dura prueba; pero al tercer día Cristo resucitó y se les apareció en persona; y así, cuando el día de Pentecostés recibieron el poder del Espíritu Santo, aquellos pescadores de Galilea fueron enviados por todo el mundo para proclamar a todos los pueblos a Cristo crucificado.

“Nosotros —escribirá San Pablo más tarde— predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos” (1Co 1, 23). Pero para nosotros El es fuerza y sabiduría de Dios.

Y lo es para todos: “Para los llamados” (a la fe), ya sean “judíos como griegos” (Ibíd., 1, 24).

Sí, también nosotros predicamos a Cristo. “Ningún otro nombre hay bajo el cielo dado a los hombres, por el que podamos salvarnos” (Hch 4, 12).

4. Hermanos míos de Chile, en estos años de preparación para el V centenario de la evangelización de América, el Señor os repite a cada uno el llamado que hizo a Pedro en Genesaret: Jesús desea que todos seáis pescadores de hombres, apóstoles suyos.

En la antífona del Salmo responsorial hemos cantado: ¡Oh Cristo! Tú reinarás. ¡Oh Cruz!, Tú nos salvarás! La Cruz es el signo de la victoria de Cristo sobre el pecado: “la victoria de nuestro Dios, que los confines de la tierra han contemplado” (Sal 98 [97], 3). Por esto mismo los representantes de los Episcopados latinoamericanos, reunidos en octubre de 1984 en Santo Domingo, recibieron cada uno de mis manos una cruz, como signo de la evangelización. No sólo de aquella iniciada en América hace casi 500 años, sino también de la que se está llevando a cabo en el presente.

5. La evangelización, como afirma el documento de Puebla de los Ángeles, “está en los orígenes de este Nuevo Mundo que es América Latina. La Iglesia se hace presente en las raíces y en la actualidad del continente” (Puebla, 4). Prueba de ello es la propia evangelización de Chile. Mirando a su historia, nuestra ferviente acción de gracias se eleva al Señor por las maravillas que “el mensaje de la Cruz” (1Co 1, 18) ha obrado en esta tierra bendita; porque el poder de Dios brilla y sobrepuja las inevitables limitaciones de los hombres; porque su luz disipa las tinieblas.

La semilla de la fe cristiana fue traída a Chile por la expedición de Magallanes, más tarde por la de Almagro, y echó raíces en estos territorios del Nuevo Mundo merced al tesón de Pedro de Valdivia v de los misioneros que le acompañaban. Agradecemos al Señor esa herencia de la fe que, por providencia divina, empezó a dar fruto en estas tierras gracias al gran impulso evangelizador de los hijos de España.

Es emocionante leer los relatos y testimonios de aquellas gestas heroicas. En ellas —y por encima de las debilidades humanas y del comprensible afán de conquista— prevalece ciertamente y de manera admirable la voluntad de transmitir al Nuevo Mundo la Buena Nueva del mensaje cristiano, y de hacer confluir la cultura europea, en particular hispánica, con las culturas de los primitivos habitantes de esta tierra. Don Pedro de Valdivia, en una carta al Emperador Carlos V, testimoniaba su voluntad sincera de “no hacer agravio a nadie” y de contar con cuatro sacerdotes que se “entienden en la conversión de los indios y nos administran los sacramentos y usan muy bien su oficio de sacerdocio” (Don Pedro de Valdivia, Carta desde La Serena, 4 de septiembre de 1545).

Aquellos cuatro misioneros serían los primeros de una interminable serie de sacerdotes, religiosos y religiosas, que a través de los siglos vendrían a vuestra patria para consumir sus vidas en la implantación de la Iglesia.

No faltarían celosos misioneros que, en nombre del Evangelio, tomaran enérgicamente la defensa de los indígenas contra los abusos a que, a veces, se veían sometidos. Poco a poco irían llegando mercedarios, dominicos, franciscanos, jesuitas, agustinos y otras familias religiosas masculinas y femeninas. Desde los albores de la evangelización habrá también religiosas de clausura que recordarán a todos que, junto a la acción sacrificada, es indispensable la fuerza de la oración constante para convertir los corazones a Cristo. Quiero recordar también cómo los misioneros supieron hacer participar a tantos laicos en las tareas evangelizadoras, especialmente para asegurar la vida cristiana en aquellos lugares a los que ellos no podían acudir con frecuencia. Buen testimonio de esta colaboración de los laicos es la institución de los fiscales, aún viva en las islas de Chiloé.

La progresiva maduración de la sociedad chilena, durante el período colonial, tuvo lugar dentro de un ambiente en el que las instituciones educativas y de beneficencia, la religiosidad y todas las manifestaciones de la cultura fueron incorporando y dejándose fertilizar, generación tras generación, por los valores del Evangelio. Con la creación de las dos primeras diócesis de Santiago e Imperial —luego trasladada a Concepción—, la misma Iglesia, guiada por prelados ilustres, celosos y sacrificados, mediante sínodos diocesanos y actividad catequética, fue consolidándose progresivamente.

Contemporáneamente a ese creciente impulso evangelizador, surgieron en algunos momentos problemas, e incluso se crearon situaciones difíciles, sobre todo al sur de Concepción, que plantearían graves cuestiones a la conciencia cristiana. Las misiones de franciscanos y jesuitas entre los araucanos constituyen ciertamente una página gloriosa en la historia de la cristianización de Chile.

El camino de la evangelización siguió adelante con el mismo empuje, después que Chile alcanzara su autonomía como nación. De ello da testimonio la incorporación de otras familias religiosas a la obra de la evangelización el siglo pasado. Mencionamos en particular a los capuchinos por su abnegada labor en Araucania y a los salesianos en el extremo austral chileno.

6. Es suficiente este breve panorama de la evangelización en Chile, para sentirse uno impulsado a dar gracias al Señor porque el poder de su amor ha resplandecido en este pueblo cristiano, y porque la Santísima Virgen del Carmen, su Patrona, nunca ha dejado de confirmar las esperanzas que en Ella han depositado sus hijos chilenos.

Pero pasadas glorias no han de ser sino estimulo de nuevas empresas. Por ello, no podemos olvidar que la salvación se tiene que ir labrando día tras día y que, hoy como ayer, hemos de vencer obstáculos y dificultades para continuar en Chile la misión redentora de Cristo y de su Iglesia. Los medios a nuestro alcance para desplegar esta tarea son los mismos de Pedro y los demás Apóstoles: la Palabra de Dios y los Sacramentos.

Por eso, ante los retos a que se enfrenta la nueva evangelización en el presente, quiero dirigir a vuestra patria el mismo mensaje que lancé a toda América Latina desde Santo Domingo, en la apertura de este novenario. ¡A ti, Chile queridísimo, va mi mensaje de esperanza contra quienes pretenden arrebatarte la esperanza; un mensaje de paz y amor que te confirme como nación marcada por la fe católica!

Oh Chile, consciente cada vez más de las exigencias de tu fidelidad a Cristo, no dudes un momento en resistir:

— a «la tentación de quienes quieren olvidar tu innegable vocación cristiana y los valores que la plasman, para buscar modelos sociales que prescinden de ella o la contradicen;

— a la tentación de lo que puede debilitar la comunión en la Iglesia como sacramento de unidad y salvación; sea de quienes ideologizan la fe o pretenden construir una "Iglesia popular" que no es la de Cristo, sea de quienes promueven la difusión de sectas religiosas que poco tienen que ver con los verdaderos contenidos de la fe;

— a la tentación anticristiana de los violentos que desesperan del diálogo y de la reconciliación, y que sustituyen las soluciones políticas por el poder de las armas, o de la opresión ideológica;

— a la seducción de las ideologías que pretenden sustituir la visión cristiana con los Idolos del poder y la violencia, de la riqueza y del placer;

— a la corrupción de la vida pública o de los mercantes de droga y de pornografía, que van carcomiendo la fibra moral, la resistencia y esperanza de los pueblos;

— a la acción de los agentes del neomaltusianismo que quieren imponer un nuevo colonialismo a los pueblos latinoamericanos; ahogando su potencia de vida con las prácticas contraceptivas, la esterilización, la liberalización del aborto, y disgregando la unidad, estabilidad y fecundidad de la familia;

— al egoísmo de los "satisfechos" que se aferran a un presente privilegiado de minorías opulentas, mientras vastos sectores populares soportan difíciles y hasta dramáticas condiciones de vida, en situaciones de miseria, de marginación, de opresión;

— a las interferencias de potencias extranjeras, que siguen sus propios intereses económicos, de bloque o ideológicos, y reducen los pueblos a campo de maniobras al servicio de sus propias estrategias» (Homilía en Santo Domingo, III, n. 2, 12 de octubre de 1984).

7. Lleno de esperanza y confianza en Jesús, bendigo de todo corazón esa nueva evangelización de Chile, destinada a dar, con la gracia de Dios, muchos frutos, en vuestra patria, en América Latina y en el mundo.

Durante estos nueve años toda la Iglesia en Latinoamérica eleva a María, Madre de Dios y Reina de América, Madre y Reina de Chile, esta oración filial:

“Madre nuestra Santísima, / en esta hora de nueva evangelización, / ruega por nosotros al Redentor del hombre; / que El nos rescate del pecado / y de cuanto nos esclaviza: / que nos una con el vinculo de la fidelidad / a la Iglesia y a los Pastores que la guían. / Muestra tu amor de Madre a los pobres, / a los que sufren y a cuantos buscan el reino de tu Hijo. / Alienta nuestros esfuerzos por construir / el continente de la esperanza solidaria / en la verdad, la justicia y el amor”.

8. “Rema mar adentro” —dice Cristo a Simón Pedro— “y echad las redes para pescar (Lc 5, 4)”.

Entonces, para Pedro ese “mar adentro”, era sólo las aguas del lago de Genesaret. Más tarde, poco a poco, se va desvelando a los ojos de los pescadores-apóstoles un horizonte amplísimo que abarca hasta los confines del mundo, que llega a ese océano infinito de los misterios divinos y a ese mar de las almas que esperan de Dios la salvación. Son los hombres y mujeres de corazón sencillo que ponen su confianza en el Señor; que navegan por los, a veces procelosos mares de la vida buscando un faro que los guíe, una esperanza que dé sentido a su caminar.

Cristo, que daba gracias al Padre porque reveló los misterios del reino “a la gente sencilla” (Mt 11, 25), nos llama a abrir nuestro corazón a su mensaje, pues “lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1Co 1, 25).

A la misma inescrutable sabiduría y fuerza divina, se dirigen, de generación en generación, los sucesores de los pescadores-apóstoles. Aquellos que por primera vez trajeron la luz del Evangelio a vuestra tierra, y aquellos que la traen hoy. Y la traen en la comunidad de todo el Pueblo de Dios, que en la Cruz y en la Resurrección encuentra su sabiduría y su fuerza.

Cuando hoy Dios ha concedido al Sucesor de Pedro poder dar gracias en tierra chilena junto a vosotros, por el 500 aniversario del comienzo de la evangelización de América, quiero abrazar en mi corazón con la plegaria a todos aquellos que participaron en esta obra salvífica. Que la semilla que ellos plantaron en la tierra fértil del alma chilena continúe dando el ciento por uno en frutos de amor, verdad, libertad y justicia para que en esta tierra bendita reine la paz.

¡Queridos hermanos y hermanas!

¡Bendigamos al Señor que en la Cruz ha manifestado su salvación! ¡Bendigamos al Señor porque “los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”!

Así sea."

Saludo del Papa Juan Pablo II a la Ciudad de Concepción
Concepción, Sábado 4 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Queridos hermanos y hermanas:
 ¡Alabado sea Jesucristo!

1. Guiado por la Providencia divina llego hoy a vuestra acogedora ciudad, a la que sus fundadores y los primeros misioneros dieron el nombre de la Santísima Concepción, uniendo de esa manera para siempre su nombre con el recuerdo de la Virgen María y poniéndola bajo su maternal protección. Y es feliz coincidencia que llegue hasta vosotros en un sábado, día que la Iglesia consagra a la memoria de la Virgen.

En esta etapa de mi viaje apostólico por tierras chilenas abrigo el deseo de que todo el pueblo, con voz unánime pueda decirle a la Virgen María, como yo le digo: “Totus tuus”: ¡Todo tuyo soy, oh María!

La Virgen de Nazaret, la llena de gracia que se consagró por entero a la voluntad del Padre nos exhorta a vivir en unión con Ella y a imitar sus virtudes y su fidelidad a Cristo en plena sintonía con el Evangelio, siguiendo sus pasos y meditando sus palabras, para hacerlo carne y vida en el mundo de hoy. De esta manera Dios continuará penetrando profundamente en la historia de los hombres como lo hizo mediante la encarnación del Verbo, por obra del Espíritu Santo con la cooperación de María.

