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Pope St John Paul II's Apostolic Visit to Panama

5th March 1983

Pope Saint John Paul II was a pilgrim to Panama during his 17th apostolic voyage, on which he also visited Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Honduras, Belize & Haiti.

Discurso del Papa San Juan Pablo II en la Ceremonia de Bienvenida
Aeropuerto internacional de Tocumen, Panamá, Sábado 5 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Señor Presidente, queridos hermanos en el Episcopado,
amados hermanos y hermanas,

Con gran ilusión había esperado el momento de besar tierra panameña. Bendita sea la divina Providencia que me concede visitar este noble país, en mi viaje al área geográfica centroamericana. Sé que también vosotros deseabais vivamente este encuentro.

Desde el primer momento percibo el afecto entusiasta de los panameños, en cuyo nombre y en el suyo propio usted, Señor Presidente, me ha dado su cordial bienvenida con significativas y deferentes palabras. A su saludo, que recoge el de las otras autoridades presentes en este aeropuerto, y a las muestras efusivas de los queridos hijos de Panamá – normalmente lejanos en la geografía, pero siempre muy cercanos en mi afecto – correspondo con sentimientos de profundo aprecio y gratitud.

A este fervor humano y a la acogida cordial siento unidas también las voces de tantos otros habitantes del país, de las ciudades, pueblos y caseríos, niños, jóvenes y adultos, dispersos por toda la geografía nacional, desde David y Bocas del Toro hasta el Darién. A todos envío mi cordial saludo y por todos pediré al Señor, especialmente en la Eucaristía de este día.

Pero quiero reservar un saludo particular a los miembros del Episcopado panameño aquí presentes, al arzobispo de esta ciudad, monseñor Marcos Gregorio McGrath, y al Presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor José María Carrizo, así como a los sacerdotes y personas consagradas. En ese saludo particular incluyo a quienes por razones diversas, como los enfermos y ancianos o los que sufren por tantos motivos, no podré encontrar. Son ellos los primeros destinatarios de mi viaje y a ellos va mi primera palabra de aliento y esperanza.

Para todos viene a vosotros el Obispo de Roma y Pastor de toda la Iglesia. Por eso, desde este instante mando a cada persona, familia y grupo humano o étnico mi exhortación a ser siempre testigos del amor de Cristo y mi Bendición."

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Santa Misa
Encuentro con las Familias Cristianas de Panamá
Panamá, Sábado 5 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Queridos hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas,
1. ¡Gracia y paz a vosotros!

Con estas palabras de San Pablo, saludo en el amor de Cristo al Pastor de la Iglesia local que hoy me acoge, a los demás obispos hermanos y a todo el Pueblo de Dios reunido en este lugar o aquí presente en espíritu.

La celebración de la Eucaristía congrega hoy a tantas familias cristianas de Panamá, que representan también a las de los otros países de América Central, Belice y Haití. A ellas vengo, en esta peregrinación apostólica, para proclamar la Buena Noticia del proyecto de Dios sobre la familia que tanto importa a la Iglesia y a la sociedad.

Cada Eucaristía renueva esa alianza de amor de Cristo con su Iglesia, que San Pablo indica como modelo del amor conyugal de los cristianos (cf Ef 5, 25. 29. 32). En esta Misa, que quizá os traiga a la memoria el día de vuestro matrimonio, quisiera que renovarais vuestra promesa de fidelidad mutua en la gracia del matrimonio cristiano.

2. La alianza matrimonial es un misterio de profunda trascendencia; es un proyecto originario del Creador, confiado a la frágil libertad humana.

La lectura del libro del Génesis nos ha llevado idealmente hasta la fuente del misterio de la vida y del amor conyugal: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra . . . Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gen 1, 26-27).

Dios crea al hombre y a la mujer como imagen suya, e inscribe en ellos el misterio del amor fecundo que tiene en el mismo Dios su origen. La diferencia sexual permite la complementariedad y comunión fecunda de las personas: “Sed fecundos y multiplicaos; henchid la tierra y sometida” (Gen 1, 28).

Dios se ha fiado del hombre; le ha confiado las fuentes de la vida; ha llamado al hombre y a la mujer a colaborar en su obra creadora. Ha grabado para siempre en la conciencia humana su deseo de fecundidad en el marco de una unión exclusiva y estable; “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gen 2, 24).

