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St John Paul II's Apostolic Visit to Costa Rica

2nd, 3rd & 6th March 1983

Pope Saint John Paul II was a pilgrim to Costa Rica at the beginning of his 17th apostolic voyage, on which he also visited Nicaragua, Panama, El Salvador, Guatemala, Honduras, Belize & Haiti.

Discurso del Papa San Juan Pablo II en la ceremonia de bienvenida
Aeropuerto de San José de Costa Rica, Miércoles 2 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Señor Presidente, amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas,

1. ¡Alabado sea Jesucristo!

Doy gracias a Dios que me trae de nuevo a este continente americano, después de las precedentes visitas a la República Dominicana y México, a Estados Unidos, Brasil y Argentina, de las que conservo tan vivos recuerdos.

Esta vez mis pasos de peregrino apostólico se dirigen a esta área geográfica de América Central. En ella he pensado tanto desde hace tiempo y ha estado con frecuencia en el centro de mi recuerdo e inquietudes.

Me acoge en la primera etapa la querida tierra de Costa Rica, cuya calurosa hospitalidad empiezo a experimentar desde mi llegada al aeropuerto Juan Santa María de la capital de la nación. Por ello aflora en mi espíritu un sentimiento de profunda gratitud.

Gracias, Señor Presidente, por su benévola acogida, por las nobles palabras que acaba de pronunciar, por la invitación que me hizo junto con el Episcopado costarricense para visitar el país, y por cuanto ha hecho para disponer convenientemente la visita. Este saludo agradecido se extiende a los miembros del Gobierno y demás autoridades o personas que han prestado su colaboración entusiasta.

Mi saludo cordial y fraterno va también a los hermanos obispos del SEDAC, en primer lugar a su Presidente, Monseñor Román Arrieta, Pastor también de esta arquidiócesis de San José, que han venido a recibirme y con los que me encontraré esta misma tarde. En el mismo saludo incluyo a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos comprometidos en la obra eclesial, así como a todos los hombres y mujeres – niños, jóvenes, adultos y ancianos – de Costa Rica, tierra de fecunda historia y amante de la paz.

2. Pero mi mirada no se detiene en esta sola nación. Esta visita apostólica tiene carácter unitario en su desarrollo global. Por eso, desde el primer momento en que piso tierras de América Central, mi pensamiento y recuerdo van cargados de afecto a todas las personas y países que visitaré en los próximos días: de Nicaragua a Panamá y El Salvador; de Guatemala a Honduras, Belice y Haití.

Pensando en todos he emprendido este viaje, movido por el deber que siento de avivar la luz de la fe en pueblos que ya creen en Jesucristo; para que esa fe ilumine e inspire cada vez más eficazmente su vida individual y comunitaria.

3. Mas quiere tener también otras finalidades esta permanencia pastoral del Sucesor de Pedro entre vosotros. En efecto, ha resonado con acentos de urgencia en mi espíritu el clamor desgarrado que se eleva desde estas tierras y que invoca la paz, el final de la guerra y de las muertes violentas; que implora reconciliación, desterrando las divisiones y el odio; que anhela una justicia, larga y hasta hoy inútilmente esperada; que quiere ser llamada a una mayor dignidad, sin renunciar a sus esencias religiosas cristianas.

Ese clamor dolorido es al que querría dar voz con mi visita; la voz que se apaga en la ya acostumbrada imagen de las lágrimas o muerte del niño, del desconsuelo del anciano, de la madre que pierde a sus hijos, de la larga fila de huérfanos, de los tantos millares de prófugos, exiliados o desplazados en busca de hogar, del pobre sin esperanza ni trabajo.

Es el dolor de los pueblos que vengo a compartir, a tratar de comprender más de cerca, para dejar una palabra de aliento y esperanza, fundada en un necesario cambio de actitudes.

4. Ese cambio es posible, si aceptamos la voz de Cristo que nos urge a respetar y amar a cada hombre como hermano nuestro; si sabemos renunciar a prácticas de ciego egoísmo, si aprendemos a ser más solidarios, si se aplican con rigor las normas de justicia social que proclama la Iglesia, si se abre paso en los responsables de los pueblos a un creciente sentido de justicia distributiva de las cargas y deberes entre los diversos sectores de la sociedad; y si cada pueblo pudiera afrontar sus problemas, en un clima de diálogo sincero, sin interferencias ajenas.

Sí, estas naciones tienen capacidad para lograr progresivamente metas de significación mayor para sus hijos. Hacia ello habrá que tender con voluntad cada vez más determinada y con la colaboración de los diversos sectores de la población.

Sin recurrir a métodos de violencia ni a sistemas de colectivismo, que pueden resultar no menos opresores de la dignidad del hombre que un capitalismo puramente economista. Es la vía del hombre, el humanismo proclamado por la Iglesia en su enseñanza social el que podrá hacer superar situaciones lamentables, que esperan oportunas reformas.

5. Mi palabra es de paz, de concordia y esperanza. Vengo a hablaros con amor hacia todos y a exhortaras a la fraternidad y entendimiento como hijos del mismo Padre. Precisamente esa realidad es la que me mueve a pulsar ante las conciencias, para que de una respuesta adecuada pueda brotar la esperanza en estas tierras, que tanto la necesitan.

Aliento desde ahora a cuantos se esfuerzan por lograrlo; desde la responsabilidad pública, desde su puesto en la Iglesia o en la sociedad.

En este sentido expreso también mi estima y aliento a los ilustres miembros del Cuerpo Diplomático que encontraré en estos días, así como a los responsables de los medios de comunicación, que tanto pueden aportar con su propia labor.

Pido a Dios que haga fructificar estos propósitos, que encomiendo a la Madre de Cristo y nuestra, para que con su ayuda maternal nos asista en estos días. Confiando en esa protección de lo alto, bendigo de corazón a cada hijo de Costa Rica y de las otras naciones que visitaré durante esta visita apostólica."

Discurso del Papa San Juan Pablo II a los Obispos del SEDAC
(Secretariado Episcopal de América Central) San José de Costa Rica, Miércoles 2 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Queridos hermanos en el Episcopado,
1. “Ubi caritas et amor Deus ibi est”: Donde reina la caridad y el amor allí está Dios. Es el Señor quien hoy, al comienzo de mi visita apostólica a América Central, Belice y Haití nos reúne en su amor, conformándonos, como en la comunidad primitiva, en “un solo corazón y una sola alma” (cf Hch 1, 14).

Como signo de particular benevolencia y comunión con vosotros, Pastores de la grey de Cristo, he querido que esta peregrinación de amor, de reconciliación, de paz, que movido por el Espíritu Santo y por la solicitud hacia todas las Iglesias (cf 2 Cor 11, 28), he emprendido, se abriera con este encuentro. Es el encuentro fraterno del Sucesor de Pedro con los sucesores de los Apóstoles, y el de todos con el Pastor de los Pastores, Jesucristo.

Os saludo pues con gran afecto, y en vosotros saludo también con cariño a todos y cada uno de los miembros de vuestras respectivas diócesis y de todas las naciones y pueblos de América Central, hermanos entre sí por tantos títulos.

A lo largo de estos días quiero, como San Pablo, anunciar a Cristo crucificado, muerto y resucitado (cf 1 Cor 1, 23; 15, 3 s), en quien reside nuestra unidad, nuestra esperanza y en quien tenemos la vida en plenitud. Es la palabra viva del Evangelio la que debe caer, una vez más, como semilla fecunda sobre esta tierra buena de vuestros pueblos.

Durante mi visita a los diversos países me propongo desarrollar algunos temas que considero más importantes en el actual momento histórico de vuestras amadas Iglesias particulares. Quiero hablar con corazón de padre y afecto de hermano a todo el Pueblo de Dios. Y como la visita quiere tener el carácter unitario que imponen las mismas condiciones externas, lo que en cada etapa o lugar exprese a un sector eclesial, lo dirijo a ese mismo sector de toda América Central y, más ampliamente, de América Latina. En esa enseñanza global hallará también un nuevo motivo de radical unidad en Cristo el amplio mosaico formado con cada una de vuestras Iglesias locales, esparcidas en las varias naciones. Y que en el único Señor están vinculadas inseparablemente a la Iglesia universal.