2. Saludo al señor arzobispo, a su obispo auxiliar, así como a las autoridades, a los sacerdotes, religiosos, religiosas y a todo el Pueblo de Dios de esta arquidiócesis de Concepción. Agradezco vivamente vuestra cordial acogida y la preparación espiritual con la que habéis querido que esta visita del Papa sea un momento culminante de comunión eclesial en la fe, en la oración y en el amor.

Quisiera poder entrar en vuestras casas, saludaros personalmente, visitar y consolar a vuestros enfermos; deseo haceros sentir la presencia amorosa de Dios, nuestro Padre, en la renovada experiencia de que la Iglesia es la familia de los salvados en Cristo.

Sobre todo, en ese santuario doméstico que es el hogar, dentro del cual se cultivan la fe y el amor, de los que se nutren las demás virtudes y toda la vida cristiana. Quisiera asimismo reunirme con vosotros para orar juntos a Dios, Padre de misericordia y de todo consuelo, que está en los cielos.

En espera de poder celebrar mañana domingo, día del Señor, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, dedicado de manera especial al mundo del trabajo, os reitero mi saludo y os expreso la alegría de poder estar en medio de vosotros y compartir vuestros mejores sentimientos.

3. Es Cristo el que nos une y el que nos convoca en su nombre y con su presencia cuando juntos oramos al Padre, como vamos a hacerlo ahora, al final de la jornada, desde aquí y ante el altar familiar de vuestras casas.

Cuando declina el día y llega la noche, parece que brota espontánea en nuestros labios la plegaria de los discípulos de Emáus: “Quédate con nosotros porque anochece” (cf. Lc 24, 29). En este día que acaba y que ve en vuestra ciudad de Concepción al Sucesor de San Pedro, juntos sentimos el gozo de ver cumplida la promesa de Jesús que es para siempre el Emmanuel, el Dios con nosotros: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20).

Con la fe en esta presencia dirijamos al Señor nuestra oración y encomendemos a la Virgen María, recordando su Santísima Concepción, el fruto espiritual de esta peregrinación apostólica a Chile proclamando que Cristo es la Resurrección y la Vida."

Homilía de Juan Pablo II en la Santa Misa para el Mundo del Trabajo
Hipódromo Talcahuano, Concepción, Domingo 5 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25).

Queridos hermanos y hermanas:
Me siento muy feliz de encontrarme en esta tierra, que lleva el nombre de María en su Concepción Santísima e Inmaculada, donde se me ha dispensado una calurosa acogida, a la que correspondo con igual afecto y gratitud. Mi saludo de paz se dirige a mi querido hermano, el señor arzobispo, a los demás hermanos en el Episcopado aquí presentes, a todos los sacerdotes colaboradores en el ministerio pastoral, a las religiosas, religiosos, fieles, y, en una palabra, a todos los habitantes de esta región del país, en particular a los que habéis venido a participar en esta Eucaristía.

Saludo en este día con especial afecto al mundo del trabajo, siempre tan cercano a mi corazón y a mi propia experiencia. Si fuera posible quisiera poder estrechar la mano de cada uno de vosotros, para manifestaros mi cariño y aprecio por vuestra vocación de trabajadores al servicio de la sociedad.

A través de vosotros quiero saludar igualmente a todos los trabajadores de Chile: a los que se dedican a las faenas del campo, de las minas, de la industria, de la pesca; a los que ejercen su labor en los pueblos, en la ciudad, en las oficinas, en el comercio; a los empresarios, a todos los trabajadores intelectuales y manuales que formáis la gran comunidad chilena del trabajo.

Celebramos hoy el quinto domingo de Cuaresma. El Señor ha querido que en mi camino pastoral, peregrinando por estas tierras chilenas, vivamos juntos este domingo ya cercano al misterio pascual en su presencia litúrgica. Las palabras de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida” resuenan como preanuncio definitivo de este misterio. Hoy deseo meditarlas junto a vosotros.

2. A todos ha querido el Señor decir que El es el principio de una nueva vida. “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25).

Jesús pronunció estas palabras en Betania, adonde acudió inmediatamente después de revelar a sus discípulos la noticia de la muerte de Lázaro. Marta, hermana del amigo difunto, salió al encuentro de Jesús y le dijo con dolor: “¡si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto! Pero sé que cualquier cosa que pidas a Dios. El te la concederá” (Ibíd., 11, 21-22).

Marta pide, de esta manera confiada, un milagro; pide a Jesús que resucite a su hermano Lázaro, que lo devuelva a la vida, entre sus seres más queridos aquí en esta tierra.

Jesús responde con palabras que se refieren a la vida eterna: “el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees tú esto?” ((Ibíd., 11, 26).

No se trata sólo de restituir un muerto a la vida sobre la tierra. Se trata de la vida “eterna”; de la vida en Dios. La fe en Jesús es el inicio de esta vida sobrenatural, que es participación en la vida de Dios; y Dios es Eternidad. Vivir en Dios equivale a decir vivir eternamente (cf. Jn 1-2; 3-4; 5-11 ss.).

3. Podría decirse que, cuando Jesús de Nazaret, algunos días antes de morir en la Cruz, acude ante el sepulcro de su amigo y lo resucita, está pensando en cada hombre, en nosotros mismos. Tiene ante sí ese gran enigma de la existencia humana sobre la tierra, que es la muerte. Jesús ante el misterio de la muerte, nos recuerda (cf. Ibíd., 10, 7) que El es un amigo y se nos muestra a sí mismo como puerta que da acceso a la vida.

Antes de responder a este problema crucial de la vida del hombre sobre la tierra, con su propia muerte y resurrección, Jesús realiza un signo. Resucita a Lázaro. Le ordena salir fuera del sepulcro, mostrando a los circunstantes el poder de Dios sobre la muerte: la resurrección de Betania es un definitivo preanuncio del misterio pascual, de la resurrección de Jesús, del paso, a través de la muerte, hacia la vida que ya no se acaba: “quien cree en mí, aunque muera vivirá”.

4. Ante el sepulcro del amigo Lázaro, Cristo está casi como tocando la raíz misma de la muerte del hombre, al ser ésta, desde el principio, una realidad anudada con el pecado.

La liturgia de este domingo, calando de lleno en esta condición de la humana existencia, nos invita a clamar con las palabras del Salmo, “desde lo profundo del corazón”:

“Si consideras las culpas, Señor, / Señor, ¿quién podrá subsistir?”.

La respuesta a esta pregunta nos la da también el Salmista:

“En el Señor está la misericordia / y en El es grande la redención. / El redimirá a Israel / de todas sus culpas” (Sal 130 [129], 7-8).

Cristo, que se presenta en Betania ante el sepulcro de Lázaro, sabe que su “hora” está cerca.

Precisamente esta es “ la hora ” –la hora de la Pascua que se aproxima– cuando a solas y sin más apoyo que la confianza en la potencia del mismo Dios, se verá obligado a dar respuesta personal a la pregunta del Salmista. Pero no ya con las palabras, sino con el sacrificio redentor de la propia muerte en la cruz: la muerte que da la vida.

El es ciertamente aquel de quien habla el Salmista.

“El redimirá a Israel”. El demostrará, en efecto, que en Dios “ es grande la redención ”. El hará que el peso de los pecados del hombre sea superado mediante la potencia salvfica de la gracia. La muerte, con la potencia de la vida.

“¿Crees tú esto?”, pregunta Jesús a Marta. Y con esta pregunta está interrogando a los discípulos de todos los tiempos; lo pregunta a cada uno de nosotros en este domingo de Cuaresma, cuando ya estamos tan cercanos al día de la Pascua.

5. La fe en la victoria de la gracia sobre el pecado, en la victoria de la vida sobre la muerte del cuerpo y del alma, es explicada por San Pablo en su carta a los Romanos que hemos escuchado en esta liturgia. Jesús, en efecto, dijo en Betania: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí no morirá eternamente”.

Y el Apóstol lo explica así: “Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el espíritu es vida a causa de la justificación” (Rm 8, 10).

Cristo habita en nosotros mediante la fe y la gracia. ¡Habita! Entonces está también presente en nosotros su Espíritu, el Espíritu Santo. Por eso añade el Apóstol: “Y si el Espíritu de Aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que ha resucitado a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por medio del Espíritu, que habita en vosotros” (Ibíd., 8, 11).

No se trata aquí sólo de resucitar, de dar la vida en esta tierra. Se trata, por encima de todo, de la resurrección a la vida eterna en Dios. Se trata de la participación real en la resurrección de Cristo, mediante el don del Espíritu Santo.

6. Cuando Cristo pregunta: “¿Crees tú esto?”, la Iglesia, su esposa, su cuerpo místico, responde de generación en generación con las palabras del Símbolo Apostólico: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”.

Creemos por tanto que esa vida eterna, esa vida divina –de la que es signo la resurrección de Lázaro–, está ya operante en nosotros, gracias a la resurrección de Cristo. Esa perspectiva, soteriológica y escatológica, difícil de aceptar por los “sabios” de este mundo, pero que es acogida con alegría por los “pobres y sencillos” (cf Mt 11, 25), es la que hace posible descubrir el valor sobrenatural que se puede encerrar en toda situación humana.

Enseña, en efecto, el Concilio Vaticano II: “ Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin” (Gaudium et spes, 38) y haciéndome eco de esta enseñanza, he afirmado en la Encíclica Laborem Exercens. “En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva” (Laborem Exercens, 27).

Ese resplandor, sigue emanando aún de la resurrección de Cristo, y esparciendo su luz sobre todos nuestros trabajos para hacernos descubrir lo maravilloso de una vida ordinaria, como fue la vida de trabajo de Jesús de Nazaret. El Señor quiso asumir todo lo humano, y lo santificó, para que nosotros pudiéramos recorrer de un modo nuevo, divino, todos los caminos de este mundo; para que pudiéramos santificar todas las ocupaciones honestas de los hombres. He ahí una realidad cargada de consecuencias, también para la vida de la entera familia humana.

En efecto, “la experiencia de Jesús de Nazaret –verdadero "Evangelio del trabajo" – nos ofrece el ejemplo vivo y el principio de la radical transformación cultural indispensable para resolver los graves problemas que nuestra época debe afrontar” (Congr. Pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 82) .

7. La formación de una “cultura del trabajo” constituye un gran reto para la vida de cada cristiano, y para toda la obra de evangelización. Esa cultura debe caracterizarse por una gran responsabilidad y amor en la ejecución del trabajo, así como por el pleno reconocimiento de su dignidad. El trabajo humano se presenta, en efecto, “con toda su nobleza y fecundidad a la luz de los misterios de la Creación y de la Redención ” (Ibíd.; cf. Laborem Exercens, 25).

De conformidad con su dignidad humana y cristiana, todo trabajo honrado, intelectual o manual, debe ser realizado en honor de Dios, y con la mayor perfección posible. Hecho así, por humilde e insignificante que parezca, contribuirá al bien del hombre, a ordenar cristianamente las realidades temporales y a manifestar su dimensión divina.

Queridos hermanos, recuerdo con agradecimiento al Señor aquellos años de trabajo, a menudo monótono y duro, entre tantos compañeros con los que pasaba el día, codo a codo. Compartíamos a veces el silencio, la fatiga y el sudor; hablábamos de nuestras alegrías y nuestras penas, en confidencia de amigos que sabían comprender, ayudar, disculpar, perdonar. A través de mi propia experiencia de trabajo, he podido decir que el Evangelio se me presentó bajo una nueva luz (cf. Homilía en Nowa Huta, 9 de junio de 1979) .

Un Evangelio, que es Buena Nueva, que llena de fe y de esperanza: “Yo espero en Yahvé, mi alma espera, pendiente estoy de su palabra” (Sal 130 [129], 5).

Sin embargo, tantas veces no entendemos lo que el Señor nos está diciendo y. quizá, perdemos la esperanza, porque no estamos pendientes de su palabra.

Queridos hombres y mujeres de estas tierras entre el Océano Pacífico y la Cordillera de los Andes: el Sucesor de San Pedro ha venido a estar con vosotros para confirmar vuestra fe y fortalecer vuestra esperanza.

Los cristianos aman el mundo y tantas cosas buenas que hay en el mundo, porque ha salido de las manos de Dios; pero no ponen su esperanza final en este mundo. Nuestra esperanza es Cristo Jesús, el Verbo de Dios que se hizo hombre y que, después de morir, resucitó. ¡Nuestra esperanza no es vana y no quedará defraudada!

8. La vida de Jesús en Nazaret nos ofrece la base para una visión del mundo laboral, que debe dar al trabajo aquel significado que tiene a los ojos de Dios (cf. Laborem Exercens, 24).

