Bookmark and Share

St John Paul II's 1st Apostolic Visit to Nicaragua

4th March 1983

Papa San Juan Pablo II was a pilgrim to Nicaragua on his 17th apostolic voyage, during which he also visited Costa Rica, Panama, El Salvador, Guatemala, Honduras, Belize & Haiti.

Pope St John Paul II was welcomed at Managua airport for his day's visit to Nicaragua. He first visited the Cathedral of León before speaking to lay community educators in León. San Juan Pablo II then celebrated Mass in Managua before bidding farewell (again from Managua airport).

Discurso del Papa San Juan Pablo II en la ceremonia de bienvenida
Aeropuerto de Managua, Nicaragua, Viernes 4 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Ilustres miembros de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional,
amados hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas,

1. Al pisar el suelo de Nicaragua, mi primer pensamiento agradecido va a Dios, que me brinda la posibilidad de visitar esta tierra de lagos y volcanes, y sobre todo este noble pueblo, tan rico de fe y de tradiciones cristianas.

Quiero expresar asimismo mi saludo a las autoridades todas. Con mi sincero agradecimiento a la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, que me ha invitado a visitar este país, y cuyos miembros han tenido la deferencia de venir a recibirme y darme la bienvenida en este mi viaje apostólico.

Saludo a la vez cordialmente a quienes son mis hermanos en el Episcopado, los obispos de la Iglesia de Cristo en Nicaragua, y en primer lugar al querido monseñor Miguel Obando Bravo, arzobispo de la diócesis que me acoge y Presidente de la Conferencia Episcopal. Ellos me han invitado reiteradamente para que hiciera una visita a su amado pueblo.

Pero mi saludo se alarga con gran afecto a todo el pueblo de Nicaragua. No sólo a los que han podido venir a encontrarme o me están escuchando en este momento de formas diversas; no sólo a quienes encontraré en León o en Managua durante estas horas de permanencia entre vosotros que desearía prolongar, sino especialmente a los millares y millares de nicaragüenses que no han hallado la posibilidad de acudir – como hubieran deseado – a los lugares de encuentro; a quienes no pueden hacerlo a causa de las distancias o de sus ocupaciones; a los que les retienen compromisos de trabajo; a los enfermos, ancianos y niños; a quienes han sufrido o sufren a causa de la violencia – de cualquier parte provenga –; a las víctimas de las injusticias y a quienes prestan su servicio al bien de la nación.

2. Me trae a Nicaragua una misión de carácter religioso; vengo como mensajero de paz; como alentador de la esperanza; como un servidor de la fe, para corroborar a los fieles en su fidelidad a Cristo y a su Iglesia; para alentarlos con una palabra de amor, que llene los ánimos de sentimientos de fraternidad y reconciliación.

En nombre de Aquel que por amor dio su vida por la liberación y redención de todos los hombres, querría dar mi aporte para que cesen los sufrimientos de pueblos inocentes de esta área del mundo; para que acaben los conflictos sangrientos, el odio y las acusaciones estériles, dejando el espacio al genuino diálogo. Un diálogo que sea ofrecimiento concreto y generoso de un encuentro de buenas voluntades y no posible justificación para continuar fomentando divisiones y violencias.

Vengo también para lanzar una llamada de paz hacia quienes, dentro o fuera de esta área geográfica – dondequiera se hallen –, favorecen de un modo o de otro tensiones ideológicas, económicas o militares que impiden el libre desarrollo de estos pueblos amantes de la paz, de la fraternidad y del verdadero progreso humano espiritual, social, civil y democrático.

A la Virgen María, tan venerada por el pueblo fiel nicaragüense en su misterio de la Purísima Concepción, encomiendo esta visita, a la vez que imparto sobre todos mi cordial Bendición."