2. La existencia de quien cree que Jesús es el Señor (cf Flp 2, 11) sólo puede desarrollarse en un diálogo de amor, en el cual es El, Jesucristo, quien toma la iniciativa. Este diálogo ha de tener la actitud de servicio para el cual El nos eligió (cf Jn 15, 16).

En efecto, en el centro de nuestra elección como Pastores de su Iglesia y del envío para anunciar el Evangelio, está la pregunta que el Señor hizo a Pedro: “Simón, hijo de Juan, me amas?” (Jn 21, 15). Es la pregunta que formula, en cierta forma, a cada obispo. Porque sólo en el amor nos es posible entender nuestra vocación eclesial. Y nuestro servicio a los hermanos tiene su punto de partida en nuestra unidad con el Señor, del cual somos sacramento (cf. Lumen gentium, 21), embajadores (cf 2 Cor 5, 20), no obstante que llevamos el aroma de Cristo en vasos frágiles (cf 2 Cor 4, 7).

El diálogo de amor en el Señor que nos permite decir con plena sinceridad, a pesar de nuestra flaqueza: “Señor, tú sabes que te amo” (Jn 21, 16), está a la raíz de la confianza con la que El pone bajo nuestro cuidado las comunidades eclesiales. Es éste un compromiso de fidelidad, fuente asimismo de fecundidad, de energía pastoral. Porque nuestra fortaleza no proviene del peso de las armas, sino del Evangelio. Por ello ya en el discurso inaugura de la Conferencia de Puebla os hacía presente cómo no era la calidad de técnicos o de políticos lo que, como obispos, podríais aportar, porque no es ésa vuestra misión, sino la calidad de Pastores. Es lo que ahora os repito: que os esmeréis en ser guías y dechados de la grey (cf 1 P 5, 3) y que, como Jesús, sepáis ser los buenos Pastores que vais siempre delante de vuestros fieles, para mostrarles el camino seguro, curar sus heridas y miserias, sus divisiones y caídas, y reconciliarlos en una nueva unidad en el Señor, quien no cesa de convocar a la unidad en El.

3. Unidad en la Iglesia.

El Señor resucitado reúne a la Iglesia. Ella es sacramento de comunión (cf Gaudium et Spes, 5, 3), “koinonía”, comunión en torno al Resucitado: “Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en Ti” (Jn 17, 21). ¡Qué admirable llamada a la unidad, la víspera de su pasión! No se trata de una unidad resultado de artificios y componendas, de cálculos, de la suma de transacciones indebidas. No es la unidad lograda a costa de diluir la identidad. No es tampoco la simple asociación “terna de mera convivencia. Es la unidad en su forma más plena y perfecta la que nos es propuesta como ejemplo: la del Hijo con el Padre (cf Jn 10, 30). Es unidad de amor, de comunicación, de entrega; unidad, en una palabra, afectiva y efectiva.

Vosotros sois en la Iglesia, lo recuerda el último Concilio, “principio de unidad” (cf LG, 23). El eje y la fidelidad de la misión de Pastores es ser instrumentos de unidad en la comunidad.

Vuestra realidad de maestros está orientada hacia la unidad en la fe. La Iglesia es comunidad de creyentes, es decir, de quienes participan de una misma fe. Y para tutelar y enriquecer la unidad de la fe en la comunidad y, por lo tanto, la identidad eclesial, el Espíritu de Cristo sostiene la vida dinámica del Magisterio, servicio vital de la Iglesia.

Servicio a la unidad es la evangelización, por la que nacen las Iglesias. La Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi ha contribuido notablemente, como lo comprobasteis en la Conferencia de Puebla, a profundizar en lo que es la misión esencial de la Iglesia. De ahí la fuerte insistencia en la absoluta prioridad de la evangelización.

En estrecha correlación está la necesidad de la catequesis, sobre la que se contienen pautas bien precisas en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae. Porque sin una activa e infatigable evangelización, sin una lúcida y sistemática catequesis, la fe se debilitaría. Y correría serios riesgos la unidad verdadera. Prestaréis un servicio insigne a vuestras Iglesias si asociáis cada vez más el laicado a tan importantes tareas.

4. Hemos de estar siempre atentos para que ni se suplante, ni se desarticule nuestro universo de fe. Podría acontecer cuando criterios meramente humanos reemplazaran los contenidos de fe o cuando la coherencia e intrínseca cohesión del símbolo de la fe fueran descuidados.

A tal fin resulta indispensable una adecuada elaboración en el campo de la cristología y de la eclesiología. Principios certeros al respecto fueron señalados en el Documento de Puebla que recogió cuanto manifesté al principio de la III Conferencia General (cf JPII, Discurso durante la inauguración de la III Conferencia general del Episcopado latinoamericano, Puebla, México, 28 de enero de 1979).

Una auténtica cristología no puede dejar de lado ni la integridad de la revelación neotestamentaria, aprovechando debidamente los avances serios reconocidos en la investigación, ni la indispensable referencia al Magisterio. No se puede hacer una cristología que sirva de alimento a nuestras comunidades, si el trabajo teológico no hunde sus raíces en la fe de la Iglesia y en una fe personal que hace ofrenda de la propia existencia al Señor.

¿Cómo, por otra parte, elaborar la eclesiología sin vivir en plenitud el “sentire cum Ecclesia”? ¿Cómo sentir con la Iglesia si no se la ama con corazón de hijos? Sobre la exigencia de un ferviente y profundo amor a la Iglesia como madre, retornaré en la homilía de mañana.

Sé bien, queridos hermanos, que estáis llevando a cabo un decidido esfuerzo en cumplimiento de vuestra misión y que se observa en muchas partes un empeño renovador, a cuya cabeza estáis vosotros. Porque queréis ser servidores de la unidad en fidelidad a la fe, en todo lo que constituye la vida sacramental de la Iglesia. Esta, en efecto, es congregada por la Palabra y la Eucaristía, centro de toda la vida sacramental. Por ello no seria completa ni comprensible una evangelización que no culminara en la práctica sacramental. Y como la comunidad cristiana vive de la Eucaristía, nunca es más honda su unidad que cuando parte concordemente el pan de la Palabra y de la Eucaristía.

Son realidades que es preciso vivir al calor de la Iglesia, familia de Dios. No se os ocultan, por otra parte, los peligros y no los pasáis en silencio en vuestras Cartas pastorales, en la línea de Puebla. A ello me he referido con preocupación en mensajes a algunas de vuestras Conferencias Episcopales.

5. La unidad interna de la Iglesia exige el acatamiento pronto y sincero a la enseñanza de los Pastores. Esto ha logrado crear, a través de los siglos, un rico patrimonio espiritual en América Latina; y en América Central ha sido posible por el sentido de leal comunión del pueblo fiel.

Hay un sentido cristiano del Pueblo de Dios, un “sensus fidelium”, que constituye una garantía y como una muralla invulnerable a los ataques e insidias. Vuestros pueblos son fieles; y cuando se les da el pan limpio y puro del Evangelio, lo aceptan con prontitud; y, al contrario, saben distinguir cuándo está adulterado. “Bendito seas, Señor, Dios del cielo y de la tierra, porque has ocultado esto a los sabios y a los inteligentes y lo has reservado a los pequeños” (Mt 11, 25).

En nuestro corazón de Pastores se eleva esta misma plegaria agradecida al Padre de las misericordias por la fe en América Latina, que en muchos casos se vuelve, con todo derecho, exigente.

Procurar por ello con todo empeño conservar y fortalecer ante todo vuestra propia unidad. Dentro de cada Conferencia Episcopal y también a nivel más amplio. Como leemos en la Carta a los Colosenses: “Sobre todas estas cosas tened caridad que es vínculo de perfección, y la paz de Cristo exulte en vuestros corazones, en la cual habéis sido llamados, en un mismo cuerpo” (Col 3, 14-15).