El desafío que plantea hoy el trabajo humano no es sólo su organización externa, para que sea ejercido en condiciones verdaderamente humanas, sino sobre todo su transformación interior, para que sea realizado como una tarea diaria, con plenitud de sentido, esto es, de acuerdo con su significado último dentro del plan divino de salvación del hombre y del universo.

Es precisamente en esa tarea vuestra, hecha agradable a los ojos de Dios, donde debéis ejercer las virtudes humanas y cristianas: vuestra fe quedará confirmada siempre que veáis la mano de nuestro Padre Dios aun en los acontecimientos de menor importancia; corroboraréis la esperanza, considerando el trabajo redentor de Cristo; daréis expansión a la caridad en la medida de vuestra correspondencia al pleno amor que el Señor en todo momento os demuestra. Las relaciones humanas y profesionales, que implican vuestra labor, han de alimentar continuamente vuestra conversación con Dios en la oración, como hijos con el Padre; los problemas y fracasos a que está expuesto quien ejerce una actividad humana, os harán más humildes y comprensivos con los demás. Los éxitos y las alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no vivís para vosotros mismos, sino para el servicio de Dios y de los demás.

9. Todo esto, amadísimos hermanos, parece muy difícil de lograr. Pero no se debe juzgar como una utopía la solidaridad entre todos los trabajadores, en todo el orden económico, sino que hay que empeñarse con renovada esperanza en esa urgente tarea cristiana que os espera: construir “la civilización del trabajo, que es civilización de la justicia, pero ante todo civilización del amor”.

Permitidme que insista en este pensamiento. Quizá algunos, al oír hablar de la “civilización del amor”, pensarán que el Papa no conoce ni se identifica con los problemas que son la verdadera preocupación e inquietud de tantos trabajadores, muchos de ellos padres y madres de familia, de este queridísimo Chile.

¡No es así! Conozco muy bien las preocupaciones que desazonan vuestros ánimos, muchas de ellas relacionadas con problemas de justicia social, que exigen de todos una intervención decidida para procurar resolverlos. Pienso en la prolongada situación de desempleo y cesantía de tantos trabajadores –aquí y en tantos otros lugares del mundo–, lo cual, cuando alcanza ciertos niveles, “constituye un problema ético, espiritual, porque es síntoma de la presencia de un desorden moral existente en la sociedad, cuando se infringe la jerarquía de los valores” (Encuentro con los trabajadores y empresarios en Barcelona, 7 de noviembre de 1982, n. 5).

Tampoco me pasa desapercibido el problema de las remuneraciones del trabajo que ha de tener en cuenta las responsabilidades familiares de cada trabajador; ni tampoco la cuestión del tratamiento específico del trabajo de las mujeres, de modo que les permita hacer la labor del hogar y cumplir sus deberes de madres y esposas (cf. Laborem Exercens, 19). “El acceso de todos los bienes necesarios para una vida humana, personal, familiar, digna de este nombre, es una exigencia de la justicia social” (Congr. Pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 87).

Conozco también vuestras legítimas reivindicaciones sindicales, en lo que respecta a la defensa de vuestros derechos. Si bien no hay que olvidar que a los derechos corresponden también unos deberes que cumplir.

Sí, amigos míos, tengo muy presentes todos estos anhelos; podéis estar seguros de que el Papa hace suyas las aspiraciones legítimas de justicia que lleváis en el corazón, porque sabe que se halla en juego vuestra dignidad como hombres y como cristianos. Más aún, a la luz del resplandor de la resurrección de Jesucristo, quiero deciros que sólo el amor, a ejemplo de Cristo, es capaz de dar una solución auténtica y duradera a vuestros problemas.

En la Encíclica Dives in Misericordia escribí: “La experiencia del pasado y de nuestro tiempo, demuestran que la justicia por sí sola no basta y que, incluso, puede conducir a la negación y al rebajamiento de sí misma, si no permite a aquella fuerza más profunda que es el amor, modelar, la vida humana en sus variadas dimensiones” (Dives in Misericordia, 12). Y eso es así porque “el amor cristiano anima la justicia, la inspira, la descubre, la perfecciona, la hace posible, la respeta, la eleva, la supera; pero no la excluye, no la absorbe, no la sustituye, sino que la presupone y la exige, porque no existe verdadero amor, verdadera caridad, sin justicia. ¿No es, precisamente, la justicia la medida mínima de la caridad?” (Discurso a los trabajadores de la fábrica Solvay de Livorno, 19 de marzo de 1982, n. 10). Una verdadera cultura del trabajo, debe ser cultura de la justicia, para llegar a ser también una civilización del amor. Esta es la visión integral de la doctrina social de la Iglesia que en tiempos tan difíciles para muchos pueblos, no cesa de proponer y de repetir para ser fiel al mensaje de Cristo trabajador.

Por todo esto, conociendo vuestros problemas y. a la vez, la calidad humana y espiritual del pueblo chileno, pueblo que tiene su caridad, su tradición y su dignidad, he querido recordaros la necesidad de vivir, en medio de los acontecimientos de cada jornada, una vida inspirada en los valores espirituales y sobrenaturales, de la que es signo la resurrección de Lázaro.

La resurrección es signo de este contenido profundísimo que se encuentra en el trabajo humano, se obtiene la resurrección a través del trabajo. No es trabajo que lleva a la muerte, es trabajo que lleva a la resurrección. Una coincidencia extraordinaria la que nos ofrece la liturgia de este V domingo de Cuaresma: la resurrección de Lázaro. Es una coincidencia providencial; en el contexto de este acontecimiento, Jesús habla al mundo del trabajo, a los trabajadores chilenos. No existen divergencias, al contrario, convergencias, porque el trabajo humano se ve profundamente en sus íntimas implicaciones humanas y cristianas a través de la resurrección de Cristo; es a través de la participación en la cruz de Cristo como se llega a la resurrección.

Es éste el misterio del trabajo humano que el Papa viene a anunciar a todos vosotros, trabajadores, hermanos y hermanas de este larguísimo país.

El Señor quiere sacarnos de nuestro sepulcro, de una vida sin más horizonte que la materia, sin relieve, que sólo se preocupa de los problemas de esta tierra y. muchas veces, sujeta a la cadena del odio, del enfrentamiento o del egoísmo de todo tipo. “Los que viven según la carne, –nos advierte San Pablo– no pueden agradar a Dios” (Rm 8, 8), y añade a continuación: “vosotros, sin embargo, no estáis en la carne, sino en el espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Ibíd., 8, 9).

El Señor quiere que la vida terrena se impregne de esa vida eterna y divina, según el Espíritu, que es la vida de la caridad, que es la vida de la resurrección. Quienes viven según la carne no pueden agradar a Dios. Vosotros vivís según el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros. Cada día se hace más necesario que los cristianos proclamemos bien alto –sobre todo con el ejemplo de nuestra vida– que la máxima dignidad del trabajo está en el amor con que se realiza. Y en esta perspectiva social, verdadera, pero siempre en la perspectiva de la civilización del amor. Es ésta la civilización anunciada por Cristo crucificado y resucitado.

10. Pasados los cincuenta días del tiempo pascual, en la próxima fiesta de Pentecostés, comenzará para toda la Iglesia el anunciado Año Mariano, de preparación para el comienzo del Tercer Milenio desde la encarnación del Verbo en las entrañas de la Virgen Santísima.

María, “Memoria de la Iglesia” (Homilía en al Misa de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, 1 de enero de 1987), nos llevará de la mano para aprender lo que Ella nos enseña con la propia vida. Más de una vez he recordado cómo, desde hace tantos siglos, los cristianos se han unido a María durante su trabajo, mediante el rezo del Ángelus o la expresión de gozo pascual del Regina caeli. La generosidad en ofrecer espacios del tiempo diario a la piedad mariana hará que el Señor, por intercesión de su Madre, os conceda todo lo que necesitáis en vuestras tareas espirituales y temporales. Así se lo pido de corazón a Dios nuestro Padre, en cuyo nombre bendigo a todos los aquí presentes y a vuestros hogares. Recordad durante vuestro trabajo este misterio primario de nuestra fe, la Encarnación: “Y el Verbo se hizo carne”. Recordar este misterio que conduce a la muerte y a la resurrección, para trabajar mejor, para no olvidar jamás esta dimensión humana con todas sus implicaciones, que tiene también una dimensión divina. Es el Creador quien nos ha dado ejemplo cuando creó el mundo; somos sus colaboradores, queridos hermanos y hermanas, ¡somos sus colaboradores! Es Dios creador, es Jesucristo trabajador, es Jesucristo crucificado y Cristo resucitado. Amén."

Papa San Juan Pablo II en el Ángelus
Concepción, Domingo 5 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. "Yo Soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25).

Estas palabras de Jesús, que iluminan el camino de fe de la Iglesia hacia la Pascua, son la garantía de la victoria de Cristo sobre el mal y la muerte, y mantienen viva la esperanza del Pueblo de Dios peregrino.

También María, la Madre de Jesús, "avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz" y la resurrección (cf. Lumen gentium, n. 58).

2. "¡Dichosa tú porque has creído! porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1, 45).

La Virgen María, que en respuesta a la anunciación del ángel acogió obediente la palabra y dio vida en su seno al misterio de la Encarnación del Señor, vio cumplido en su vida cuanto se le había anunciado. Ella fue también la discípula fiel de su Hijo, la que recibió con fe el anuncio de la futura pasión de Cristo.

Fue fiel a su Hijo en el momento de la cruz, y conservó intacta en su corazón la promesa y la esperanza de Aquel que había dicho a sus discípulos que resucitaría al tercer día.

En las horas que siguieron a la muerte de Jesús -las más cruciales para la fe y la esperanza- la Virgen creyó, esperó y mantuvo intacto su amor de Madre hacia Aquel que había dicho: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). En su corazón de Madre fueron recogidas, y en él florecieron, las esperanzas de vida para toda la humanidad, confiada a Ella, desde la cruz, en la persona del discípulo amado.

3. ¡Virgen de Nazaret, Virgen del Calvario y de la Pascua!

Te saludamos como Madre de nuestra fe, de nuestros anhelos y esperanzas que están puestos en Cristo, que es el Señor de la vida.

Corrobora en nuestros corazones la fidelidad a las palabras y promesas de Cristo y haz que la Iglesia sea, como Tú fuiste, testigo de la esperanza de los pueblos, en el camino de esta patria y de toda la humanidad.

Desde esta ciudad de Concepción, que proclama con su nombre el misterio de María y donde hace poco hemos celebrado la Eucaristía con el mundo del trabajo, nos unimos a toda la Iglesia de la América Latina y a la Iglesia universal para invocar a nuestra Madre con el saludo del Ángelus."

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la Celebración de la Palabra con los Campesinos y los Indígenas
Temuco Domingo 5 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Alabado sea Jesucristo!

Queridos hermanos y hermanas:
 1. Mi corazón se siente feliz al encontrarme hoy con los habitantes de La Frontera en esta ciudad de Temuco, y presidir esta celebración de la Palabra junto a vuestros Pastores, el señor obispo de Temuco y el vicario apostólico de la Araucanía, con los otros hermanos en el Episcopado y con tantos sacerdotes que con generosa entrega ejercen su ministerio entre vosotros. En esta tierra de la Araucanía, de la espiga y del copihue, es una gran dicha para mí compartir con los presentes esta celebración de fe y de amor. En modo particular me alegro de saludar al pueblo mapuche, que cuenta con su lengua, su cultura propia y sus tradiciones peculiares como valores característicos dentro de la nación chilena.

Mi afecto y mi palabra quisiera abrazar en este día, de un modo especial, a todos los campesinos de Chile, que con su trabajo abnegado contribuyen al bien común de todos los chilenos y que encarnan en su vida tantos valores humanos y cristianos.

2. El mensaje del Papa se dirige a todos, porque todos, por encima de cualquier diferencia étnica o cultural, sois hijos de Dios; porque, como nos dice San Pablo, todos habéis sido igualmente “elegidos de Dios” (Col 3, 15) llamados a formar un solo Cuerpo, que es la Iglesia (cf. ibíd.). Como afirma el mismo Apóstol, refiriéndose a los pueblos y categorías de su tiempo, en Cristo “no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos” (Ibíd. 3, 11).

La fe, queridos hermanos y hermanas, supera las diferencias entre los hombres. La fe da vida a un nuevo pueblo: el pueblo de los hijos de Dios. Sin embargo, aun superando las diferencias, la fe no las destruye sino que las respeta. La unidad de todos nosotros en Cristo no significa, desde el punto de vista humano, uniformidad. Al contrario, la Iglesia, la familia de Dios, de la que todos enriquecida al acoger la múltiple diversidad y variedad de todos sus miembros.