Palabras del Papa San Juan Pablo II en la Catedral de León
León, Nicaragua, Viernes 4 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Queridos hermanos y hermanas,
En mi breve visita a esta antiquísima catedral de León, donde tengo el primer encuentro en un recinto sagrado con los católicos de Nicaragua, saludo con viva estima al Pastor de esta diócesis, monseñor Julián Barni, a los queridísimos sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas de esta diócesis y del resto del país. A muchos los encontraré esta tarde en Managua. Ya desde ahora les aseguro que comprendo sus dificultades, que los acompaño con cariño fraterno y los aliento en su generoso sacrificio eclesial que los une al mérito redentor de la cruz de Cristo.

Saludo asimismo a todo el pueblo fiel de León, a los que han sufrido y sufren por tantos motivos e injusticias y en especial a vosotros reunidos en este templo, centro espiritual de la diócesis. Vivid muy unidos a vuestro obispo, rogad por la Iglesia, sed fieles a vuestra fe y mostraos solidarios con quienes sufren. Ahora elevemos nuestra oración al Padre común, junto con los hermanos que nos esperan en el área de la universidad. Y recibid todos mi cordial bendición, sobre todo los enfermos y ancianos que abrazo en el amor de Cristo."

Discurso del Papa San Juan Pablo II en los Educadores Laicos
León, Nicaragua, Viernes 4 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Queridos hermanos y hermanas,
1. En este campus universitario médico de la ciudad de León, a la que vengo como a sede de la más antigua diócesis del país, tengo el placer de encontrarme con vosotros, en gran parte campesinos. Os saludo con gran afecto, en especial a las víctimas de la violencia – que frecuentemente se desata sobre vosotros o de las catástrofes de la naturaleza. Saludo particularmente al querido Pastor de esta diócesis, a los otros obispos y a toda la Iglesia de Dios en León y comarca.

En el plan global de mi viaje a esta área geográfica, hablaré específicamente para los campesinos desde Panamá. Hoy me dirijo a las personas que en Nicaragua y en los otros países se dedican de un modo u otro a la educación en la fe, tarea que en parte compete a todo cristiano y que a todos afecta vitalmente.

Desde el primer momento os manifiesto, queridos educadores, mi profunda estima por vuestra valiosa e importante misión. Debéis consideraros – no sin legítimo orgullo – los continuadores de una secular y fecunda obra educativa, desplegada por la Iglesia desde el dinamismo propio de la evangelización y elevación del hombre. ¿Acaso no ha sido – y lo es todavía – la educación una de las grandes preocupaciones y realizaciones de la Iglesia, desde los albores de la historia de los diversos pueblos americanos? Muchos han sido, en efecto, sus frutos en la fundación, gestión y animación de institutos educativos a todos los niveles; y en la colaboración a una siempre más vasta alfabetización y escolarización – tanto en tiempos antiguos como recientes – contribuyendo con ello a un mayor progreso social, económico y cultural de vuestras naciones.

Esa, que es vuestra tradición y dignidad, es también una exigente responsabilidad presente y de cara al futuro. Porque vuestra tarea os consagra a la formación integral de las nuevas generaciones, sacudidas por cambios y tensiones profundas. Ahí se juega en gran medida la vida y el porvenir de la nación y aun de la Iglesia.

Por ello rindo aquí homenaje de estima y agradecimiento a tantos sacerdotes, religiosos y religiosas educadores que ayer, hoy y estoy seguro también mañana, se dedican con abnegación y entusiasmo, en fidelidad a su vocación humana y a su fe cristiana, a esa tarea.

2. Pero hoy quisiera dirigirme especialmente a los laicos, que viven su vocación a la santidad y al apostolado en su profesión de educadores.

No en vano el Concilio Vaticano II impulsó a los seglares a vivir plenamente su responsabilidad de bautizados, dando testimonio fecundo de su fe e impregnando con los valores del Evangelio todos los ámbitos del orden temporal (cf Apostolicam Actuositatem, 7). Entre ellos, en la escuela, pues “la función de los maestros constituye un verdadero apostolado . . . y a la vez un verdadero servicio prestado a la sociedad” (Gravissimum Educationis, 8). Con razón, pues, la Sagrada Congregación para la Educación Católica ha emanado recientemente un documento titulado El laico católico, testigo de la fe en la escuela, cuya lectura os recomiendo, porque os podrá servir de gran ayuda.