No os faltará así el respeto y la obediencia del pueblo fiel que sabe que a través de vuestro ministerio se acerca al mismo Cristo, a quien el obispo representa, es decir, hace presente, y en cuyo nombre y persona actúa.

En torno a los obispos consérvese asimismo viva la unidad de los sacerdotes, “próvidos colaboradores” del ministerio episcopal; la de los religiosos, religiosas y laicos. La mejor garantía para una predicación fecunda es el testimonio de la unidad de la Iglesia. Antes como ahora ha de ser real esta comprobación que dispone a recibir la Palabra de Dios: “Ved cómo se aman”.

En esa unidad en la fe debe crecer el verdadero ecumenismo, que es deseo de fidelidad a Cristo en la doctrina y en las actitudes. Y que ha de traducirse en leal colaboración.

6. Tal unidad debe crecer en torno a las enseñanzas del último Concilio, fuente de permanente revitalización eclesial. Tenemos en él el criterio más certero de renovación en el momento presente.

Los Sínodos de los Obispos son otro valioso instrumento de rejuvenecimiento y unidad. Y a otro nivel, el Documento de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano debe también seguir contribuyendo a la unidad, tanto en lo doctrinal, como en lo pastoral. Allí ratificasteis, en efecto, vuestra firme voluntad de unidad. Esa unidad en la Iglesia de Cristo que se hace, como bien lo sabéis, en torno a Pedro. Hoy, aquí reunidos, somos un testimonio de comunión en Cristo que, sin duda alguna, llena de alegría y de confianza a todos vuestros fieles.

En Costa Rica tiene asimismo su sede el Secretariado Episcopal de América Central, el SEDAC, nacido precisamente de la necesidad sentida de coordinar la acción pastoral en la región. Con profunda estima saludo a todos los miembros de este organismo episcopal, que mantiene con el CELAM íntimos lazos que lo ayudan a un mejor servicio eclesial.

Son diversas e importantes formas de comunión pastoral para un más fecundo trabajo en las Iglesias, que no pueden estar aisladas, sino muy compenetradas recíprocamente.

7. Unidad en la sociedad.

La comunidad eclesial es y debe ser fermento en el mundo. Es germen firmísimo de unidad y de paz. Hay, desgraciadamente, factores de división que se ciernen peligrosamente sobre vuestros países. Abundan las tensiones, los entrenamientos que amenazan con graves conflictos y se han abierto las puertas al torrente desolador de la violencia en todas sus formas. ¡Cuántas vidas segadas cruel e inútilmente! Pueblos que tienen derecho a la paz y a la justicia, se ven sacudidos por luchas inhumanas, por el odio, la venganza. Gentes honestas y laboriosas han perdido la tranquilidad y la seguridad.

Y, sin embargo, sólo por los caminos de una paz digna y justa es posible alcanzar el progreso al que vuestros pueblos tienen perfecto derecho y que por demasiado tiempo les ha sido negado. Sólo con el respeto a la eminente dignidad del hombre, de todos los hombres, se podrá lograr un futuro mejor y en armonía con sus legítimas aspiraciones.

El Evangelio se constituye en defensa del hombre, sobre todo de los más pobres y desvalidos, de quienes carecen de bienes de esta tierra y son marginados o no tenidos en cuenta.

El amor al hombre, imagen viva de Dios, ha de ser el mejor incentivo para respetar y hacer respetar los derechos fundamentales de la persona humana. Por eso la Iglesia se levanta como defensora del hombre, a la vez que como estandarte de paz, de concordia, de unidad. Son éstos también los objetivos que no olvido en esta mi visita.

Es efectivamente necesario y urgente en vuestros países que la Iglesia, al proclamar la Buena Nueva del Evangelio a pueblos que sufren intensamente y desde hace largo tiempo, continúe exponiendo con valentía todas las implicaciones sociales que comporta la condición de cristiano.

Sin olvidar nunca que su primera e indeclinable misión es la de predicar la salvación en Cristo. Pero sin ocultar a la vez situaciones que son incompatibles con una sincera profesión de fe, y tratando de suscitar aquellas actitudes de conversión eficaz a las que debe conducir esa misma fe.

Al cumplir tal misión, todo hombre de Iglesia deberá tener en cuenta que no puede recurrir a métodos de violencia que repugnan a su condición cristiana, ni a ideologías que se inspiran en visiones reductivas del hombre y de su destino trascendente. Por el contrario, desde la clara identidad del Evangelio y de una visión integral del ser humano, se esforzará con todas sus energías por eliminar la opresión, la injusticia en sus diversas formas, tratando de ampliar los espacios de significación del hombre (Cfr. Laborem Exercens, 13).

Aquí ha de hallar su fiel e improrrogable aplicación la enseñanza social de la Iglesia, que rechaza como inadecuados y nocivos tanto los planteamientos materialistas del capitalismo puramente economista, como los de un colectivismo igualmente materialista, opresores de la dignidad del hombre.

Admiro vuestra entrega como Pastores en circunstancias tan difíciles para vuestros pueblos. Vuestro ejemplo de unidad como obispos, y el de las comunidades que apacentáis, sea garantía de concordia también social, que desde el corazón de la Iglesia tiende puentes dentro y fuera de cada una de vuestras patrias. Que el Señor conceda el don de la concordia y la paz a naciones hermanas con una misma historia, una misma tradición y una misma vocación de libertad.

8. No son, no pueden ser las actuales situaciones de lucha y de desconfianza, de inhumanidad – que por desgracia prevalecen dolorosamente en más de una nación de esta área geográfica –, algo que fatalmente deba prolongarse. Para poner fin a tan doloroso estado de cosas, contribuid con todas vuestras fuerzas, obispos de América Central, a crear un mundo más digno del hombre, más justo, solidario y fraterno.

La fe nos dice que podemos tomar responsablemente las riendas de la historia para ser artífices de nuestro propio destino. El Señor de la historia hace al hombre y a los pueblos protagonistas, sujetos de su propio futuro, respondiendo al llamado de Dios. Todo lo ha puesto a disposición del hombre, rey de la creación, para hacer de lo creado un himno de alabanza a Dios; y la gloria de Dios es el hombre viviente, que tiene su vida en la visión de Dios (cf S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: PG 7, 105).

Durante estas jornadas de renovación volveré con frecuencia al tema de la justicia y de la paz. No ahorraré esfuerzos para rogar a todos que movilicen las energías existentes a fin de lograr que la una y la otra alumbren vuestro destino; tanto dentro de cada país como a nivel internacional. Sí, preservada a toda costa la concordia entre vuestras naciones. Nada tan lamentable y alarmante como la mera amenaza de una guerra que arrasaría a los países en la contienda y los convertiría en luctuoso escenario de intereses foráneos.

Sed portadores, queridos Pastores, de estos mismos sentimientos a todos los países y comunidades que lleno de ilusión y esperanza visitaré. Unidos íntimamente a Cristo traduzcamos más y más, en nuestras actitudes y procederes, en la Iglesia y en la sociedad, la recomendación de San Pablo: “Os exhorto, hermanos, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, a que estéis todos de acuerdo y que no haya divisiones entre vosotros, que estéis muy unidos en un mismo espíritu y un mismo pensamiento” (1 Cor 1, 10).

Pongo estos objetivos y mi peregrinación bajo la protección de la Madre de Dios y de la Iglesia. Ella que acompañaba tiernamente al Colegio de los Apóstoles al recibir la fuerza del Espíritu, os obtenga de su Hijo la gracia, fortaleza y perseverancia que necesitáis en vuestro abnegado servicio a la Iglesia. Así sea."

Saludo del Papa JPII a los Enfermos del Hospital Nacional de Niños
San José de Costa Rica, Jueves 3 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Amadísimos hermanos e hijos
En mi visita a Costa Rica no he querido dejar de tener un encuentro con vosotros, queridos niños y niñas enfermos en este hospital. Os saludo con un cariñoso abrazo, en el que incluyo también a todos los niños que sufren en sus hogares o en otros centros hospitalarios de éste o de los otros países que visito en estos días.