Por eso, el Papa, hoy desde Temuco, alienta a los mapuches a que conserven con sano orgullo la cultura de su pueblo: las tradiciones y costumbres, el idioma y los valores propios. El hombre es imagen y semejanza de Dios: por esto mismo, el amor de Cristo a los hombres alcanza también a todas las múltiples formas en las que el hombre se expresa conforme a esa imagen y semejanza. Al defender vuestra identidad, no sólo ejercéis un derecho, sino que cumplís también un deber: el deber de transmitir vuestra cultura a las generaciones venideras, enriqueciendo, de este modo, a toda la nación chilena, con vuestros valores bien conocidos: el amor a la tierra, el indómito amor a la libertad, la unidad de vuestras familias.

Sed conscientes de las ancestrales riquezas de vuestro pueblo y hacedlas fructificar. Sed conscientes, sobre todo, del gran tesoro que, por la gracia de Dios, habéis recibido: vuestra fe católica.

A la luz de la fe en Cristo, lograréis que vuestro pueblo, fiel a sus legítimas tradiciones, crezca y progrese tanto en lo material como en lo espiritual, difundiendo así los dones que Dios le ha otorgado. Iluminados siempre por la fe en Cristo, veréis en los demás hombres, por encima de cualquier diferencia de raza o cultura, a hermanos vuestros, y los sabréis comprender y querer. La fe agrandará vuestro corazón para que quepan en él todos los hombres, especialmente quienes forman parte con vosotros de la nación chilena; a su lado y en unión con ellos habéis de trabajar sólidamente en favor de la patria y del bien común. Y esa misma fe llevará a todos los chilenos a amaros, a respetar vuestra idiosincrasia y a unirse con vosotros en la construcción de un futuro en el que todos sean parte activa y responsable, como corresponde a la dignidad humana y cristiana.

3. En la lectura de la Carta a los Colosenses que hace poco hemos escuchado, el Apóstol nos pide, en nombre de Cristo: “despojaos del hombre viejo con sus obras” (Col 3, 9), a la vez que nos manda: “revestíos del hombre nuevo” (Ibíd. 3, 10).

¿Quiénes son este hombre viejo y este hombre nuevo de los que nos habla San Pablo? Hombre viejo es el hombre que no ha sido renovado por Cristo, el que aún se deja dominar por el pecado, por las pasiones y los vicios; el que vive según la carne, no según el espíritu (cf. Rm 8, 8). Hombre nuevo, en cambio, es aquel cuyas obras son agradables al Señor, porque son conformes a la condición de hijo de Dios; es decir, un hombre consciente de que en el bautismo ha nacido a una vida nueva y vive en la amistad con su Padre Dios.

Viejo y nuevo son dos modos de vida que difícilmente pueden convivir en una misma persona. Ya en el bautismo hemos abandonado ese hombre viejo, pero las consecuencias del pecado original y de los pecados personales se dejan sentir en nuestro ser y en nuestro actuar. Por ello, esforzaos por eliminar de vuestras vidas cuanto os aparte de Dios y de los hermanos. Rechazad el odio y el rencor, las divisiones y los enfrentamientos, el alcoholismo, la droga, el ocio, la pereza, los desórdenes familiares, la infidelidad matrimonial, la falta de solidaridad con los problemas de los demás y todo cuanto se opone al gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Por el contrario, revestíos de Cristo, esto es, “revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro... y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 12-14).

4. Amados hermanos y hermanas, sé que en la vida de los campesinos chilenos, y en particular en la del querido pueblo mapuches existen muchas dificultades y problemas. No pocas veces habéis sido objeto de injusticias y marginaciones. Recordad que en los tiempos lejanos de la conquista hubo sacerdotes, entre los que destaca la figura venerable de fray Diego de Medellín, que elevaron su voz para hacer presente ante el Rey de España los atropellos de que eran objeto los indígenas. También hoy la Iglesia os quiere decididamente apoyar en vuestras demandas de respeto a vuestros legítimos derechos, sin dejar por ello de recordaros igualmente vuestros deberes.

Por otra parte, no os dejéis seducir por quienes os ofrecen soluciones tentadoras e ilusorias a vuestros problemas, como son las del odio y la violencia, o la del abandono injustificado del campo y de sus valores propios, para encontraros a menudo con una vida aún más precaria y difícil en las ciudades. En ocasiones, vosotros mismos habéis denunciado que se pretende instrumentalizar políticamente vuestra situación, o que personas sin escrúpulos os hacen objeto de su afán de lucro, olvidando vuestra dignidad y vuestros derechos.

No se me ocultan tampoco los problemas relacionados con la tenencia de la tierra, la seguridad social, el derecho de asociación, la capacitación agrícola, la participación de los hombres del campo en los diversos aspectos de la vida nacional, la formación integral de vuestros hijos, la educación, la salud, la vivienda y tantas otras cuestiones que os preocupan.

Algunos de estos problemas se hacen particularmente preocupantes en el pueblo mapuche, sobre todo los relacionados con las tierras de quienes se llaman precisamente “hombres de la tierra”, y con la conservación y promoción de su propio acervo cultural.

Mas, no os dejéis abatir ni os atemoricéis por las dificultades, queridos campesinos y mapuches. En primer lugar, sed realistas. Veréis así los muchos motivos de esperanza que también hay en el área rural chilena. Vuestros valores y actitudes de hombres del campo, como son la sabiduría, característica de los que trabajan la tierra con sus manos y viven en contacto con la naturaleza, la capacidad de ser agradecidos y compartir con los demás, la sencillez de vuestras costumbres, la piedad popular con tantas manifestaciones antiguas y nuevas, el sentido de familia y tantas otras cualidades buenas que tenéis, son un tesoro que habéis de conservar y hacer fructificar en bien de toda la comunidad nacional. Además, no faltan las iniciativas prometedoras que, a todos los niveles, se esfuerzan por mejorar las condiciones de la vida rural.

Sin embargo, más allá de estos motivos que os permiten mirar confiadamente al futuro, llenaos de la esperanza cristiana en Dios, nuestro Padre. No se trata sólo de la esperanza en el cielo, sino también en esta vida, que es camino para la eterna. No dudéis que a todos vosotros se dirigen las palabras de San Pablo: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados” (Col, 3, 12). No olvidéis, pues, que cada persona, cada hombre y cada mujer, cada joven, cada niño, cada anciano es un elegido de Dios, un ser al que Dios hace objeto de su amor infinito.

“Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo” (Ibíd., 3, 15). No permitáis que el temor, el desaliento, el rencor, la tristeza, se apoderen de vuestros corazones. “Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Col 3, 13), nos exhorta San Pablo. No dejéis que prevalezca en vosotros el hombre viejo; por el contrario, “revestíos del amor” (Ibíd., 3, 14). Ese amor, que os llevará a saber perdonar y que os dará la fuerza para que cada uno se empeñe seriamente en superarse y vencer los obstáculos.

A veces os puede asustar la idea de que el amor no es la solución adecuada a vuestros problemas urgentes, y quizá sintáis la tentación del conformismo pasivo, dejando que otros resuelvan las dificultades que, según os parece, superan vuestras fuerzas; o también del inconformismo violento como vía para oponerse a las injusticias. Ante tales tentaciones, el Papa os repite que el amor vence siempre. Poned como fundamento de vuestras vidas el amor, la paz de Cristo. Un amor y una paz, insisto, que no pueden quedar inoperantes, que no son pasivos, sino que se manifestarán en iniciativas, actividades, obras de solidaridad en favor de vuestro pueblo y de las justas reivindicaciones.

5. “La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados” (Ibíd., 3, 16). Estas son las exhortaciones que San Pablo dirigía a los cristianos de Colosas y que sintetizan el programa del cristiano como hombre nuevo. Os invito a cada uno a conservar siempre la Palabra de Cristo, sus enseñanzas y mandamientos, para que guíen vuestras vidas. Que la Palabra de Cristo “habite en vosotros con toda su riqueza” (Ibíd.), de modo que ilumine siempre vuestro actuar, también cuando se trata de buscar solución a las cuestiones laborales y sociales. Descubrid la Palabra de Cristo en toda su riqueza. Para ello, “instruíos y amonestaos con toda sabiduría” (Ibíd.), acudiendo a los medios que la Iglesia y vuestros Pastores ponen a vuestro alcance: la catequesis para jóvenes y adultos, la preparación para la recepción de los sacramentos, las actividades apostólicas, los grupos de oración y tantas otras iniciativas de promoción y vida cristiana.

“Cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos himnos y cánticos inspirados” (Col 3, 16). Participad, con ánimo agradecido a Dios, en las celebraciones litúrgicas en vuestras parroquias y capillas, especialmente en el sacrificio de la Misa, para alabar a Dios Uno y Trino y confiarle las necesidades vuestras y de vuestras familias. Acercaos con frecuencia a la confesión, que es el sacramento del perdón y de la misericordia de Dios. “Cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones” (Ibíd.), nos repite San Pablo. Practicad, bajo la guía de vuestros Pastores, las devociones cristianas que a lo largo del tiempo han venido a formar parte de la vida espiritual de vuestro pueblo, especialmente el rezo del Santo Rosario; de esta forma, agradaréis a Nuestro Señor, obtendréis mucho bien para vuestras comunidades, y haréis que estén siempre vivas y actuales las manifestaciones de religiosidad popular aprobadas por la Iglesia.

6. Quiero detenerme ahora en algunas consideraciones la actividad que principalmente os ocupa, la misma que realizan millones de hombres de todo el mundo y la mayor parte de los habitantes de la Araucanía: el trabajo del campo. Vuestro trabajo, como he querido poner de relieve en otras ocasiones, es un quehacer noble y que ennoblece, pues os lleva a colaborar con Dios creador y a servir a los demás hombres. En efecto, con vuestra habilidad y esfuerzo continuáis la obra de la creación, haciendo que la tierra produzca los frutos que servirán de alimento a los hombres, a vuestras familias y a la comunidad.

Sin embargo, no es infrecuente que la sociedad no haga patente su reconocimiento a la dignidad de vuestro esfuerzo, ya que, mientras privilegia otros tipos de actividad laboral, no remunera suficientemente la vuestra. Como he afirmado en mi Encíclica sobre el trabajo, es preciso “volver a dar a la agricultura –y a los hombres del campo– el justo valor como base de una sana economía, en el conjunto del desarrollo de la comunidad social” (Laborem Exercens, 21). Secundad vosotros este deseo del Papa, aunando vuestro esfuerzo solidario y pacífico para que la sociedad reconozca vuestros legítimos derechos. No cedáis ante las dificultades; al contrario, creceos ante ellas, buscando, entre todos, los medios legítimos para vencerlas. Esto ciertamente exigirá de vuestra parte empeño y sacrificio; os llevará a intensificar más vuestra formación humana y profesional; os empujará a trabajar más y mejor; os hará ser cada vez más solidarios entre vosotros y con todos los sectores laborales de la nación. Así lograréis, para vosotros y para vuestros hijos, un futuro más digno, y sobre todo imitaréis la vida de trabajo de Jesús, el “hijo del artesano” (Mt 13, 55).

Por todo ello, deseo dirigirme a las instancias responsables en el ámbito de la agricultura chilena, para invitarles a poner todos los medios a su alcance en orden a aliviar los problemas que hoy aquejan al sector rural, de tal manera que los hombres y las mujeres del campo y sus familias puedan vivir del modo digno que corresponde a su condición de trabajadores agrícolas y de hijos de Dios.

A los empresarios agrícolas, quiero manifestarles mi aprecio por la tarea que desempeñan y. a la vez, pedirles encarecidamente un renovado esfuerzo, aun a costa de sacrificios, en la promoción humana y cristiana de la vida en el campo chileno. Haced lo posible para que todos los que trabajan con vosotros se sientan “en lo propio”, buscando formas de participación que les abran un futuro mejor, de acceso progresivo a la propiedad, de mayor formación técnica y cultural, y que les permitan transmitir a sus hijos un patrimonio material, y sobre todo espiritual, que sea la base de su futuro mejor según los principios de la justicia.

7. No puedo terminar este encuentro sin antes dirigirme a mis hermanos obispos, sacerdotes, diáconos, religiosas y religiosos, a los fieles laicos, a cuantos colaboráis en la evangelización de la Araucanía y en la pastoral rural. El Papa, en nombre de Cristo y de la Iglesia, quiere agradeceros vuestra labor como sembradores de la buena semilla del Evangelio en el alma noble del campesino, del mapuche. A todos os dirijo la recomendación de San Pablo: “Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Que vuestro trabajo apostólico tenga siempre como fundamento a Cristo, fuente del amor que debe llenar nuestra vida. Revestíos de sentimientos de caridad para comunicar a los hombres, vuestros hermanos, el amor. Seguid los ejemplos preclaros de tantos evangelizadores abnegados que os han precedido, en particular en este obispado de Temuco y en el vicariato apostólico de la Araucanía, confiado al celo infatigable y bondadoso de los padres capuchinos.