Podría decirse que la tarea educativa es connatural al laico. Porque está íntimamente unida a sus responsabilidades conyugales y familiares. Efectivamente, los laicos participan en la misión educativa, evangelizadora y santificadora de la Iglesia, en virtud de su derecho-deber, primario y original, de educar a los propios hijos (cf Familiaris Consortio, 36-42). Y no cabe la menor duda de que la escuela es el complemento de la educación recibida en el seno de la propia familia.

Así lo reconoce la Iglesia cuando subraya el primado de la familia en la educación. Por eso yo mismo, en mi visita a la sede de la UNESCO hace dos años y medio, reivindicaba “el derecho que pertenece a todas las familias de educar a sus hijos en las escuelas que correspondan a su visión del mundo y, en particular, el estricto derecho de los padres creyentes a no ver a sus hijos sometidos, en las escuelas, a programas inspirados en el ateísmo.

Pero es lógico que los padres tienen el deber de transmitir la fe también en el ámbito de la familia, sobre todo si esto no se pudiera hacer adecuadamente en la escuela. Más aún, cada laico cristiano debe sentir la responsabilidad de dar razón de su fe y ser portador de ésta a todos los ámbitos, con el propio ejemplo y palabra.

La libertad de las familias y la libertad de enseñanza en el proceso educativo tiene su base en un derecho natural del hombre que nadie puede ignorar. No se trata, pues, ni de un privilegio reclamado, ni de una concesión del Estado, sino de una expresión y garantía de libertad, indisociable de un cuadro global de libertades debidamente institucionalizadas. Sed pues vosotros, como educadores católicos, colaboradores y complementadores de la misión de la familia en la formación integral de las nuevas generaciones. Así ayudaréis a forjar una patria de hombres libres y conscientemente responsables de su ser y destino.

3. Vuestra vocación cristiana y, desde ella, vuestra profesión educativa, os han de conducir, mediante el ejercicio responsable de la libertad, a la transmisión y búsqueda de la verdad. Esa es la exigencia íntima de la libertad, centro y horizonte de toda creación y comunicación de cultura; exigencia también de la fe que, conscientemente acogida, profundamente pensada y fielmente vivida, genera y se hace cultura.

Por eso, la educación se degrada cuando se convierte en mera a instrucción”. Porque la simple acumulación fragmentaria de técnicas, métodos e informaciones no pueden satisfacer el hambre y sed de verdad del hombre; en vez de operar en favor de lo que el hombre debe a ser”, ella trabaja entonces en favor de lo que sirve al hombre en el ámbito del “haber”, de la “posesión” (cf JPII, Discurso a la UNESCO, 13, 2 de junio de 1980). El educando queda así ante una contradictoria heterogeneidad de cosas, desconcertado, indeciso e indefenso ante posibles manipulaciones políticas e ideológicas.

El amor apasionado por la verdad debe animar la tarea educativa más allá de meras concepciones “cientistas” o “laicistas”. Debe llevar a enseñar cómo discernir lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto, lo moral de lo inmoral, lo que eleva a la persona y lo que la manipula. Son estos criterios objetivos los que han de guiar la educación, y no categorías extraeducativas basadas en términos instrumentales de acción, de poder, de lo subjetivamente útil o inútil, de lo enseñado por el amigo o adversario, por el tachado de avanzado o retrógrado.

Educar auténticamente es la tarea de un adulto, de un padre y una madre, de un maestro, que ayude al educando a descubrir y a hacer propio, progresivamente, un sentido unitario de las cosas, una aproximación global a la realidad, una propuesta de valores para la propia vida, vista en su integridad, desde la libertad y la verdad.