La enfermedad y el dolor se han apoderado de vuestros frágiles cuerpos, y no os permiten hacer la vida que correspondería a vuestra edad, rodeados gozosamente por vuestros padres y amigos. Por eso ha querido venir a visitaros el Papa, vuestro amigo, que tantas veces piensa y reza por vosotros. Para que recibáis cada día el afecto y atención que necesitáis, a través de vuestros padres y familiares, de los médicos y de todo el personal auxiliar, a quienes también saludo y animo a proseguir en el servicio a vosotros con auténtico espíritu de entrega al que sufre. A éstos pido que en su trabajo tengan presentes las palabras de Jesús: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Ello os ayudará a dar un sentido nuevo a vuestra profesión, que se transformará en verdadera “misión” humana y cristiana para la elevación del hombre, aliviando y curando sus dolores, mediante los mejores adelantos de la ciencia y de la técnica.

Desde este hospital envío asimismo mi saludo y afecto a todos los enfermos adultos que, en vuestras casas o en otros centros sanitarios, padecéis el peso de la enfermedad. Sabed, queridos míos, que con vuestros sufrimientos, aceptados con espíritu de fe, estáis unidos a los de Cristo, que sufrió y dio la vida por todos los hombres.

También están aquí presentes los representantes del Centro para minusválidos, promovido recientemente por la Organización mundial de la Sanidad. A todos os animo a hacer de ese Centro un modelo de asistencia a las personas que tienen limitaciones corporales o síquicas, a fin de ayudarlas debidamente para una reinserción social adecuada a sus posibilidades.

Con estos vivos deseos y esperanzas imparto de corazón mi bendición apostólica a vosotros, niños y niñas enfermos, a los enfermos adultos, a vuestros familiares, a los médicos y personal auxiliar y a todos los presentes."

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Santa Misa
Parque Metropolitano de la Sabana, San José de Costa Rica, 3 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Amados hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas,
1. Con profunda alegría acudo a esta cita de oración en el parque metropolitano de la Sabana, para encontrarme con vosotros, fieles de la hermosa ciudad de San José, de toda Costa Rica y de las demás Repúblicas hermanas de esta área geográfica, tan numerosos y entusiastas como para dejar bien claro que queréis acoger con cariño la presencia del Papa en este hermoso y noble país.

Vengo a veros como el hermano mayor a sus hermanos; como el padre en la fe a sus hijos; como el Sucesor de Pedro a la grey a él confiada; como el peregrino apostólico a aquellos “a quienes es deudor” (cf Rm 1, 14) de su palabra y de su afecto.

Recibid ante todo mi saludo más cordial, que se dirige al Pastor y arzobispo de esta ciudad, a los demás obispos, personas consagradas e hijos e hijas de la Iglesia. Saludo también al Señor Presidente y a las autoridades aquí presentes.

2. “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella” (Ef 5, 25), acabamos de escuchar en el primer texto bíblico de esta Misa.

Tales palabras condensan la naturaleza y los fines de mi visita apostólica: anunciar el mensaje del Evangelio y alentar al amor a Cristo y a la Iglesia.

Sí, hermanos míos: en este encuentro deseo que nos sintamos nuevamente llamados a proclamar e incrementar nuestro amor a la Santa Iglesia católica, Esposa de Cristo, a quien El amó “hasta la muerte”. Este encuentro de fe junto al altar es ya una prueba de amor a la Iglesia.

En efecto, si estáis aquí reunidos en el nombre de Cristo; si he venido desde Roma a América Central y a este amado país; si vuestros obispos, que fraternalmente me invitaron, se proponen hacer de esta visita y de vuestra respuesta generosa a ella, un punto de partida hacia una creciente renovación de la vida cristiana, es porque amamos a la Iglesia, a ejemplo de Jesucristo que la amó hasta la muerte.

Jesucristo es, sin duda, el único fundamento (cf 1 Cor 3, 12), el Supremo Pastor (cf. Gv 10; 1 Pt 5, 4) y la Cabeza de la Iglesia (cf 1 Cor 12, 12; Col 1, 18). El la fundó sobre Pedro y sus Sucesores. El la gobierna y la vivifica constantemente.

La Iglesia es su obra, en la cual El se prolonga, se refleja y está siempre presente en el mundo. Ella es su Esposa, a la que se ha entregado en plenitud, la ha elegido para Si, la ha hecho y la mantiene siempre viva. Es más: dio su vida para que ella viva. Por eso, en el costado abierto de Jesús en la cruz ― como acabamos de leer en el Evangelio ― se ve el origen de la Iglesia, como Eva nace del costado de Adán.

Hermanos, seamos bien conscientes de esta verdad: Jesucristo “amó” y ama a la Iglesia. Es, en realidad, el mismo amor del Padre por el “mundo”, por los hombres, por nosotros, que lo movió misteriosamente a entregar a su Hijo único “a la muerte, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna” (Gv 3, 16).

Si Jesucristo amó, pues, a la Iglesia hasta morir por ella, esto significa que ella es digna de ser amada también por nosotros.

3. Sin embargo, algunos cristianos miran a veces a la Iglesia como si estuvieran fuera, al margen de ella. La critican como si nada tuvieran que ver con ella. Toman distancias de la Iglesia, como si la relación de ella con Jesucristo, su Fundador, fuera accidental y ella hubiera surgido como mera consecuencia ocasional de su vida y de su muerte; como si El no estuviera vivo en la Iglesia, en su enseñanza y en su acción sacramental; como si ella no fuera el misterio mismo de Cristo confiado a los hombres.

A otros, la Iglesia les resulta indiferente, ajena. En cambio, para los cristianos conscientes, que saben “de qué espíritu son” (cf Lc 9, 55), la Iglesia es Madre.

Sí, queridos hermanos: la Iglesia es vuestra madre; es la madre de todos los cristianos. Ella nos ha engendrado a la vida eterna por el bautismo, sacramento del nuevo nacimiento (cf. Gv 3, 5). Nos ha llevado a la madurez de los hijos de Dios en el sacramento de la confirmación. Nos alimenta constantemente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, cuando celebra el misterio de la muerte y resurrección del Señor. Ella, por el sacramento de la penitencia, nos reconcilia con el Padre y consigo misma, en virtud de la reconciliación operada por Cristo en su muerte (cf 2 Cor 5, 19).

De este modo la Iglesia nos pone en el camino que conduce al Padre mediante Jesucristo; acompaña nuestros pasos con su magisterio, su predicación y la acción de sus ministros.

La Iglesia es también vuestra madre, hijos de Costa Rica y de los pueblos de América Central, porque vuestra cultura y civilización vieron la luz y se han desarrollado bajo su presencia y acción. Ella pudo integrar armoniosamente la herencia rica de las tradiciones indígenas y el Evangelio, creando así una nueva familia, la familia de Dios en su Iglesia.

4. Esta Iglesia, con su doctrina y ejemplo, el de sus santos y maestros, nos exhorta a ocuparnos no sólo de las cosas del espíritu, sino también de las realidades de este mundo y de la sociedad humana de la que somos parte. Nos exhorta a comprometernos en la eliminación de la injusticia, a trabajar por la paz y superación del odio y la violencia, a promover la dignidad del hombre, a sentirnos responsables de los pobres, de los enfermos, de los marginados y oprimidos, de los refugiados, exiliados y desplazados, así como de tantos otros a los que debe llegar nuestra solidaridad.

Conozco el ambiente de trabajo y de paz que os distingue, amados hijos de Costa Rica. La Iglesia, con vuestros obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas a la cabeza, ha sido continuamente ejemplo y estímulo para lograrlo.

Seguid adelante. No os desalentéis ante las dificultades. No olvidéis los valores cristianos que os distinguen y que os han ayudado hasta el presente. Sed fieles a vuestra tradición y aspirad a ser modelo de organización social justa, en momentos de profundos cambios y graves desafíos.

5. Pero hemos de pensar también en los deberes que tenemos para con la Iglesia.

En primer término, todos somos responsables de la Iglesia. Porque somos sus miembros y sus hijos. Siendo miembros vivos del Cuerpo de Cristo, todos tenemos que ofrecer nuestro aporte al crecimiento de ese Cuerpo. A ello nos invita la enseñanza de San Pablo (cf 1 Cor 12, 15-16), basada en la sugestiva imagen del cuerpo y de sus miembros.