“Y todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre” (Ibíd., 3, 17). En nombre de Jesucristo sabréis perseverar en vuestra labor de llevar el Evangelio a todos los habitantes de esta tierra.

Queridos campesinos y mapuches, también a vosotros os digo: “revestíos del amor” (Ibíd., 3, 14), Que las palabras de San Pablo resuenen siempre en vuestros corazones y se manifiesten en vuestras vidas. Esta es la petición que os invito a dirigir conmigo a Dios, repitiendo la Colecta de la Misa de este V Domingo de Cuaresma: “Señor, Dios nuestro, te pedimos nos concedas vivir el mismo amor que llevó a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo”.

Por la intercesión de Nuestra Madre, Santa María – tan querida y venerada por vosotros – ¡quiera Dios que en el campo chileno se abran surcos renovados para sembrar esperanzas de vida eterna!, y ¡que el amor y la paz de Cristo presidan siempre vuestras vidas! Amén."

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la Celebración de la Palabra sobre el tema de la Religiosidad Popular
Hipódromo Peñuelas, La Serena, Domingo 5 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Queridos hermanos y hermanas:
1. “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! (Lc 11, 27)”.

Esta alabanza a Jesús y a María brota de la fe sencilla de una mujer desconocida. Emocionada en lo más profundo del corazón, ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella persona no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la religiosidad popular, siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia.

Con gran gozo y con gratitud al Señor, por estar hoy entre vosotros, en esta noble y antigua ciudad de La Serena, saludo con afecto a cuantos participáis en esta celebración de la Palabra, y a todos los habitantes del llamado Norte Chico de Chile que, sin embargo, no deja de ser grande por muchos motivos; en primer lugar por su fe cristiana, de la que son testimonio sus santuarios y que se manifiesta en las peregrinaciones, en las fiestas y bailes religiosos, a los que se une el Norte Grande.

En presencia de estas imágenes veneradas de la Virgen de Andacollo, de la Candelaria y del Carmen, y del Niño Dios de Sotaquí, San Pedro de Coquimbo, San Isidro de Illapel, Cruz de Mayo y ante las demás representaciones de la Madre de Dios que habéis traído para su bendición, el Papa quiere repetir junto con vosotros la misma alabanza de la mujer del Evangelio: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 27). ¿No percibimos ahora en estas palabras el coro unido de hombres y mujeres chilenos que, desde el comienzo de la evangelización de vuestra patria, han amado y honrado al Señor y a la Virgen, su Madre? ¿No sentimos el fervor espontáneo que suscita la devoción popular a Maria Santísima, Madre nuestra, que no cesa de interceder por sus hijos?

2. Si, la piedad popular es un verdadero tesoro del Pueblo de Dios. Es una demostración continua de la presencia activa del Espíritu Santo en la Iglesia. Es El quien enciende en los corazones la fe, la esperanza y el amor, virtudes excelsas que dan valor a la piedad cristiana. Es el mismo Espíritu el que ennoblece tantas y tan variadas formas de expresar el mensaje cristiano de acuerdo con la cultura y costumbres propias de cada lugar en todos los tiempos.

En efecto, esas mismas costumbres religiosas, transmitidas de generación en generación, son verdaderas lecciones de vida cristiana: desde las oraciones personales, o de familia, que habéis aprendido directamente de vuestros padres, hasta las peregrinaciones que convocan a muchedumbres de fieles en las grandes fiestas de vuestros santuarios.

De ahí que sea muy digna de elogio la firme voluntad de los obispos de Chile, de fomentar todos los valores de la religiosidad conservados por el pueblo. Por mi parte quiero repetir ante vosotros lo que les dije a ellos en Roma, con ocasión de su última visita “ad limina”: “Es pues, necesario valorizar plenamente la piedad popular, purificarla de indebidas incrustaciones del pasado y hacerla plenamente actual. Esto significa evangelizarla, o sea, enriquecerla de contenidos salvíficos portadores del misterio de Cristo y del Evangelio” (Discurso a los obispos chilenos en visita "ad limina Apostolorum", 19 de octubre de 1984, n 4).

Todas las devociones populares genuinamente cristianas han de ser fieles al mensaje de Cristo y a las enseñanzas de la Iglesia. Por eso habéis de comprender cuán bueno sea que vuestros Pastores, en el cumplimiento de la misión que les ha confiado el Señor, os ayuden a rectificar determinadas prácticas o creencias, cuando sea necesario, para que no haya nada en ellas contrario a la recta doctrina evangélica. Siguiendo con docilidad sus indicaciones, agradáis mucho al Señor y a la Virgen, pues quien oye a los Pastores de la Iglesia, oye al mismo Señor que los ha enviado (cf. Lc 10, 16).

La piedad popular ha de conducirnos siempre a la piedad litúrgica, esto es, a una participación consciente y activa en la oración común de la Iglesia. Me consta que, como culminación de vuestras peregrinaciones, procuráis recibir con fruto el sacramento de la penitencia, mediante una sincera confesión de vuestros pecados al sacerdote, el cual os perdona en nombre de Dios y de la Iglesia. Luego asistís a la Santa Misa y recibís la comunión, participando así de ese gran misterio de fe y de amor, el Sacrificio de Cristo, que se renueva por nosotros en el altar.

Estas celebraciones de la Iglesia, hacia las cuales ha de encauzarse dócilmente la religiosidad popular son sin duda alguna momentos de gracia. En ellas, habéis notado seguramente cómo vibra vuestro corazón, a compás con los nobles sentimientos que vuestra oración y vuestra vida elevan a Dios. Que esos momentos de conversión profunda y de encuentro gozoso en la Iglesia, sean cada vez más frecuentes, especialmente para celebrar los sacramentos. Las fiestas de los Patronos de cada lugar, los tiempos de misión, las peregrinaciones a los santuarios, son como invitaciones que el Señor dirige a toda la comunidad –y a cada uno–, para avanzar por el camino de la salvación.

Pero no estéis esperando a que vengan esas grandes festividades: acudid a la Misa dominical, santificando así el día del Señor, dedicado al culto divino, al legítimo descanso y a la vida de familia más intensa. Que en ninguna de vuestras jornadas falten momentos de oración personal o familiar dentro de esa iglesia doméstica que es el propio hogar, para que toda vuestra existencia se vea como inundada por la luz y la gracia de Dios.

3. Entre los múltiples signos indicativos de la piedad cristiana, la devoción a la Virgen María ocupa un lugar destacadísimo, el que corresponde a su condición de ser Madre de Dios y Madre nuestra. Como aquella mujer del Evangelio lanzó un grito de admiración y bienaventuranza hacia Jesús y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen nos conduce a su divino Hijo, y que El escucha siempre las súplicas que le dirige su Madre. Esa unión imperecedera de la Virgen María con su Hijo es la señal más confidencial y fidedigna de su misión maternal, tal como nos lo demuestran las palabras dirigidas en Caná: “Haced lo que él os diga” (Jn  2, 5). María nos exhorta siempre a ser fieles al Evangelio, como Ella lo fue, pues su vida es un testimonio de fidelidad a la palabra y a la voluntad del Padre.

¿Veis cómo la devoción a la Virgen María es un rasgo esencial de la fe y de la piedad cristiana? Es pues natural que esta devoción anide en el alma de este país y que por lo mismo invoquéis a María con expresiones llenas de piedad y de confianza filial porque, además, brotan de los hijos predilectos del Señor: los pobres y sencillos, a quienes Dios ha destinado el reino de los cielos (cf Mt 5, 3).

La Virgen nos enseña con su ejemplo a poner en el Señor nuestra confianza de hijos mediante la alabanza y la acción de gracias.

“Alabad el Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. / Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza” (Sal 150, 1. 2).

¡Oh Señor, Dios nuestro! En este día venturoso queremos aclamarte y cantarte con estas palabras del Salmista por tu bondad infinita para con nosotros. Porque no sólo has querido que seamos llamados hijos tuyos, hermanos de tu Hijo, sino que lo seamos también de verdad (cf 1Jn 3, 1).

Gracias sean dadas a Ti también, oh Cristo, porque nos has dado a tu Madre. Con aquellas palabras que pronunciaste en la cruz: “He ahí a tu hijo” (Jn 19, 26), nos la confiaste en manos de Juan, para que fuera la Madre de todos los hombres.

Te alabamos, Señor, porque muestras tu inmensa grandeza en la pequeñez de tu esclava (cf. Lc 1, 48). Porque Tú la escogiste, la adornaste con todas las gracias y la elevaste por encima de los ángeles y de los santos, para que nuestra Madre Santa María, la llena de gracia fuese la “obra magnífica” de Dios por excelencia, a la que Chile entero aclama con amor y gratitud filiales.

4. La Virgen del “Magníficat” es el modelo de quienes se alegran en el Dios de la salvación y expresan con sencillez su gozo.

“Alabadlo tocando trompetas, / alabadlo con arpas y cítaras, / alabadlo con tambores y danzas, / alabadlo con trompas y flautas” (Sal 150, 3-4).

En la primera lectura hemos recordado el traslado del Arca de la Alianza a Jerusalén, entre los cantos y bailes del rey David y del pueblo de Israel que la acompañaban. Fue ese un momento de júbilo para todos, expresado con alabanzas a Dios y adhesión a su Alianza, simbolizada en el Arca con las tablas de la ley.

También vuestro amor y devoción a la Virgen y al Niño Dios tienen manifestaciones parecidas, afincadas en siglos de tradición. De modo muy humano, con vuestros trajes, instrumentos y ritmos, se expresa visiblemente la fe de los hijos de esta tierra, que con todo su ser y al son de la música tributan honor a Cristo y a María Santísima. Se reproduce en cierto sentido aquella escena del Antiguo Testamento, pero esta vez en honor de María. Arca de la Nueva Alianza. “Bendito el fruto de tu vientre, Jesús”: María ha llevado en su seno al Hijo de Dios encarnado, autor y mediador de la nueva y eterna Alianza. Por esto, tantos cristianos la aclaman a diario con la invocación contenida en las letanías lauretanas: “Arca de la Alianza”.

“Todo ser que alienta alabe al Señor” (Sal 150, 6). Queremos, Señor, con la ayuda valiosa de tu Madre, extender por toda la tierra los frutos de tu Alianza de amor con el hombre. Queremos que todos los hombres te reconozcan y te alaben como Creador y Señor: que sepan descubrir tu presencia en sus vidas y el fin para el que fueron creados: que trabajen por hacer resplandecer la imagen que Tú acuñaste en el corazón de cada hombre con admirable benevolencia. Haz que con tu gracia, esa imagen divina grabada en su alma no quede dañada por el odio o la violencia dirigidos contra la misma vida, en especial la ya concebida y aún no nacida: ni por la perversión de las costumbres o las falsas evasiones que proporcionan los señuelos de la droga o del desorden sexual; ni tampoco abandonada a merced de las presiones de ideologías materialistas, sean del signo que fueren, que hieren y ahogan en su fundamento la misma dignidad de la persona humana.

Te pedimos hoy, Señor, que si alguien ha dejado de alabarte y ha preferido caminos desviados del Evangelio, deponga su actitud, y vuelva a Ti de la mano de María.

¡Y tú, Madre buena, que estás siempre cerca de tus hijos, y que aguardas su regreso a la Iglesia, haz que vuelvan! ¡Así lo pedimos a Dios por tu intercesión!

5. Demos gracias a Dios, hermanos, por la presencia maternal de María en la historia de vuestro pueblo. Ella ha guiado a los que os trajeron la fe, a los que os han enseñado a rezar. Ella ha hecho fructificar en los corazones de los chilenos de buena voluntad pensamientos de paz y no de aflicción (cf Jr 29, 11)). Ella os ha sostenido en las dificultades como signo de esperanza, de victoria y de felicidad futuras. Junto con toda la Iglesia en Chile, deseo ponerme bajo la protección de la Santísima Virgen del Carmen, Patrona de vuestra patria, peregrinando espiritualmente a los numerosos santuarios, iglesias y centros marianos del país, desde Tarapacá hasta Magallanes.

¡Ojalá la devoción popular a la Virgen se mantenga siempre viva en Chile, y en todos los chilenos y chilenas! En vuestra función de primeros evangelizadores (cf. Lumen gentium, 11), vosotros, padres de familia, habéis de enseñar a vuestros hijos a invocar a María con filial confianza, a recurrir a Ella como auxilio seguro y a imitar su vida como camino hacia el cielo.