4. Para el educador cristiano – como dice el documento de la Sagrada Congregación para la Educación Católica que os citaba antes – “cualquier verdad será siempre una participación de la única Verdad, y la comunicación de la verdad como realización de su vida profesional se transforma en carácter fundamental de su participación peculiar en la misión profética de Cristo, que él prolonga con su enseñanza” (Sagrada Congregación para la Educación Católica, El laico católico, testigo de la fe en la escuela, 16).

Si la educación es formación integral de lo humano – y toda educación presupone, implícita o explícitamente, una determinada concepción del hombre, el educador católico inspirará su actividad en una visión cristiana del hombre, cuya suprema dignidad se revela en Jesucristo, Hijo de Dios, modelo y meta del crecimiento humano en plenitud.

El hombre, en efecto, no es reducible a mero instrumento de producción, ni agente del poder político o social. Por eso la tarea educativa del católico ayuda a descubrir, desde el interior de su mismo dinamismo, “el maravilloso horizonte de respuestas que la Revelación cristiana ofrece acerca del sentido último del mismo hombre” (El laico católico, testigo de la fe en la escuela, 28).

Esa original presencia y servicio educativo del laico católico se forja en una exigente síntesis intelectual y vital que da coherencia y fecundidad a su magisterio. Todo dualismo entre su fe y su vida personal, su fe y su actividad profesional, reflejaría aquel divorcio entre Evangelio y cultura, que Pablo VI denunciaba ya en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi como uno de los mayores dramas de nuestro tiempo.

No tengáis pues miedo – dentro del sincero respeto a la conciencia del educando – a vivir y proclamar el mensaje de Cristo como clave y sentido radical de toda la experiencia humana. Ahí maduran todos los valores humanos auténticos que el educador cultiva en la conciencia moral del educando: la conciencia de su propia dignidad, su sentido de responsabilidad, su espíritu de solidaridad, su disponibilidad hacia el bien común, su sentido de justicia, su honestidad y rectitud. En Cristo se revela la verdad del hombre. El es camino, verdad y vida. El es nuestra paz.

5. Vosotros, educadores cristianos, habéis de ser forjadores de hombres libres, seguidores de la verdad, ciudadanos justos y leales, y constructores de paz.

Permitidme que me detenga un momento en este último rasgo característico de toda verdadera educación.

Sí, constructores de paz y concordia desde el espíritu de las bienaventuranzas. Sabed forjar en vuestros educandos corazones grandes y serenos en el amor a la patria y, por eso, constructores de paz. Porque sólo una profunda reconciliación de los ánimos será capaz de sobreponerse al espíritu y a la dialéctica de la enemistad, de la violencia – sea encubierta o patente –, de la guerra, que son caminos de autodestrucción.

Ruego con insistencia y confianza para que el Señor – también por medio de vosotros – dé a Nicaragua, a toda América Central, paz y concordia, y os haga constructores de paz en el interior de las naciones y en sus recíprocas relaciones.

6. Queridos educadores: Sé que tenéis encomendada una tarea dura y difícil. Recordad que el Señor os acompaña. Toda la iglesia os está muy cercana. Sois fortificados por las riquísimas energías humanas y cristianas de vuestros admirables pueblos. Pero todo ello requiere de vosotros que sepáis ser, antes que nada, auténticos discípulos del Maestro por excelencia.

No opongáis resistencia al llamado del Señor, aun en medio de la adversidad. Creced en el Señor. Arraigaos en su Cuerpo que es la Iglesia. Alimentaos frecuentemente con los sacramentos y demás medios espirituales que ella ofrece. Bebed en su fuente de verdad: verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia, sobre el hombre. Y mantened siempre estrechos vínculos de fidelidad con vuestros obispos.

Firmes en la propia identidad, sed hombres de diálogo y colaboración generosa, en todo lo que sea auténtico crecimiento en paz y justicia, junto con todos vuestros hermanos. Y no olvidéis que – como ya señalé en Puebla (cf Discurso de inauguración de la III Conferencia general del Episcopado Latinoamericano, III, 2, 28 de enero de 1979)– no tenéis necesidad de ideologías ajenas a vuestra condición cristiana para amar y defender al hombre; pues en el centro del mensaje que enseñáis está presente el compromiso por su dignidad.