Cada miembro, es verdad, tiene en la Iglesia su propia función, su responsabilidad propia: “¿Acaso todos son apóstoles? ¿O todos profetas? ¿Todos maestros?”, se pregunta San Pablo. No, cada uno tiene y ejerce su propia función, dentro del respeto a los demás, de la unidad y estructura jerárquica de la Iglesia.

Pero nadie puede decir: la Iglesia, su santidad, su misión en el mundo, su culto a Dios, no son cosa mía. A todos nos corresponde, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, cada uno en su lugar, edificar la Iglesia, o mejor, servir de instrumentos activos al Señor que la construye por su Espíritu (cf Ef 2, 20-21). ¿Y cómo se construye la Iglesia?

6. Construye la Iglesia quien, fiel a su bautismo, vive santamente, renuncia al pecado, lleva su cruz con Cristo, muestra en su conducta a los hermanos la realidad exigente y gozosa del Evangelio.

Construyen la Iglesia quienes, unidos como esposos por el sacramento del matrimonio, hacen de su familia una verdadera iglesia doméstica, ejemplar para todos, estable en su unión, fiel a los compromisos adquiridos de unidad y fidelidad, de respeto absoluto a la vida desde su concepción, y de rechazo por tanto del crimen del aborto; de transmisión de la fe y educación cristiana de sus hijos.

Construyen la Iglesia quienes se preocupan por el prójimo, especialmente el pobre y abandonado, el marginado y oprimido; quienes son fieles al deber de solidaridad, sobre todo en las crisis económicas que sacuden actualmente a las sociedades.

La construyen quienes se empeñan en mejorar o cambiar lo que obstaculiza o ahoga el pleno des arrollo del hombre y de todos los hombres.

Construyen la Iglesia quienes ejercen fielmente los ministerios y servicios que les confían sus obispos. Pienso en los catequistas, los ministros extraordinarios de la Eucaristía, en los delegados de la Palabra, en los que preparan a sus hermanos para la digna recepción de los sacramentos y los que se empeñan en los diversos movimientos de apostolado.

Construyen la Iglesia los jóvenes para quienes Cristo es el ideal, y con generosidad, entusiasmo y limpieza de corazón se entregan al servicio de los demás, siendo fermento renovador de una sociedad a menudo envejecida y triste.

En una palabra: construimos la Iglesia, cuando nos esforzamos por ser santos; por cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios, para que ella, aun compuesta por hombres pecadores, sea cada vez más fiel a su vocación de santidad. Esta es la mejor prueba de nuestro amor a la Iglesia.

7. Queridos hermanos y hermanas: Amemos siempre a la Iglesia. Sintámonos responsables de ella, de su fidelidad a la Palabra de Dios, a la misión que Cristo le confió, a su vocación de ser “como sacramento; es decir, signo e instrumento de la intima unión con Dios y de la unidad del género humano” (cf Lumen Gentium, 1).

Amémosla como a nuestra Madre; como amamos a María Santísima, a la que vosotros llamáis con el cariñoso nombre de “la Negrita de los Ángeles” en su santuario de Cartago.

Amémosla sobre todo como Cristo la amó, hasta dar por ella su misma vida. Y pidámosle a El en esta Eucaristía que celebramos, que el amor a la Iglesia sea la característica de vuestra vida cristiana, hijos fieles de Costa Rica y de América Central. Así sea."

Discurso del Papa San Juan Pablo II a las Religiosas
San José de Costa Rica, Jueves 3 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Queridos hermanos y hermanas,
1. Correspondo con profunda gratitud y afecto al cariñoso recibimiento que habéis querido tributarme en esta catedral metropolitana de San José, donde sé que estáis congregados los miembros del clero, religiosos, religiosas y seminaristas. Sois la porción selecta de la Iglesia en Costa Rica, sus fuerzas vivas más preciosas e imprescindibles. Por eso os manifiesto mi más profundo aprecio por vuestro estado y actividad. Os animo a continuar sin vacilaciones, con gozo y optimismo, en vuestra fidelidad al Señor. Quiero deciros que pido en la oración por vuestras intenciones y necesidades, y os bendigo de todo corazón. De modo particular encomiendo en la plegaria la perseverancia y buena formación de los seminaristas, que serán los futuros ministros de la Iglesia.

Como hablaré de manera especifica para los sacerdotes desde El Salvador y para los religiosos desde Guatemala, hoy quiero dirigirme especialmente a las religiosas.

Os contemplo, queridas hermanas consagradas a Jesucristo y a su Reino, en la variedad del compromiso apostólico de vuestros diversos institutos, y en su presencia en los distintos países. Unas pertenecéis a los pueblos de América Central, de Belice o Haití donde estoy realizando mi visita apostólica; otras sois originarias de las demás naciones del continente americano o habéis llegado de otros continentes; pero sé que todas os sentís bien encarnadas en estas tierras que son vuestra patria espiritual y dais así una dimensión de universalidad a la santa Iglesia.

Tengo la alegría de sentiros palpitar con los ideales de la Iglesia que vive en estas tierras, pues una característica de vuestra presencia debe ser la profunda inserción en las Iglesias particulares, donde prestáis una preciosa ayuda en la evangelización, en la animación de las comunidades parroquiales y grupos eclesiales; sois auténticas colaboradoras de vuestros Pastores, que aprecian vuestro trabajo, y de los fieles que, con su amor y respeto, os ayudan a mantener sin fisuras vuestras identidad de consagradas y vuestro compromiso con los más necesitados.

2. Mis palabras en este encuentro de fe, de plegaria y de comunión espiritual con el Sucesor de Pedro, con quien vuestra consagración os vincula en el afecto, la obediencia y la colaboración apostólica, quieren traeros un mensaje de gozo y esperanza que confirme vuestra identidad y os abra nuevos senderos en vuestro compromiso eclesial, reforzado ahora con mi presencia entre vosotras.

Quisiera recordaros, como siempre lo ha hecho la Iglesia con las vírgenes cristianas, desde los primeros tiempos del cristianismo, vuestra vinculación a Cristo Jesús, vuestro Señor y Esposo, de quien habéis abrazado a la vez el amor y la causa.

Sois discípulas, porque lo habéis seguido con los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Podéis decir con San Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1, 21), porque os habéis consagrado personalmente a El y estáis llamadas a sentir en plenitud esta comunión de amor, hasta poder decir que es El quien vive en vosotras y os comunica la vida verdadera. Os habéis identificado con su causa y por eso, dejándolo todo, como los apóstoles, habéis elegido ser testigos de los valores y compromisos del Reino.

Vuestra aportación es valiosísima para la Iglesia. Sé que lleváis con entusiasmo una buena parte del peso en tantas tareas parroquiales, de evangelización, de enseñanza, de obras de misericordia, de animación comunitaria, de presencia y testimonio eclesial entre los más pobres, marginados, necesitados; con la capacidad de hacer presente la Iglesia con un rostro auténticamente materno, con sensibilidad y cariño, con sabiduría y equilibrio. En esta dimensión sentís el gozo de una consagración en la que podéis decir también, parafraseando la frase de San Pablo: Para mí vivir es ser Iglesia.

3. En un momento de la historia en que la mujer adquiere en la sociedad el puesto que le corresponde con una promoción que la dignifica, veo con satisfacción vuestra presencia calificada como mensajeras y testigos del Evangelio. Este movimiento que ahora va alcanzando una mayor forma expresiva en la pastoral de conjunto, tiene su fundamento y raíz en la actitud misma del Maestro hacia aquellas mujeres que le siguieron (cf Lc 23, 55), que disfrutaron de su amistad como Marta y María de Betania (cf Jn 12, 1-8) y fueron mensajeras de su resurrección, como María Magdalena (cf Jn 20, 18) o invitaron a reconocerlo por Mesías, como la Samaritana (cf Jn 4, 39).