Quiero recomendaros, de manera particular, el rezo del Rosario, que es fuente de vida cristiana profunda. Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y alegría, que se expresa en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna.

Conozco la hermosa costumbre, tan arraigada en Chile, del mes de María, celebrado en el mes de noviembre, el mes de las flores, y que culmina con la fiesta de su Purísima Concepción. Pido al Señor que esta devoción siga dando frutos abundantes de vida cristiana, de penitencia y reconciliación, en muchos, que alejados quizá de la práctica religiosa y tibios en la fe, retornan cada año a Jesús a través del calor y la bondad maternal de María.

6. Volvamos al relato del Evangelio para oír la respuesta de Cristo a la voz de esa mujer que exclamaba: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). El Señor, para que todos aprendiéramos, quiso responder con otra bienaventuranza: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!” (Ibíd.).

Así elogió Jesús a su Madre, por el sacrificio silencioso de su vida, llena de inmenso amor, de servicio incondicional a los planes divinos de salvación. Nos la dejó como modelo de aceptación y cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios. En la vida de María, de una madre y esposa, aprendemos que en la normalidad cotidiana de nuestros deberes familiares y sociales, cumplidos con mucho amor, podemos y debemos alcanzar la santidad cristiana. El Concilio Vaticano II ha querido recordar este valor santificador que tienen las realidades diarias para todos los cristianos, cada cual en su tarea, al enseñar con respecto a los laicos que “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios, por Jesucristo” (Lumen gentium, 34).

Pienso ahora especialmente en las mujeres de Chile, que saben imitar tan bien a nuestra Madre la Virgen. Doy gracias al Señor por esas virtudes femeninas con las que contribuyen al bien de todos. Le pido que toda la vida nacional se beneficie de esa ternura y fortaleza del buen sentido humano y cristiano, de la fidelidad v el amor que las distinguen. Para que se alcance un clima de serena y gozosa convivencia entre todos los chilenos, hace falta que os sigáis empeñando siempre en hacer de cada hogar un remanso de paz y una fuente de alegría cristiana. Viviendo como esposas, hijas y hermanas ejemplares, podréis difundir en la sociedad y en la Iglesia el calor del hogar de la Sagrada Familia de Nazaret.

7. Queridos hermanos y hermanas: Acercándoos a la Virgen mediante vuestras devociones populares, obtendréis siempre abundantes gracias, os sentiréis estimulados a la oración, a la penitencia y a la caridad fraterna. Son signos de la verdadera religiosidad popular, que mueve a dirigir la mente y el corazón a Dios, nuestro Padre: que impulsa a la reconciliación sincera con Dios y que os hace sentiros más vinculados a vuestros hermanos, a los que debéis amar y servir como Jesús nos ha enseñado con sus palabras y con su vida entera.

Por la intercesión maternal de María vuestras oraciones y vuestros sacrificios –que son también una meritoria forma de plegaria–, vuestros cantos y bailes, vuestras procesiones y el cuidado que ponéis en el culto, atraerán del Señor abundantes bendiciones de paz y de unión entre los chilenos, de conversión, de vocaciones sacerdotales y religiosas a su servicio.

Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Reina de la Paz y Patrona de Chile. Enséñanos a orientar toda nuestra piedad según las enseñanzas de Jesús y el beneplácito del Padre.

Y podremos cantar eternamente: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). De este modo, mereceremos, con el auxilio de María, aquella alabanza de Jesús: “¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!” (Ibíd.)."

Mensaje Televisivo de JPII a los Habitantes de la Isla de Pascua
Chile, Domingo 5 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Queridos hermanos y hermanas:
1.En estos momentos me siento particularmente cerca de vosotros. Con singular afecto y emoción saludo en Cristo a todos los hombres y mujeres de Rapa Nui, que tanto me habría gustado visitar personalmente. No habiendo sido posible, he querido servirme de la radio y de la televisión para deciros que os llevo siempre muy dentro de mi corazón de Pastor de la Iglesia universal.

La solicitud por predicar a Cristo en todo el mundo, que me ha traído a Chile, me mueve a enviaros ahora este mensaje especial. Recordad, sin embargo, que todas mis palabras de estos días se dirigen también a vosotros.

Saludo con respeto y estima a las autoridades de la Isla, llamadas a preocuparse por el bien común de todos sus habitantes; que Dios las asista e ilumine en sus desvelos por el progreso material y espiritual de la comunidad.

Todos estáis en mi pensamiento y en mis oraciones: El padre Luis Beltrán Rield y las religiosas franciscanas de Boroa, que os entregáis en testimonio de consagración y de servicio abnegado; los catequistas, que prestáis una preciosa colaboración en la enseñanza del Evangelio de Jesucristo que salva; las familias pascuenses, que fundís en vuestro seno las tradiciones seculares de vuestra cultura con los valores de la nación chilena. Pienso en particular en los niños y en los jóvenes, y veo en vosotros la esperanza de la Isla de Pascua. Jóvenes, sed generosos, responded siempre que sí a Cristo: El os pide que viváis en plenitud las exigencias de la vocación cristiana; y si alguno siente en su alma la llamada al sacerdocio, o a la vida religiosa, sabed que Dios os necesita y no os faltará su gracia para ser fieles. Recuerdo también con particular afecto a las personas ancianas: no dejéis de dispensar a manos llenas vuestra sabiduría sobre los caminos de la vida; y finalmente a los enfermos, que ofrecéis cristianamente vuestros dolores. Son éstos un tesoro de gracia, en el que me apoyo con segura confianza para realizar la misión que Cristo me ha encomendado.

2. La historia de la Isla, en muchos aspectos aún misteriosa, nos enseña que vuestros antepasados, antes de recibir el anuncio del Evangelio, se distinguieron durante muchos siglos por su religiosidad y su vivo sentido de la divinidad, del cual siguen siendo testigos –a la vez mudos y elocuentes– los impresionantes Moais, conocidos en el mundo entero como símbolo de Rapa Nui. Es significativo el hecho de que históricamente entrarais en contacto con el mundo occidental, en aquel lejano 1722, precisamente un Domingo de Resurrección. Como es sabido, esta circunstancia determinó que la Isla fuera bautizada con el hermoso nombre de la Pascua del Señor, confirmando así vuestra vocación de pueblo religioso, y elevándola al verdadero homenaje de Dios y de su Hijo Jesucristo.

En esa fecha y en ese nombre descubro un signo de la amorosa Providencia divina: el Señor quiere manifestar de este modo que os ha llamado a participar, como a toda la humanidad, en su Misterio pascual, Misterio de Salvación del hombre mediante su Muerte, Resurrección y Ascensión al Cielo.

3. Por ello deseo exhortaros en este día a que en vuestra vida personal y en la de vuestra comunidad brille siempre la luz de Cristo. Vivid la alegría y la paz de la Pascua, de la auténtica liberación, por la que, libres de las ataduras del pecado, nos convertimos en hijos adoptivos de Dios y vivimos las maravillas de la vida en Cristo Jesús.

Os pido que en estos días renovéis una vez más las promesas del bautismo, con el sincero anhelo de que, en adelante, vuestros pensamientos, palabras y acciones sean un claro testimonio de haber muerto al pecado y haber resucitado a una vida nueva con Cristo, en la que impera la ley del amor a Dios sobre todas las cosas, y a nuestros hermanos según la medida del amor de Cristo.

Reuniéndoos el domingo para escuchar la Palabra de Dios y para participar en la Eucaristía, santificaréis el día en el que la Iglesia celebra de modo particular el Misterio Pascual. Al recibir a Cristo en la comunión, con el alma y el cuerpo bien dispuestos, os llenaréis de su fuerza y de su amor. Y si vuestra conciencia os acusara de haber faltado por el pecado, acercaos al sacramento de la Penitencia, en el que se nos ofrece la misericordia sin límites de nuestro Dios, que perdona y abraza al hijo pródigo arrepentido, en el que todos nos reconocemos.

Recordad también que necesitamos conocer cada día mejor el mensaje de salvación de Cristo, fielmente custodiado por la Iglesia, para poder anunciarlo con el calor de la palabra meditada y el testimonio de una vida realmente cristiana. Os encarezco la unión y las oraciones por vuestros Pastores. Reconoced en ellos a Cristo que se hace presente –amando, exhortando, perdonando y alimentando a sus hermanos–, para que viváis de acuerdo con la dignidad de los hijos de Dios.

De esta manera experimentaréis el gozo del Señor, difundiéndolo en todo momento con esa cordialidad y alegría espontáneas que os distinguen. Así conservaréis la identidad que os es propia como pueblo y como porción de Chile; y todo lo vuestro –costumbres, cantos, bailes, arte y vida entera– estarán llenos de la paz de Cristo.

En medio del inmenso océano que os circunda, elevad en todo momento el corazón a Dios. Vuestra situación, tan estrechamente en contacto con el cielo y el mar, facilita la relación con Dios, que se manifiesta en la creación. Jamás estáis solos, porque él está con vosotros, y. por la Comunión de los Santos, permaneceréis íntimamente unidos a los hermanos en la fe de todo el mundo.

Que los numerosos visitantes que hoy vienen a vosotros, atraídos por la belleza natural con que Dios ha adornado la Isla y por sus riquezas arqueológicas, puedan también descubrir en vuestra hospitalidad los signos del paso de Dios sobre la tierra: la fe, la esperanza y el amor, la unión y concordia en las familias, la integridad de la vida cristiana.

Dirijo también una palabra de afecto a los habitantes del archipiélago de Juan Fernández. ¡Que Dios os bendiga en vuestras labores de pesca y que tengáis al Señor siempre en vuestro corazón!

4. Termino invocando a la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia; que Ella os proteja siempre y os obtenga de Jesús la alegría de la Pascua cristiana. Que el Año Mariano, que comenzaremos dentro de poco, sea para todos una nueva ocasión de conocer y amar a la Madre del Redentor.

¡Que la luz de Cristo, que es nuestra Pascua, brille siempre en la Isla de Pascua, en esa tierra de tan bello y cristiano nombre, y en cada uno de sus habitantes!

De todo corazón os imparto mi Bendición Apostólica."

Saludo Televisivo del Papa Juan Pablo II a la Población de Antofagasta
Instituto Santa María, Antofagasta, Domingo 5 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Queridos hermanos y hermanas:
 ¡Alabado sea Jesucristo!

1. Me siento muy complacido al encontrarme ahora en Antofagasta, vuestra ciudad, en esta última etapa de mi itinerario apostólico por tierras de Chile, como mensajero de la vida y de la reconciliación en Cristo Jesús.

Doy gracias a la divina Providencia por haber guiado mis pasos hasta aquí y de corazón expreso mi gratitud también a vosotros por vuestra acogida cariñosa, que manifiesta vuestro amor al Papa. Recibid mi saludo de paz en nombre del Señor.

Saludo fraternalmente a vuestro arzobispo, así como a las autoridades, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, a los jóvenes y a los niños. Me dirijo también a los enfermos y a todos los que sufren.
Quiero que todos los habitantes de Antofagasta y del Norte Grande chileno sientan que el Papa los saluda personalmente, que los ama en el Señor y les pide que se mantengan fieles en la verdad y en la esperanza del Evangelio.

2. Mi presencia en medio de vosotros pone de manifiesto la realidad de la Iglesia que es la familia de Dios en la que reina una comunión de fe y amor. Es la Iglesia una, santa, católica y apostólica, extendida por todo el mundo y que tiene, por voluntad de Cristo, el centro de la comunión en el Sucesor de Pedro.

Quisiera que mi paso por vuestra tierra renovara en todos vosotros el amor a la Iglesia, el gozo de pertenecer a ella mediante el bautismo, el compromiso de vivir la fe que la misma Iglesia nos enseña y que comunica por la palabra y los sacramentos.

Sí. Ojalá sea éste el fruto duradero de la presencia del Papa en Antofagasta: una renovación del compromiso de comunión eclesial para hacer cada vez más presente la fuerza del Evangelio en la sociedad actual, que tan necesitada está de Cristo, Redentor del hombre.

3. Sé que habéis preparado espiritualmente esta visita del Papa con entusiasmo e ilusión. Pido a Dios que la celebración de la Eucaristía de mañana, expresión de nuestra comunión en la misma fe, en la misma oración y en el mismo Pan de Vida, sea fuente de gracias para vosotros y para todos los amadísimos hijos de Chile.

Encomiendo a la Virgen María las intenciones de la jornada de mañana y los deseos y necesidades de todos vosotros. Que Ella, la Madre del Redentor, acompañe siempre vuestro caminar por la vida, teniendo siempre fija la mirada en la meta de la esperanza cristiana.