Vivid, finalmente, y en todo la caridad. Así seréis dignos, en cuanto fieles discípulos, del título de maestros, servidores de la vida nacional, hijos de la Iglesia, ciudadanos ya de esa “civilización del amor” que queremos despunte en el horizonte, también desde la realidad de Nicaragua, de América Central, de América Latina toda. Adelante con valentía y esperanza. De la mano de María nuestra Madre. Con mi afecto y Bendición. Amén."

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Santa Misa en Managua
Managua, Nicaragua, viernes 4 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Queridos hermanos en el Episcopado, amados hermanos y hermanas,
1. Nos hallamos aquí reunidos junto al altar del Señor. ¡Qué alegría encontrarme entre vosotros, mis queridos sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos ― congregados en torno a vuestros Pastores ― de esta amada tierra de Nicaragua, tan probada, tan heroica ante las calamidades naturales que la han azotado; tan vigorosa y activa para responder a los desafíos de la historia y procurar edificar una sociedad a la medida de las necesidades materiales y de la dimensión trascendente del hombre!

Saludo en primer lugar, con sincero afecto y estima, al Pastor y arzobispo de esta ciudad de Managua, a los otros obispos, a todos y cada uno de vosotros, ancianos y jóvenes, ricos y pobres, obreros y empresarios, porque en todos vosotros está presente Jesucristo, “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29); de El “habéis sido revestidos” en vuestro bautismo (cf Gal 3, 27); así “todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (cf Gal 3, 28).

2. Los textos bíblicos que acaban de ser proclamados en esta Eucaristía nos hablan de la unidad.

Se trata, ante todo, de la unidad de la Iglesia, del Pueblo de Dios, del “rebaño” del único Pastor. Pero también, como enseña el Concilio Vaticano II, de la “unidad de todo el género humano”, de la cual, como de la “intima unión” de todo hombre “con Dios”, la Iglesia una es “como un sacramento o signo” (cf Lumen Gentium, 1).

La triste herencia de la división entre los hombres, provocada por el pecado de soberbia (cf Gen 4, 4. 9), perdura a lo largo de los siglos. Las consecuencias son las guerras, opresiones, persecuciones de unos por otros, odios, conflictos de toda clase.

Jesucristo, en cambio, vino para restablecer la unidad perdida, para que hubiera “un solo rebaño” y “un solo pastor” ”(Gv 10, 16); un pastor cuya voz “conocen” las ovejas, mientras no conocen la de los extraños (Gv 10, 4-5); El, que es la única “puerta”, por la cual hay que entrar (Gv 10, 1).

La unidad es hasta tal punto motivo del ministerio de Jesús, que él vino a morir “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Gv 11, 52). Así nos lo enseña el Evangelista San Juan, quien nos muestra a Jesús orando al Padre por la unidad de la comunidad que confiaba a sus apóstoles (Gv 17, 11-12).

Jesucristo, con su muerte y resurrección, y con el don de su Espíritu, ha restablecido la unidad entre los hombres, la ha dado a su Iglesia y ha hecho de ésta, según dice el Concilio, “como un sacramento o signo de la unión intima con Dios y la unidad de todo el género humano” (LG, 1).

3. La Iglesia es la familia de Dios (cf Puebla, 238-249). Como en una familia debe reinar la unidad en el orden, también en la Iglesia. En ella, ninguno tiene más derecho de ciudadanía que otro: ni los judíos, ni los griegos, ni los esclavos, ni los libres, ni los hombres, ni las mujeres, ni los pobres, ni los ricos, porque todos “somos uno en Cristo Jesús” (cf Gal 3, 28).

Esa unidad se funda en “un solo Señor, una sola fe, un solo Dios y Padre que está sobre todos, por todos y en todos”, como dice el texto de la Carta a los Efesios que acabamos de escuchar (Ef 4, 5-6), y como soléis cantar en vuestras celebraciones.