También a vosotras os confía la Iglesia el servicio de la Palabra y de la catequesis, de la educación en la fe, de la promoción cultural y humana; os pide una preparación adecuada, y por lo tanto cada vez más intensa, a nivel de teología bíblica y dogmática, de liturgia, de espiritualidad y de ciencia; y a la vez reconoce con cuánto entusiasmo y generosidad lleváis el Evangelio a los pobres, a los más sencillos, a la juventud inquieta de esta área geográfica.

Pero el Evangelio es vida, y vosotras lleváis en el corazón, consagrado a Cristo, el instinto de la vida, de la caridad – que es la vida misma de Dios – que se encarna en obras de asistencia, de promoción. Con razón los cristianos de estas tierras reclaman vuestra presencia insustituible junto al lecho del enfermo, en la escuela, en las diversas formas de misericordia evangélica propia de la creatividad religiosa. En esos lugares, en esos ambientes, sois la presencia misma del amor de Cristo, sois el rostro de la Iglesia, que resplandece ante los hombres por su amor traducido en bondad, ayuda, consuelo, liberación, esperanza.

4. Mirando en concreto la situación de vuestros pueblos, las inquietudes que agitan la sociedad, el frágil equilibrio de la paz, las tareas de promoción de la justicia todavía por realizar, no puedo menos de repetiros mi confianza en vuestra misión.

Quisiera hacerme eco, en el momento actual, de las palabras del Concilio Vaticano II en su mensaje a las mujeres: “Vosotras, vírgenes consagradas, en un mundo donde el egoísmo y la búsqueda de placeres quieren hacer ley, sed guardianes de la pureza, del desinterés, de la piedad . . . En este momento tan grave de la historia os está confiada la vida, a vosotras toca salvar la paz del mundo” (Mensaje del Concilio Vaticano II a las mujeres, Nuntius ad mulieres, 8. 11).

Os podría parecer excesivamente comprometedora vuestra misión; demasiado grande para vuestras posibilidades. Porque vosotras estáis cerca del pueblo, tenéis en muchos casos en vuestras manos la educación de niños, jóvenes y adultos; tenéis que ser, por naturaleza y por misión evangélica, sembradoras de paz y de concordia, de unidad y de fraternidad; podéis desconectar los mecanismos de la violencia mediante una educación integral y una promoción de los valores auténticos del hombre; vuestra vida consagrada tiene que ser un desafío a los egoísmos y a las opresiones, una llamada a la conversión, un factor de reconciliación entre los hombres.

5. Para poder cumplir debidamente esta misión, permaneced firmes en vuestra radicalidad de fe, en el amor a Cristo y en la conciencia eclesial. Así evitaréis posibles desviaciones o instrumentalizaciones del Evangelio en la necesaria opción preferencial, no excluyente, en favor de los pobres.

No os dejéis engañar por ideologías partidistas; no sucumbáis a la tentación de opciones que pueden pediros un día el precio de vuestra propia libertad. Confiad en vuestros Pastores y estad siempre en comunión con ellos. En esa comunión con la Iglesia, en la identificación con sus directrices, encontraréis la norma segura de acción. Colaborad también vosotras a realizar ese discernimiento de la realidad sobre el que tiene que caer la luz del Evangelio. Orientad siempre, casi por instinto sobrenatural, la autenticidad de vuestras opciones apostólicas con la brújula del sentido de la Iglesia, hecho de comunión sincera con su magisterio, de unidad con sus Pastores.

Con esta garantía, abrazad la causa de los pobres; estad presentes donde Cristo sufre en los hermanos necesitados; llegad con vuestra generosidad donde sólo el amor de Cristo sabe intuir que falta una presencia amiga. Sed pacientes y generosas en la esperanza de una sociedad mejor, sembrando la semilla de una humanidad nueva que construye y no destruye, que transforma lo negativo en positivo, como anuncio de resurrección.

El Espíritu Santo, que ha suscitado el carisma de la vida religiosa en la Iglesia y ha suscitado también el carisma de cada uno de vuestros institutos, os dará luz y creatividad; para saber encarnarlo en nuevos valores y situaciones inéditas, con la carga de novedad evangélica que posee cada carisma animado por el Espíritu, cuando permanece en la comunión eclesial.

6. Quiero dejaros como consignas de este encuentro algunas fidelidades que os ensancharán el corazón y os darán el gozo pleno del discípulo auténtico de Jesús, aun en medio de las persecuciones, las incomprensiones, la aparente ineficacia apostólica de vuestros esfuerzos.

Ante todo fidelidad a Cristo; mediante la comunión amorosa con El por medio de la oración, a la que tenéis que reservar espacios largos y frecuentes en vuestra vida, por mucho que apremien las necesidades apostólicas. Vuestra oración debe buscar la experiencia de Cristo, seguido, amado, servido.

Fidelidad también a la Iglesia. Vuestra consagración os vincula de una manera especial a la Iglesia (cf Lumen gentium, 44); y en la perfecta comunión con ella, con su misión, con sus Pastores y con los fieles, encontraréis el pleno sentido de vuestra vida religiosa. Continuad siendo, como consagradas, el honor de la Iglesia Madre.

Llevad en vuestro corazón y en vuestra vida sus penas y dolores; sed capaces de proyectar en todo momento el rostro evangélico de la Esposa de Cristo.

Permaneced unidas en la fidelidad a vuestro propio carisma. Con ello la Iglesia muestra la belleza de las diversas expresiones evangélicas asumidas por vuestros fundadores y fundadoras. En comunión con vuestros institutos, dais en las Iglesias particulares una dimensión universal, la que tienen vuestras familias religiosas. Viviendo en comunión con vuestras hermanas realizáis esa primera comunión que asegura la presencia de Jesús en medio de vosotras y garantiza la fecundidad apostólica de una comunidad (cf Perfectae Caritatis, 15).

Vivid también en comunión entre los diversos institutos, para ofrecer al Pueblo de Dios el ejemplo de una unidad evangélica que refleja la unión del Cuerpo místico, donde todos los carismas están unificados por el mismo Espíritu.

Sed, finalmente, fieles a vuestro pueblo, a vuestras Iglesias particulares, a sus esfuerzos y esperanzas de justicia y promoción, para que en vosotras la Iglesia aparezca totalmente encarnada en las diversas naciones, en su idiosincrasia, en sus valores y costumbres, dentro del concierto de la Iglesia, una, santa y católica.

7. Todo lo que he querido confiar a vosotras, tiene su adecuada aplicación, respetando su propio género de vida, a las religiosas de vida contemplativa. Ellas, silenciosamente viven y testimonian el valor de la unión con Dios, de la penitencia, de la inmolación. Abrazan con su plegaria las necesidades de los pobres, asumen las preocupaciones de la Iglesia universal y de las comunidades particulares. Ellas son la manifestación tangible de que vuestros pueblos tienen una auténtica capacidad contemplativa.

También las consagradas que viven en medio de la sociedad su compromiso de animación, según las características de los institutos seculares, sabrán hacer suyas las consignas que he querido dar, acentuando su presencia en la sociedad, particularmente en los ambientes que son propios de su apostolado.

8. Queridas religiosas: No puedo despedirme de vosotras sin indicaros en la Virgen María el modelo perfecto de estas fidelidades que os acabo de pedir. En Ella encontraréis la primera discípula y la primera consagrada. Ella es modelo de contemplación, de proclamación de la Palabra, de presencia en medio de su pueblo. Ella es la expresión de todos los carismas y la Madre de todas las consagradas.

Vuestros pueblos son devotos de nuestra Señora y adivinan en la predicación del Evangelio el distintivo de catolicidad cuando se habla de Ella; o su ausencia, si sobre Ella se guarda silencio. Amando a la Virgen, hablando de Ella, entraréis en el corazón de vuestro pueblo. Pero sobre todo, si sabéis reflejarla en vuestra vida, seréis esas mensajeras calificadas del Evangelio que necesita la Iglesia en América Central.

Que Ella os conserve fieles al Evangelio. A Ella os confío, para que con vuestra palabra y vuestra vida podáis decir a todos, sólo y siempre: ¡Jesucristo es el Señor! Así sea."