Ahora, al final de esta jornada, con el corazón agradecido por los dones recibidos de Dios, ante el altar familiar de cada hogar, pequeña iglesia doméstica colmada de la presencia del Señor, dirijamos nuestra oración al Padre, porque también hoy hemos experimentado su amor."

Visita del Papa Juan Pablo II a los Presos de la Cárcel de Antofagasta
Antofagasta, Lunes 6 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Mi visita a esta institución de readaptación social quiere ser muestra del afecto y solicitud del Sucesor de Pedro por todos vosotros, los aquí presentes, y por todas Mas personas privadas de libertad.

A todos saludo en el nombre del Señor Jesús y mis primeras palabras son para agradeceros vuestra calurosa acogida. También aquí se hace realidad la bella expresión que confirma la conocida hospitalidad de vuestra gentes: “ cómo quieren en Chile al amigo, cuando es forastero ”.

En esta mañana quiero haceros partícipes de algunas reflexiones sobre la Palabra de Dios, con el único deseo de que puedan iluminar vuestros anhelos y esperanzas, y aliviar vuestras tristezas y desilusiones. Sé que os encontráis en una situación difícil y dolorosa. El Papa, que a diario os acompaña con su pensamiento y con su oración, invoca para vosotros la ayuda de Dios. Que su gracia y su favor os sostengan aun en medio de las limitaciones que conlleva vuestra vida cotidiana.

2. Nos dice Jesús en el Evangelio: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 26-28). Esta es la llamada constante que hace el Señor a todos los hombres, y en particular a quienes El quiere descubrir el sentido salvífico del dolor.

El encuentro con vosotros, queridos hermanos, me conmueve profundamente. Me imagino cuántas cosas agitan vuestro corazón, y cuántos incumplidos deseos lo llenan de dolor y nostalgia. Como hermano mayor en Cristo, mi anhelo sería el poder compartir con cada uno de vosotros una conversación íntima y reposada en la que pudiéramos tener un diálogo de esperanza y de amor repasando vivencias personales, frustraciones del pasado, los planes que alientan vuestro futuro y particularmente la situación actual de vuestras familias. Tengo la certeza de que, junto con la riqueza de vuestros sentimientos, quedaría al descubierto la gran humanidad que se esconde en cada uno de vosotros. Sé que me manifestaríais lo que cada uno lleva dentro de sí. Desgraciadamente, las circunstancias no nos permiten el poder compartir a solas unos minutos, pero es mi deseo que mis palabras las recibáis como si fueran pronunciadas para cada uno de vosotros en particular.

Cristo es el único que puede dar sentido a nuestras vidas. En El se encuentra la paz, la serenidad, la liberación completa, porque El nos libera de la esclavitud radical, origen de todas las demás, que es el pecado, e inspira en los corazones el ansia de la auténtica libertad, que es el fruto de la gracia de Dios que sana y renueva lo más íntimo de la persona humana.

La libertad que Cristo nos ofrece, comienza por el interior del hombre, se afirma ante todo en el orden moral; allí donde tienen su raíz el egoísmo, el odio, la violencia y el desorden. Cristo ha venido a redimir al hombre del pecado que lo priva de su libertad: “Todo el que comete pecado es un esclavo del pecado” (Jn 8, 34), dice Jesús en el Evangelio. Y es de esta esclavitud de la que El quiere liberarnos a todos los hombres.

No hay quien no necesite de esta liberación de Cristo, porque no hay quien, en forma más o menos grave, no haya sido y sea aún, en cierta medida, prisionero de sí mismo y de sus pasiones. Todos tenemos necesidad de conversión y de arrepentimiento; todos tenemos necesidad de la gracia salvadora de Cristo, que El ofrece gratuitamente, a manos llenas. El espera sólo que, como el hijo pródigo, digamos “me levantaré y volveré a la casa de mi Padre” (Lc 15, 18).

3. La casa de Dios tiene siempre sus puertas abiertas. En ella Cristo se hace presente mediante la Palabra y mediante los Sacramentos. A lo largo de los siglos la Iglesia ha desarrollado pacientemente, pero con tesón, su labor de Madre y Maestra para hacer más humanas las instituciones y los principios que regulan la convivencia social. ¿Quién podrá ignorar el influjo positivo que, en el curso de los siglos, ha ejercido el mensaje evangélico en la defensa y promoción de un mayor respeto por la dignidad del encarcelado como persona, como hijo de Dios?

En la historia de la humanidad –como ya señalé en mi visita a la cárcel de Roma– “se ha progresado mucho en este campo, pero ciertamente queda mucho aún por hacer. La Iglesia, como intérprete del mensaje de Cristo, aprecia y estimula los esfuerzos de cuantos se prodigan por hacer cambiar el sistema carcelario hacia una situación de pleno respeto del derecho y de la dignidad de la persona” (Homilía en la cárcel romana de Rebibbia, n. 3, 27 de diciembre de 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 2 (1983) 1449 s.).

A este propósito, ¿cómo no manifestar públicamente mi reconocimiento y mi afecto a todos los agentes de pastoral penitenciaria de Chile? Vosotros, sacerdotes capellanes, religiosas y demás colaboradores, mostráis la preocupación materna de la Iglesia por nuestros hermanos haciendo parte de vuestra vida las palabras de Jesús en el Evangelio: “estuve en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 36).

Sois portadores del amor misericordioso de Dios y predicadores infatigables del mensaje salvador de Cristo. Ayudad a todos a redescubrir el camino del bien; contribuid a la conversión sincera de todos los hombres y mujeres con quienes ejercéis vuestro apostolado y animadles a emprender una vida nueva y mejor.

En esta ocasión, deseo también saludar a todo el personal de la Gendarmería de Chile que se desempeña en las instituciones penitenciarias. Haced también de vuestra profesión un servicio al hermano que sufre.

Por intercesión de la Virgen del Carmen, Madre amorosa de todos los chilenos, elevo mi ferviente plegaria a Dios para que asista a todos con su gracia, para que asista sobre todo a nuestros hermanos y hermanas encarcelados haga posible la defensa de aquellos que son inocentes, mientras de corazón imparto mi Bendición Apostólica a los internos, a sus familias, a los encargados de la pastoral carcelaria, a cuantos tratan de aliviar las penas de los que sufren y al personal de Gendarmería de Chile."

Homilía del Juan Pablo II en la Santa Misa con la Población del Norte Grande de Chile
Antofagasta, Lunes 6 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"«Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)

Queridos hermanos y hermanas,
1. Aquí, en el Norte grande de Chile, en la querida ciudad de Antofagasta, tiene lugar la última etapa de mi servicio pastoral en tierra chilena. Y así, es de considerar en cierto modo providencial el hecho de que hayamos oído en esta liturgia las palabras pronunciadas por Jesús en el Cenáculo de Jerusalén, al despedirse de sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor” (Ibíd.).

Está ya cercano el momento de su partida, de su retorno al Padre. Jesús lo sabia y por eso manifiesta abiertamente su vehemente deseo: “Permaneced en el amor, permaneced en mi amor”.

El Hijo de Dios está a punto de sellar su amor por el hombre con el sacrificio, ofreciendo su vida por la humanidad. “Nadie tiene amor más grande que el que de la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). El sacrificio de la Cruz, la entrega de la propia vida, corresponde también por entero al amor con que el mismo Padre ama desde la eternidad. De este amor encarnado en el Hijo, confirmado plenamente por el sacrificio de la Cruz y por la efusión del Espíritu Santo nace la Iglesia.

2. Queridos hermanos y hermanas: las palabras de Jesús nos hablan de la Iglesia, esto es, de la heredad del Señor nacida del amor misericordioso del Padre manifestado para siempre en su Hijo, el predilecto. Son palabras que nos descubren el misterio de esa realidad de amor de la que la Iglesia es fruto y desea comunicarla en todas partes, en toda época y nación.

¡Sí, permaneced en mi amor! Cuando Jesús nos habla así, nos está diciendo que nos quiere muy cerca de El. Nos quiere obedientes por amor a la voluntad del Padre, es decir, a la vocación divina que da verdadero sentido a la vida cristiana.

Por eso, Jesús nos sigue diciendo a cada uno: “Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor” (Ibíd., 15, 9). Nuestro amor a Dios y al prójimo por Dios, se manifiesta en la perseverancia cotidiana en la difícil tarea de conformar nuestra conducta a los mandatos del Señor, enseñados e interpretados con autoridad por la Iglesia. Sólo así amaremos con obras y de verdad. (cf. 1Jn 3, 18)

Hoy oramos por la Santa Iglesia; es el deseo de vuestros obispos, que han querido que este último sacrificio eucarístico que celebro en tierra chilena se ofrezca por las necesidades de la Iglesia y de su misión.

Cristianos de Chile, no dejéis de amar con todas vuestras fuerzas a la Iglesia, de la que sois hijos por el bautismo. Sabéis que la Iglesia no es una simple organización humana, sino que es el Cuerpo de Cristo, la Esposa del Señor –aunque no falten en ella pecadores–, a la que sus hijos confesamos en el Credo como una, santa, católica y apostólica.

De ahí surgirá también en vosotros una honda adhesión a los Pastores de la Iglesia, que son mediadores y servidores de la verdad y de la acción salvífica de Cristo en los fieles. Corresponded a su abnegado ministerio con vuestra comunión filial, traducida en oración por ellos, en docilidad a sus enseñanzas evangélicas, a sus mandatos y a sus exhortaciones paternas, y en incansable colaboración para que puedan desempeñar mejor la misión apostólica y pastoral –de tanta responsabilidad– que el Señor ha puesto sobre sus hombros.

3. Examinad ahora vuestra propia vida para descubrir en qué medida os habéis comportado hasta el presente como conviene a esa dignidad que nace de vuestro bautismo. Por ese sacramento de la iniciación cristiana habéis sido injertados en Cristo para vivir en gracia y amistad con Dios. Para conservar y aumentar esa vida divina de la que participáis, esforzaos en una conversión permanente de la mente y del corazón, combatiendo decididamente el pecado, que destruye la vida del alma. Y, al tomar conciencia de vuestros pecados, volved confiados a nuestro Padre Dios con el arrepentimiento que nace del amor a quien es la Bondad suprema. El os dispensará su perdón misericordioso, por el ministerio de la Iglesia, en la celebración del sacramento de la penitencia.

De este modo, “en novedad de vida” (cf Rm 6, 4), al recibir al mismo Cristo en la Eucaristía, participaréis, de una manera sublime, en ese Misterio de Amor divino inaugurado en el Cenáculo y consumado en el Gólgota. Alimentados con el Pan de la vida eterna podréis vivir las exigencias de la Ley del amor, que el mismo Cristo nos ha enseñado, y seréis miembros vivos de la Iglesia.

4. Con las palabras de la primera lectura que manifiestan ese profundo amor en San Pablo, también yo os quiero decir: “ Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os amo en Cristo Jesús ”.

Queridos chilenos del Norte Grande, del desierto y de la pampa, de las tierras del cobre y del salitre; desde Antofagasta, me dirijo ahora en particular a vosotros, para expresaros el afecto que siento hacia todas las personas que, por providencia de Dios, habitáis esta parte del país.

Lleno de gozo por haber podido venir al Norte Grande de Chile, deseo testimoniar mi profundo aprecio por todos los valores encarnados en la sociedad nortina: su laboriosidad, virtudes humanas, fidelidad a la tierra en medio de una naturaleza áspera y difícil. Mi saludo más entrañable va desde aquí a los trabajadores, técnicos, ejecutivos, así como a sus familias, de la mina de cobre de Chuquicamata, así como a cuantos trabajan en los distintos sectores de la minería chilena. Con vuestro esfuerzo sacrificado, y no exento de riesgos, contribuís de modo relevante al progreso económico y social de vuestra patria, que es parte considerable del bien común de la nación.

Me siento muy unido a vosotros, cristianos del Norte, en el gran desafío por lograr que, con la gracia de Dios, la existencia de cada uno, de cada familia y de toda la comunidad vaya descubriendo cada día más los tesoros de paz y felicidad que se encierran en la persona de Cristo y su mensaje de salvación. Para llevar a cabo esa gran tarea se necesitan en esta tierra más sacerdotes, fieles ministros de Jesucristo, que guíen a vuestras comunidades como buenos pastores. Jóvenes nortinos: ¡Si el Señor os llama a servirle en el sacerdocio o en la vida religiosa, acoged su llamada con generosidad! ¡El Señor os necesita! Y recordad que donde hay un cristiano o una cristiana – aunque viva aislado, en estas inmensidades despobladas – están presentes Cristo y su Iglesia, y por eso debe notarse allí el buen aroma de Cristo, como nos dice San Pablo (cf. 2Co 2, 15).

5. ¡Queridos hermanos y hermanas! Hoy, al término de mi servicio papal en vuestra acogedora tierra, quiero dar gracias a Dios por vuestra colaboración en la obra del Evangelio (cf Flp 1, 3.5).