Hemos de apreciar la profundidad y solidez de los fundamentos de la unidad de que disfrutamos en la Iglesia universal, en la de toda América Central, y a la que debe tender indeclinablemente esta Iglesia local de Nicaragua. Precisamente por eso hemos de valorar también justamente los peligros que la amenazan, y la exigencia de mantener y profundizar esa unidad, don de Dios en Jesucristo.

Porque, como decía en mi carta a los obispos de Nicaragua del mes de junio último (cf Carta al Episcopado de Nicaragua, 29 de junio de 1982), este “don” es quizás más precioso precisamente porque es “frágil” y está “amenazado”.

4. En efecto, la unidad de la Iglesia es puesta en cuestión cuando a los poderosos factores que la constituyen y mantienen, la misma fe, la Palabra revelada, los sacramentos, la obediencia a los obispos y al Papa, el sentido de una vocación y responsabilidad común en la tarea de Cristo en el mundo, se anteponen consideraciones terrenas, compromisos ideológicos inaceptables, opciones temporales, incluso concepciones de la Iglesia que suplantan la verdadera.

Sí, mis queridos hermanos centroamericanos y nicaragüenses: cuando el cristiano, sea cual fuere su condición, prefiere cualquier otra doctrina o ideología a la enseñanza de los Apóstoles y de la Iglesia; cuando se hace de esas doctrinas el criterio de nuestra vocación; cuando se intenta reinterpretar según sus categorías la catequesis, la enseñanza religiosa, la predicación; cuando se instalan “magisterios paralelos”, como dije en mi alocución inaugural de la Conferencia de Puebla (Discurso durante la inauguración de la III Conferencia general del Episcopado latinoamericano, Puebla, 28 de enero de 1979), entonces se debilita la unidad de la Iglesia, se le hace más difícil el ejercicio de su misión de ser “sacramento de unidad” para todos los hombres.

La unidad de la Iglesia significa y exige de nosotros la superación radical de todas estas tendencias de disociación; significa y exige la revisión de nuestra escala de valores. Significa y exige que sometamos nuestras concepciones doctrinales y nuestros proyectos pastorales al magisterio de la Iglesia, representado por el Papa y los obispos. Esto se aplica también en el campo de la enseñanza social de la Iglesia, elaborada por mis predecesores y por mi mismo.

Ningún cristiano, y menos aún cualquier persona con título de especial consagración en la Iglesia, puede hacerse responsable de romper esa unidad, actuando al margen o contra la voluntad de los obispos “a quienes el Espíritu Santo ha puesto para guiar la Iglesia de Dios” (At 20, 28).

Ello es válido en toda situación y país, sin que cualquier proceso de desarrollo o elevación social que se emprendan pueda legítimamente comprometer la identidad y libertad religiosa de un pueblo, la dimensión trascendente de la persona humana y el carácter sagrado de la misión de la Iglesia y de sus ministros.

5. La unidad de la Iglesia es obra y don de Jesucristo. Se construye por referencia a El y en torno a El. Pero Cristo ha confiado a los obispos un importantísimo ministerio de unidad en sus Iglesias locales (cf LG, 26). A ellos, en comunión con el Papa y nunca sin él (cf Ivi 22), toca promover la unidad de la Iglesia, y de tal modo, construir en esa unidad las comunidades, los grupos, las diversas tendencias y las categorías de personas que existen en una Iglesia local y en la gran comunidad de la Iglesia universal. Yo os sostengo en ese esfuerzo unitario, que se reforzará con vuestra próxima visita ad Limina.

Una prueba de la unidad de la Iglesia en un determinado lugar es el respeto a las orientaciones pastorales dadas por los obispos a su clero y fieles. Esa acción pastoral orgánica es una poderosa garantía de la unidad eclesial. Un deber que grava especialmente sobre los sacerdotes, religiosos y demás agentes de la pastoral.

Pero el deber de construir y mantener la unidad es también una responsabilidad de todos los miembros de la Iglesia, vinculados por un único bautismo, en la misma profesión de fe, en la obediencia al propio obispo y fieles al Sucesor de Pedro.