Discurso del Papa San Juan Pablo II a los Jóvenes
San José de Costa Rica, Jueves 3 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Mis queridos jóvenes:
1. En mi visita apostólica a esta área geográfica me encuentro hoy con vosotros, jóvenes de Costa Rica aquí presentes; y a través de los medios de comunicación, también con los de los otros países que visitaré en los próximos días.

Tanto a los que os halláis en este estadio como a los ausentes, pero unidos afectivamente a nosotros, os expreso mi gran alegría de estar con vosotros y os doy mi saludo más cordial de amigo y hermano.

Vengo a compartir con vosotros esta fraterna experiencia humana y eclesial, y a deciros una palabra que estoy seguro tendrá un fuerte eco en vuestro corazón generoso: Cristo, el eternamente joven, os necesita y os convoca en la Iglesia, “verdadera juventud del mundo” (Mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes, Nuntius ad iuvenes, 6).

Al concluir el Concilio Vaticano II, su último mensaje fue dirigido precisamente a los jóvenes, a vosotros “los que vais a recibir la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia” (ib. 1).

Con gran confianza dijeron entonces los padres conciliares: “Sobre todo para vosotros los jóvenes, la Iglesia acaba de alumbrar en su Concilio una luz, luz que alumbrará el porvenir” (ib. 2).

Como este mensaje es de impresionante actualidad, me parece oportuno entretenerme aquí con vosotros sobre el mismo, para examinar cómo puede iluminar mejor vuestro camino y ayudaros a responder al grave compromiso que tenéis como fermento y esperanza de la comunidad humana y de la Iglesia.

2. Sé que con frecuencia os preguntáis acerca de cómo vivir vuestra vida de manera que valga la pena; cómo comportaros de modo que vuestra existencia esté llena y no caiga en un vacío; cómo hacer algo para mejorar la sociedad en la que vivís, saliendo al paso de los graves males que sufre y que repugnan a vuestra sed de sinceridad, de fraternidad, de justicia, de paz, de solidaridad. Sé que deseáis ideales nobles, aunque cuesten, y no queréis vivir una vida gris, hecha de pequeñas o grandes traiciones a vuestra conciencia de jóvenes y de cristianos. Y sé también que para ello estáis dispuestos a adoptar una actitud positiva frente a vuestra propia existencia y a la sociedad de la que sois miembros.

No basta, efectivamente, contemplar los tantos males que descubrís en derredor vuestro, o lamentarlos pasivamente. No basta tampoco criticarlos. No aportaría solución alguna declararse impotentes o vencidos ante el mal y dejarse llevar por la desesperanza. No, no es ése el camino de solución.

Cristo os llama a comprometeros en favor del bien, de la destrucción del egoísmo y del pecado en todas sus formas. Quiere que construyáis una sociedad en la que se cultiven los valores morales que Dios desea ver en el corazón y en la vida del hombre. Cristo os invita a ser hijos fieles de Dios, operadores de bien, de justicia, de hermandad, de amor, de honestidad y concordia. Cristo os alienta a llevar siempre en vuestro espíritu y en vuestras acciones la esencia del Evangelio: el amor a Dios y el amor al hombre (cf Mt 22, 40).

Porque sólo de esta manera, con esa comprensión de la profundidad del hombre a la luz de Dios, podréis trabajar con eficacia para que «esa sociedad que vais a construir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras” (Nuntius ad iuvenes, 3). Las vuestras y las de quienes – no lo olvidéis nunca – son hijos de Dios, y llevan asimismo el exigente nombre de hermanos vuestros.

3. Este camino de empeño en favor del hombre no es fácil. Trabajar por elevarlo y ver siempre reconocida y respetada su dignidad, es tarea muy exigente. Para perseverar en ella es necesaria una motivación profunda, una motivación que sea capaz de superar el cansancio y el escepticismo, la duda y aun la sonrisa de quien se asienta en su comodidad o ve como ingenuo a quien es capaz de altruismo.

Para vosotros, jóvenes cristianos, esa motivación de fondo, capaz de transformar vuestras acciones, es vuestra fe en Cristo. Ella os enseña que vale la pena esforzarse por ser mejor; que vale la pena trabajar por una sociedad más justa; que vale la pena defender al inocente, al oprimido, al pobre; que vale la pena sufrir para atenuar el sufrimiento de los demás; que vale la pena dignificar cada vez más al hombre hermano.

Vale la pena, porque ese hombre no es el pobre ser que vive, sufre, goza, es explotado y acaba su vida con la muerte; sino que es un ser imagen de Dios, llamado a la amistad eterna con El: un ser que Dios ama y quiere que sea amado.

Sí, quiere que no sólo sea respetado – que es el primero y básico paso –, sino que sea amado por sus semejantes.

Esta es la meta altísima a la que nos llama nuestra fe cristiana. Este es el camino que lleva al corazón del hombre y que pasa por la complacencia de Dios en él. Por eso el Concilio se preocupaba de que la sociedad deje expandir su tesoro antiguo y siempre nuevo: la fe (Nuntius ad iuvenes, 4).

4. La Iglesia confía en que sabréis ser fuertes y valientes, lúcidos y perseverantes en ese camino. Y que con la mirada puesta en el bien y animados por vuestra fe, seréis capaces de resistir a las filosofías del egoísmo, del placer, de la desesperanza, de la nada, del odio, de la violencia (ib.). Conocéis los frutos amargos que produce. ¡Cuántas lágrimas, cuánta sangre derramada por causa de la violencia, fruto del odio y del egoísmo!

El joven que se deja dominar por el egoísmo, empobrece sus horizontes, rebaja sus energías morales, arruina su juventud e impide el adecuado crecimiento de su personalidad. En cambio, la persona auténtica, lejos de encerrarse en sí misma, está abierta a los demás; crece, madura y se desarrolla en la medida en que sirve y se entrega generosamente.

Detrás del egoísmo aparece la filosofía del placer. Cuántos jóvenes, por desgracia, son arrastrados por la corriente del hedonismo, presentado como un valor supremo; ello los lleva al desenfreno sexual, al alcoholismo, a la droga y a otros vicios que destruyen su fuerza ardorosa y debilitan su capacidad para afrontar las reformas que son indispensables en la sociedad.

Natural consecuencia del egoísmo y del placer absolutizado es la desesperanza que lleva a la filosofía de la nada. El joven auténtico cree en la vida y rebosa esperanza. Está convencido de que Dios lo llama en Cristo a realizarse integralmente, hasta la estatura del hombre perfecto y la madurez de la plenitud (cf Ef 4, 13).

5. Y, ¿qué deciros, amados jóvenes, de los horrores del odio y la violencia? Es una triste realidad que, en este momento, gran parte de América Central está cosechando los amargos frutos de la semilla sembrada por la injusticia, por el odio y la violencia.

Ante esta dolorosa situación de muerte y enfrentamiento, el Papa siente la imperiosa necesidad de repetir ante vosotros, jóvenes, la palabra de Cristo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34). Y también la palabra solemnemente pronunciada por mi predecesor Pablo VI en Bogotá: “La violencia no es cristiana ni evangélica” (Pablo VI, Santa Misa en la «Jornada del Desarrollo», Bogotá, 23 de agosto de 1968).

Si, vosotros, amadísimos jóvenes, tenéis la grave responsabilidad de romper la cadena del odio que produce odio, y de la violencia que engendra violencia. Habéis de crear un mundo mejor que el de vuestros antepasados. Si no lo hacéis, la sangre seguirá corriendo; y mañana, las lágrimas darán testimonio del dolor de vuestros hijos. Os invito pues como hermano y amigo, a luchar con toda la energía de vuestra juventud contra el odio y la violencia, hasta que se restablezca el amor y la paz en vuestras naciones.

Vosotros estáis llamados a enseñar a los demás la lección del amor, del amor cristiano, que es al mismo tiempo humano y divino. Estáis llamados a sustituir el odio con la civilización del amor.