Cada uno de los imborrables momentos de este viaje pastoral por vuestra geografía me ha llenado de gozo y gratitud, porque he experimentado la fe viva de los hijos de esta tierra; porque he comprobado vuestras auténticas ansias de fidelidad a Jesucristo y a su Iglesia.

Al dar gracias por estos casi cinco siglos de historia de la Iglesia en Chile, y por toda la tradición cristiana que impregna las raíces culturales de esta nación, miramos también al futuro con la esperanza de los hijos de Dios, trayendo a este altar nuestros propósitos de colaborar con el Señor en la obra de la evangelización y santificación de Chile y del mundo.

Ante nuestra mirada se descubre el horizonte de la nueva evangelización de Chile a la que mi visita pastoral quiere contribuir: con mi oración, con mi mensaje, con mi aliento y el apoyo de la Iglesia universal.

6. A la Iglesia de Dios en Chile dirijo también hoy aquellas palabras de esperanza que pronuncié al inicio de la novena de años preparatoria al V centenario de la evangelización de América: “esperanza de una Iglesia, que firmemente unida a sus obispos –con sus sacerdotes, religiosos y religiosas al frente– se concentra intensamente en su misión evangelizadora y que lleva a los fieles a la savia vital de la Palabra de Cristo y a las fuentes de gracia de los Sacramentos” (Celebración de la Palabra en Santo Domingo, III, n.3, 12 de octubre de 1984).

Esperanza de una Iglesia que, proyectándose también en la promoción humana y cristiana del hombre y comprometiéndose en el amor de preferencia por los pobres, predique la verdadera liberación, la que ha obrado Cristo con su muerte y resurrección: liberación, en primer lugar, del pecado y de la muerte eterna, y de todo cuanto nos separa de Dios y de nuestros hermanos. Esta libertad da un sentido cristiano, de fe y de amor, a todas las realidades, y. al mismo tiempo, constituye una anticipación de las alegrías imperecederas del reino de los Cielos.

Pido fervientemente al Señor y a su Madre Santísima que se consolide aún más el florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas en las familias chilenas, para que no falten los buenos pastores, sólidamente formados en la doctrina y en la vida espiritual, y que transmitan fielmente a todos el anuncio evangélico puro y auténtico, así como ese impulso de santificación y esos anhelos apostólicos que nacen de los orígenes de la evangelización de Chile; ruego para que haya religiosos y religiosas que, en su vida consagrada a Dios y a los hermanos, den genuino testimonio de los valores del reino, en espera de la venida del Señor. Orad también vosotros para que se lleve a cabo una inmensa labor de catequesis en la fe, fiel a la doctrina católica, que mantenga vivo y operante el mensaje de salvación que trajeron los primeros evangelizadores.

7. En esta Misa por la Santa Iglesia tengo presentes de una manera particular a los laicos chilenos, a esa inmensa mayoría de los hijos e hijas de la Iglesia en Chile.

Queridísimos laicos: ¡El porvenir de la obra del Evangelio en vuestra patria pasa también a través de vosotros! ¡Ninguno puede sentirse excluido de los designios divinos del amor que salva, del mensaje que predica la fraternidad, porque todos somos hijos del mismo Padre celestial! Mirando a Cristo que os interpela y cuenta con vosotros para hacer verdad y vida su obra redentora en el mundo, no podéis quedaros pasivos o indiferentes. Recordad siempre que también a vosotros van dirigidas las palabras del Señor: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). Vuestra vocación cristiana tiene un irrenunciable sentido y contenido apostólico, inseparable de la búsqueda de la santidad. Por amor a Dios y al prójimo, debéis asumir vuestra parte propia en la misión redentora de Cristo, en la Iglesia y en el mundo.

Durante mi visita a Chile me he referido a diversos campos y facetas de vuestra misión en la animación cristiana de las realidades temporales: la familia, el trabajo, la cultura, la educación, los medios de comunicación, la política, la economía, el desarrollo regional y los demás sectores de la vida pública y social. En íntima comunión con vuestros obispos y con el Magisterio de la Iglesia, empeñaos en buscar soluciones cristianas a los problemas que os preocupan. Llevad a cabo esa tarea con responsabilidad y libertad, en sintonía con la doctrina que el Concilio Vaticano II ha querido recordar respecto del legítimo pluralismo entre los seglares cristianos en su acción apostólica: “En estos casos de soluciones divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes, muchos laicos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común” (Gaudium et spes, 43).

Para que sea posible una más profunda cristianización de las realidades temporales y del orden social, los laicos –hombres y mujeres– han de participar activamente en la vida de la Iglesia: unos participarán en las diversas formas de apostolado asociado; otros ofrecerán una colaboración directa con los Pastores en tantos servicios eclesiales y de asistencia; muchos harán su labor dentro de la familia, entre sus compañeros y amigos. Así, como fermento en la masa, transformaréis a Chile desde dentro y cumpliréis la misión que Dios os ha confiado en el mundo, como exigencia de vuestra vocación cristiana. Quiera Dios que el Sínodo de los Obispos que tendrá lugar en Roma durante el mes de octubre próximo, represente un impulso revitalizador de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.

8. Queridos chilenos y chilenas, con palabras del apóstol San Pablo manifiesto mi confianza en “que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús” (Flp 1, 6).

Ciertamente esta visita del Sucesor de Pedro durante estos seis días del tiempo litúrgico de Cuaresma, compartidos con la Iglesia de Dios que peregrina en Chile, me ha ayudado a llevaros a todos, todavía más, en mi corazón. Han sido jornadas vividas en la fe y en el amor que nos une. Os agradezco de veras el afecto y adhesión que me habéis demostrado durante este viaje inolvidable en el que he podido comprobar vuestra proverbial hospitalidad. A pesar de la distancia que nos separa, tened la seguridad de que desde Roma, os tendré siempre presentes en mi afecto y en mis oraciones. ¡Estamos siempre muy unidos, en el corazón de Cristo y en el corazón de María!

9. «Haya paz dentro de tus muros, Jerusalén, seguridad en tus palacios. Por mis hermanos y compañeros voy a decir: “La paz contigo”» (Sal 122 [121], 7-9).

Queridos chilenos: Conozco vuestros sinceros anhelos de paz, de justicia y de todo bien. Sé que, en los más íntimo de cada hombre y de cada mujer de esta tierra, late un hondo deseo de crecer en el amor, de combatir el odio y el sectarismo, el egoísmo y las ansias desordenadas de riquezas.

¡Que triunfe en vuestros corazones la paz de Cristo!

 Que su sacrificio redentor, que nos reconcilió con el Padre, reconcilie a la gran familia chilena superando las barreras, soldando fracturas, venciendo la enemistad y la discordia con la fuerza del espíritu cristiano, que es capaz de pedir perdón cuando se tiene conciencia de haber ofendido gravemente al prójimo.

10. Oremos por todos los habitantes de esta tierra noble y sufrida; del norte y del sur, del campo y de la ciudad, del mar y de la montaña. Pidamos a Dios que la Iglesia, movida por el amor de Cristo, de siempre testimonio de servicio a la justicia, a la paz, a la reconciliación de los hermanos. Que conduzca a la Jerusalén eterna a todos los que el Padre ha amado y elegido en Cristo, para que puedan “dar fruto” y que “vuestro fruto dure” (Cf. Jn 15, 16).

“Llenos de la más tierna confianza, como hijos que acuden al corazón de su Madre” confiad en la Santísima Virgen del Carmen, Reina y Patrona de Chile. Ella será vuestra Estrella y vuestro Norte; amparo y seguro consuelo; modelo sublime en el que aprenderéis a imitar a Cristo, Redentor del hombre. Permaneced en su amor. Amén."

Saludo del Papa San Juan Pablo II al Pueblo Chileno
Aeropuerto «Cerro Moreno», Antofagasta, Lunes 6 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Excelentísimo Señor Presidente, señores miembros de la Junta de Gobierno,
amados hermanos en el Episcopado, autoridades civiles y militares, queridísimos chilenos todos:

Con esta etapa de Antofagasta llega al final mi viaje apostólico a vuestra noble nación. Me cuesta tener que separarme de vosotros. E1 corazón me pediría prolongar esta estadía en este bendito país, pero he de continuar mi misión pastoral en la nación hermana, Argentina.

Me llevo un profundo sentimiento de admiración por vuestro país; en particular por la fe y la cultura cristiana que lo distingue. Durante estas jornadas que he compartido con vosotros, he podido apreciar el amor de los chilenos a su patria, a su herencia cultural y a los valores cívicos de solidaridad y apego a la propia tierra. Puedan estas virtudes que os caracterizan, contribuir a la superación de las dificultades con vistas a una convivencia más fraterna animada por el espíritu cristiano.

En cada uno de los lugares visitados he encontrado, con gozo, el dinamismo y la vitalidad de la fe cristiana, unidos a patentes muestras de amor y adhesión a la Santa Iglesia de Dios y al Sucesor de Pedro. Quedan grabados con emoción en mi memoria tantos momentos de este viaje, que son testimonio de religiosidad, de vuestra piedad mariana, de vuestras esperanzas en el futuro, de los sinceros deseos de hacer todo lo posible por alcanzar la reconciliación fraterna. Estad seguros de que el Papa conservará en su corazón lo aprendido entre vosotros, para dar gracias al Padre de las misericordias por los dones que os ha otorgado, y pedirle que los acreciente cada día más.

De entre tantos momentos memorables, permitidme que mencione el encuentro con los Obispos, y también con los sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas; la coronación de la imagen de la Santísima Virgen del Carmen, en el santuario nacional de Maipú; la beatificación de sor Teresa de los Andes, a la que me encomiendo y os encomiendo; los encuentros con campesinos, pobladores, trabajadores, hombres de la cultura, y con los queridos hermanos y hermanas mapuches; las reuniones con los jóvenes, las familias y los enfermos. En verdad, cada uno de estos encuentros, en las ciudades visitadas, me ha hecho palpar la grandeza, humana y cristiana, de vuestro pueblo. Podéis estar seguros de que todos los días seguiré elevando mi ferviente plegaria a Dios por vosotros; a cambio, os pido que, también vosotros, como miembros vivos de la Iglesia, recéis por el Papa.

En este momento de la despedida, mi oración se dirige a Dios rico en misericordia para que corrobore en cada uno de vosotros, el firme deseo de afrontar los problemas que os aquejan con ánimo sereno y positivo, con voluntad de encontrar soluciones por el camino del diálogo, de la concordia, de la solidaridad, de la justicia, de la reconciliación y el perdón. Os aliento a continuar por ese camino, aprovechando los valores propios del alma chilena, para que sepáis iluminar desde la fe vuestro futuro y construir sobre el amor cristiano las bases de vuestra actual y futura convivencia. Quiera Dios que estas inolvidables jornadas de intensa comunión en la fe y en la caridad, infundan en todos los chilenos un renovado compromiso de vida cristiana, de fidelidad a Cristo, de voluntad de servicio y ayuda a los hermanos, particularmente a los más necesitados.

Antes de dejar vuestro país, deseo reiterar mi agradecimiento al Señor Presidente de la República, y a todas las autoridades de la nación, por la colaboración prestada en la preparación y desarrollo de esta visita pastoral. Especial aprecio debo manifestar a todos mis hermanos en el Episcopado: al cardenal de Santiago, Silva; al cardenal Fresno, actual arzobispo; a todos vosotros, obispos; al Presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. Piñera; al organizador de este viaje, Mons. Cox; después a los sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos, catequistas y a tantas personas –pienso en este momento también en los medios de comunicación social– que han prestado también, con entusiasmo y competencia, un servicio precioso –y muchas veces anónimo–, antes y durante mi viaje.

El Papa espera mucho de los chilenos para bien de la Iglesia en vuestro país y en el mundo entero. Quisiera que vuestro recuerdo de mi peregrinación apostólica, sea un llamado a la esperanza, una invitación a mirar hacia lo alto, un estímulo para la paz y la convivencia fraterna.

Durante estos días, nos hemos sentido más unidos, más hermanos. Y es que el amor de Cristo se ha hecho presente con fuerza en nuestros encuentros, en nuestra oración, en nuestras iglesias y calles, en nuestros hogares.

Ahora, en el momento de la despedida, quiero repetiros que os llevo en el alma, os pertenecen mis plegarias. Son mías vuestras esperanzas y ansias; son míos vuestros anhelos y gozos.

Contáis con la gracia de Dios y con la maternal protección de la Virgen del Carmen, Madre y Reina de Chile.

Confiad siempre en Dios: ¡“ El amor es más fuerte ”! Y con amor os dejo también mi Bendición Apostólica."

 

 

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