Queridos hermanos: tened bien presente que hay casos en los cuales la unidad sólo se salva cuando cada uno es capaz de renunciar a ideas, planes y compromisos propios, incluso buenos ― ¡cuánto más cuando carecen de la necesaria referencia eclesial! ― por el bien superior de la comunión con el obispo, con el Papa, con toda la Iglesia.

Una Iglesia dividida, en efecto, como ya decía en mi carta a vuestros obispos, no podrá cumplir su misión “de sacramento, es decir, señal e instrumento de unidad en el país”. Por ello alertaba allí sobre “lo absurdo y peligroso que es imaginarse como al lado ― por no decir contra ― de la Iglesia construida en torno al obispo, otra Iglesia concebida sólo como “carismática” y no institucional, “nueva” y no tradicional, alternativa y, como se preconiza últimamente, una “Iglesia popular”. Quiero hoy reafirmar estas palabras, aquí delante de vosotros.

La Iglesia debe mantenerse unida para poder contrarrestar las diversas formas, directas o indirectas, de materialismo que su misión encuentra en el mundo.

Ha de estar unida para anunciar el verdadero mensaje del Evangelio ― según las normas de la Tradición y del Magisterio ― y que esté libre de deformaciones debidas a cualquier ideología humana o programa político.

El Evangelio así entendido conduce al espíritu de verdad y de libertad de los hijos de Dios, para que no se dejen ofuscar por propagandas antieducadoras o coyunturales, a la vez que educa al hombre para la vida eterna.

6. La Eucaristía que estamos celebrando es en sí misma signo y causa de unidad. Somos todos uno, siendo muchos, “los que participamos de un solo pan” (1 Cor 10, 17) que es el cuerpo de Cristo. En la plegaria eucarística que pronunciaremos dentro de unos instantes, pediremos al Padre que, por la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo, haga de nosotros “un solo cuerpo y un solo espíritu” (Prex eucharistica III).

Para lograr esto se requiere un compromiso serio y formal de respetar el carácter fundamental de la Eucaristía como signo de unidad y vinculo de caridad.

La Eucaristía, por ello, no se celebra sin el obispo ― o el ministro legítimo, es decir, el sacerdote que es en su diócesis el presidente nato de una celebración eucarística digna de tal nombre (cf Sacrosanctum Concilium, 41). Ni se celebra adecuadamente cuando esta referencia eclesial se pierde o se pervierte porque no se respeta la estructura litúrgica de la celebración, tal como ha sido establecida por mis predecesores y por mí mismo. La Eucaristía que se pone al servicio de las propias ideas y opiniones o para finalidades ajenas a ella misma, no es ya una Eucaristía de la Iglesia. En lugar de unir, divide.

Que esta Eucaristía que yo mismo, sucesor de San Pedro y “fundamento de la unidad visible” (cf LG, 18) presido, y en la que participan vuestros obispos en torno al Papa, os sirva de modelo y renovado impulso en vuestro comportamiento como cristianos.

Amados sacerdotes: renovad así la unidad entre vosotros y con vuestros obispos, a fin de conservarla y acrecentarla en vuestras comunidades. Y vosotros, religiosos, estad siempre unidos a la persona y a las directrices de vuestros obispos. Sea el servicio de todos a la unidad, un verdadero servicio pastoral a la grey de Jesucristo y en su nombre. Y vosotros, obispos, estad muy cercanos a vuestros sacerdotes.

7. En este contexto se debe insertar igualmente el verdadero ecumenismo, o sea el empeño por la unidad entre todos los cristianos y todas las comunidades cristianas. Una vez más os digo que esa unidad se puede fundar solamente en Jesucristo, en el único bautismo (cf Ef 4, 5) y en la común profesión de fe. La tarea de reconstruir la plena comunión entre todos los cristianos no puede tener otra referencia y otros criterios y ha de usar siempre métodos de leal colaboración y búsqueda. No puede servir más que para dar testimonio de Jesucristo “para que el mundo crea” (cf Gv 17, 21).