Esto lo podréis realizar por el camino espléndido de la amistad auténtica, de la que lleva siempre a lo más alto y noble; de la amistad que aprendéis de Cristo, que ha de ser siempre vuestro modelo y gran amigo. Y rechazando con gallardía a cuantos recurren al odio y sus manifestaciones como instrumentos para forjar una nueva sociedad.

6. El mensaje del Concilio os invita también a no ceder al ateísmo, “fenómeno de cansancio y de vejez” (Nuntius ad iuvenes, 4). Ante él, vosotros jóvenes vigorosos, debéis afirmar la fe “en lo que da sentido a la vida: la certeza de la existencia de un Dios justo y bueno” (ib.).

Debéis manifestar en vuestra vida esa fe, enriqueciendo a otros con un testimonio vivido, alegre, esperanzado y esperanzado, que contagie a quien os mira. Vuestro testimonio cristiano, juvenil y valiente, capaz de pisotear el respeto humano, tiene gran fuerza evangelizadora.

Esta debe ser vuestra actitud de vida. Si sois fieles a este programa, sentiréis el gozo de quien lucha y sufre por el bien; de quien da a los demás la razón de su esperanza; de quien encuentra en cada hombre el rostro de Cristo; de quien renueva constantemente su juventud interior; de quien ante un mundo que lo busca, quizá sin saberlo, grita un mensaje de optimismo: también en nuestros días, Jesús de Nazaret sigue siendo la fuente e inspiración de la verdad, de la dignidad, de la justicia, del amor.

7. Mis queridos amigos: sé, por mi experiencia como profesor universitario, que os gustan las síntesis concretas. Es muy sencilla la síntesis-programa de lo que os he dicho, se encierra en un No y un Sí:

No al egoísmo;
No a la injusticia;
No al placer sin reglas morales;
No a la desesperanza;
No al odio y a la violencia;
No a los caminos sin Dios;
No a la irresponsabilidad y a la mediocridad.

Sí a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia;
Si a la fe y al compromiso que ella encierra;
Sí al respeto de la dignidad, de la libertad y de los derechos de las personas;
Sí al esfuerzo por elevar al hombre y llevarlo hasta Dios;
Sí a la justicia, al amor, a la paz;
Si a la solidaridad con todos, especialmente con los más necesitados;
Sí a la esperanza;
Sí a vuestro deber de construir una sociedad mejor.

8. Recordad que para vivir el presente hay que mirar al pasado, superándolo hacia el futuro.

El futuro de América Central estará en vuestras manos; lo está ya en parte. Procurad ser dignos de tamaña responsabilidad.

Que Cristo Jesús os inspire con su palabra y ejemplo. Acogedlos con generosidad, con entusiasmo, y ponedlos en práctica. Atender el consejo del Apóstol Santiago: “Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañados a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero yéndose se olvida de cómo es” (St. 1, 22-24).

La bendición de Dios y mi oración os acompañarán en esta tarea. Que la Virgen María, la Madre de Cristo nuestro Salvador, sea vuestra compañera, vuestra hermana, vuestra amiga, vuestra confidente, vuestra Madre, hoy y siempre. Así sea."

Discurso de San JPII a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos
San José de Costa Rica, Jueves 3 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Distinguidos señores,
En el marco de mi visita a los países de América Central, he aceptado gustosamente este encuentro con vosotros que, en virtud de la alta función que desempeñáis, habéis sido llamados a realizar una importante tarea de protección de los derechos humanos en este querido y atormentado continente. Os saludo pues con profunda estima.

La creación de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, que tiene por finalidad aplicar e interpretar la Convención Americana de los Derechos Humanos que entró en vigor el año 1978, ha señalado una etapa de particular relieve en el proceso de maduración ética y de desarrollo jurídico de la tutela de la dignidad humana. En efecto, esta Institución, que no sin motivo escogió la ciudad de San José de Costa Rica como sede, manifiesta una viva toma de conciencia por parte de los pueblos y gobernantes americanos, de que la promoción y defensa de los derechos humanos no es un mero ideal, todo lo noble y elevado que se quiera, pero, en la práctica, abstracto y sin organismos de control efectivo; sino que debe disponer de instrumentos eficaces de verificación y, si hiciera falta, de oportuna sanción.

Es cierto que el control del respeto de los derechos humanos corresponde ante todo a cada sistema jurídico estatal. Pero una mayor sensibilidad y una acentuada preocupación por el reconocimiento o por la violación de la dignidad y la libertad del hombre, han hecho ver no sólo la conveniencia, sino también la necesidad de que la protección y el control que ejerce un Estado, se completen y se refuercen a través de una institución jurídica supranacional y autónoma.

La Corte Interamericana de los Derechos Humanos, de la que vosotros formáis parte, ha sido instituida precisamente para desempeñar esta específica función jurídica, tanto contenciosa como consultiva. En vista de esa noble misión, deseo expresaros, señores, mi apoyo y aliento, mientras invito a las instancias interesadas a recurrir con valentía a esta Corte para confiarle los casos de su competencia, dando así prueba concreta de reconocerle el valor plasmado en sus estatutos. Este será el camino hacia una mejor aplicación del contenido de la Declaración Universal de los Derechos del hombre, a la que me referí bastante extensamente durante mi visita a la sede de las Naciones Unidas (Discurso a la XXXIV Asamblea general de las Naciones Unidas, 9, 13-20, 2 de octubre de 1979: Insegnamenti di JPII, II, 2 (1979) 527. 531-538).

A vosotros, ilustres jueces, quiero formular el ferviente voto de que, con el desempeño de vuestras funciones, ejercidas con profundo sentido ético e imparcialidad, hagáis crecer el respeto de la dignidad y de los derechos del hombre; ese hombre que vosotros, educados en una tradición cristiana, reconocéis como imagen de Dios y redimido por Cristo; y, por consiguiente, el ser más valioso de la creación.

Pido a Dios que os bendiga e ilumine en el fiel cumplimiento de esta vasta tarea, tan necesaria e importante en el actual momento de la historia humana."

On the morning of 4th March, Pope John Paul II left for his day's pilgrimage to Nicaragua. He returned to Costa Rica from Panama the following evening and then bid farewell to Costa Rica the next morning, departing for El Salvador.

Discurso de San JPII a la Ceremonia de Despedida de Costa Rica
San José de Costa Rica, Sábado 5 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Señor Presidente, hermanos en el Episcopado, costarricenses todos:
Costa Rica me ha dispensado en estos primeros días de mi viaje apostólico a América Central, una hospitalidad llena de calor, afecto y generosa disponibilidad.

Antes de dejar esta querida nación, cuyo recuerdo imborrable me llevo conmigo, repaso con la mente los actos más salientes de mi itinerario: la visita al Hospital Nacional de Niños; la solemne celebración litúrgica en la Sabana con numerosísimos fieles; el encuentro en la catedral con el clero, el personal religioso y seminaristas; el entusiasmo que inundaba el estadio nacional repleto de jóvenes; y la audiencia a los Jueces de la Corte Interamericana de los Derechos del Hombre.

Conozco cuánto trabajo era necesario para la buena preparación de este programa en sus aspectos técnico y espiritual. Por eso os expreso mi más vivo agradecimiento a todos. Ante todo a usted, Señor Presidente, que tan gentilmente me invitó, a las autoridades civiles, a mis hermanos obispos, a las personas consagradas, a los miembros de los diversos Cuerpos, Comisiones y Asociaciones.

Los encuentros tenidos me han permitido conocer mejor a este querido pueblo y los profundos valores humanos, morales y religiosos que han construido y sostienen este país. Mi mayor deseo es que estos valores sean conservados y consolidados, porque así se podrá mirar con esperanza y optimismo hacia el futuro.

A la Patrona de Costa Rica, la Virgen de los Ángeles, dirijo de nuevo mi reverente recuerdo y ferviente plegaria, para que interceda ante su Hijo por esta nación, la mantenga en la paz y concordia, y extienda su mano protectora sobre todos y cada uno de sus hijos costarricenses.

A todos, una vez más: Muchas gracias y que Dios se lo pague. Que El bendiga a Costa Rica, como yo la bendigo con afecto."