Otra finalidad u otro uso del empeño ecuménico no puede llevar más que a crear unidades ilusorias y, en última instancia, a causar nuevas divisiones. ¡Qué penoso sería que lo que debe ayudar a reconstruir la unidad cristiana y constituye una de las prioridades pastorales de la Iglesia en este momento de la historia, se convierta, por miopía de los hombres, en virtud de criterios errados, en fuente de nuevas y peores rupturas!

San Pablo nos exhorta por ello, en el pasaje recién leído, a “conservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Ef 4, 3). Yo os repito esta exhortación y os señalo una vez más las bases y la meta de esa unidad. “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef 4, 4-6).

8. Amados hermanos: Os he hablado de corazón a corazón. Os he encarecido y encomendado esta vocación y misión de la unidad eclesial. Estoy cierto de que vosotros, pueblo de Nicaragua, que habéis sido siempre fieles a la Iglesia, continuaréis siéndolo también en el futuro.

El Papa, la Iglesia, así lo esperan de vosotros. Y esto pido a Dios para vosotros, con gran afecto y confianza. Que la intercesión de María, la Purísima, como vosotros la llamáis con tan hermoso nombre, que ella que es la Patrona de Nicaragua, os ayude a ser siempre constantes a esta vocación de unidad y fidelidad eclesial. Así sea."

Discurso del Papa San Juan Pablo II en la Ceremonia de Despedida de Nicaragua
Managua, viernes 4 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Ilustres miembros de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional,
queridos hermanos en el Episcopado, amados nicaragüenses,

Al concluir la segunda etapa de este mi viaje religioso por América Central que me ha traído a tierras de Nicaragua, me dispongo a dejar la capital de la nación, para proseguir la visita a los países cercanos.

Y antes de marchar, siento el deber de agradecer vivamente a la Junta de Gobierno y a cuantos de formas diversas han colaborado en ello, la cortesía de su acogida y los preparativos llevados a cabo para hacer posible mi venida y contactos con los fieles de este amado pueblo.

Agradezco asimismo cordialmente cuanto los queridos hermanos obispos han hecho para preparar espiritual y materialmente mis encuentros con la población católica, y su conocida disponibilidad a tomar sobre sí todos los cometidos que normalmente asume la Iglesia en casos semejantes, en un clima de libre iniciativa y colaboración con los eclesiásticos, miembros de las congregaciones religiosas y laicos responsables o miembros de los diversos sectores del apostolado o de la vida eclesial. También a todos ellos va en este momento el testimonio de mi admiración, de mi gratitud, de mi cariño y aliento más cordiales, para que sean fieles a su propia condición.

Recuerdo sobre todo con profundo consuelo, los encuentros tenidos en León y la Eucaristía celebrada en Managua con tantos fieles del país. Y a los que se han asociado otros muchos que, por razones diversas, no han podido estar presentes, para alimentar su fe cristiana, su convicción interior que les une a tantos millones de hermanos que, hoy sobre todo, miraban hacia ellos, rezaban con ellos y por ellos, en Centroamérica y en todo el mundo.

Se trata de los miembros de la comunidad eclesial nicaragüense, que tanto ha contribuido a la historia de la nación, también en tiempos recientes y en el actual momento; que busca en su derecho a la libre vivencia de la fe los motivos ideales que la alientan hacia el bien y la fraternidad; que desea avanzar por el camino de la justicia y solidaridad, sin perder la propia identidad cristiana e histórica.

Al despedirme de este querido pueblo, le expreso toda mi estima afectuosa, mando un renovado recuerdo a cuantos cristianos habrían querido encontrarme, los animo en la fidelidad a su fe y a la Iglesia, los bendigo de corazón – sobre todo a los ancianos, niños, enfermos y a cuantos sufren – y les aseguro mi perdurable oración al Señor, para que El les ayude en todo momento.

¡Dios bendiga a esta Iglesia. Dios asista y proteja a Nicaragua! Así sea."