3. Las palabras del Señor que hemos leído en el Evangelio, confirman la bendición original del Creador sobre el matrimonio: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne . . . Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19, 5-6).

Esta enseñanza del Maestro acerca del matrimonio fue recogida por la primera comunidad cristiana como un compromiso de fidelidad a Cristo en medio de las desviaciones de un mundo pagano. La fórmula de Jesús es solemne y tajante: “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). Palabras válidas para todo legítimo contrato matrimonial, especialmente entre los cristianos, para los cuales el matrimonio es un sacramento.

Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. No puede, no debe separar la autoridad civil lo que Dios ha sellado. No deben ni pueden separarlo los cónyuges cristianos, que ante el altar han contraído una alianza irrevocable de amor, confirmada por Dios con la gracia sacramental.

4. En la voluntad de Cristo, reflejada en sus palabras, hemos de descubrir algo más que una ley externa; en ellas está el misterioso designio de Dios sobre los esposos. El matrimonio es una historia de amor mutuo, un camino de madurez humana y cristiana. Sólo en el progresivo revelarse de las personas se puede consolidar una relación de amor que envuelve la totalidad de la vida de los esposos.

El camino es arduo, pero no imposible. Y la gracia del matrimonio comprende también la ayuda necesaria para esta superación de las inevitables dificultades. Por el contrario, la ruptura de la alianza matrimonial no sólo atenta contra la ley de Dios, sino que bloquea el proceso de madurez, la plena realización de las personas.

No es aceptable, por ello, una cierta mentalidad que se infiltra en la sociedad y que fomenta la inestabilidad matrimonial y el egoísmos en aras de una incondicionada libertad sexual.

El amor cristiano de los esposos tiene su ejemplo en Cristo, que se entrega totalmente a la Iglesia, y se inscribe en su misterio pascual de muerte y de resurrección, de sacrificio amoroso, de gozo y esperanza.

Incluso cuando aumentan las dificultades, la solución no es la huida, la ruptura del matrimonio, sino la perseverancia de los esposos. Lo sabéis por experiencia vosotros, queridos esposos y esposas; la fidelidad conyugal forma y madura; revela las energías del amor cristiano; crea una familia nueva, con la novedad de un amor que ha pasado por la muerte y la resurrección; es el crisol de una relación plenamente cristiana entre los esposos, que aprenden a amarse con el amor de Cristo; es la garantía de un ambiente estable para la formación y equilibrio de los hijos.

5. El Apóstol San Pablo nos ha recordado la fuente y el modelo de este amor conyugal, que se convierte en ternura y cuidado recíprocos por parte de los esposos: “Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia. En todo caso, respecto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer que respete al marido” (Ef 5, 31-33).

Con la mirada fija en Cristo, se fortalece el afecto de los esposos en esta misteriosa economía de la gracia. “Nadie aborreció su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia” (Ef 5, 29). Así los esposos aprenden a mirarse con amor verdadero que se traduce en cuidado, ternura, atención al otro. Descubren que cada uno está vinculado a Dios con una relación personal; y ambos están relacionados por la presencia de Cristo y la gracia del Espíritu, para vivir el uno para el otro; en una economía de vida que debe convertirse en entrega a los hijos y que debe ser camino de santidad en la familia. Por eso, ya en la antigüedad cristiana se daba a entender esta dimensión de gracia pintando la imagen de Cristo en medio de los esposos.

6. Pero esa gracia no ha de reflejarse sólo en el interior de la familia. Ha de ser fuente de fecundidad apostólica. Sí, los cónyuges cristianos deben abrirse a la tarea de evangelización en el campo específico de la familia. Acrisolados por la experiencia, fortalecidos en la comunión con otras familias, son evangelizados y han de convertirse en evangelizadores de la familia cristiana, en centros de acogida, en propulsores de promoción social.

Para ello habrá de cuidarse con esmero la pastoral de la familia, en la que los matrimonios presten una ayuda generosa e imprescindible a los Pastores. Múltiples son las tareas a realizar en esa pastoral familiar, como he señalado en la Familiaris Consortio (cf 65-85).

Mucho podrán ayudar en tal cometido los movimientos y grupos de espiritualidad matrimonial, que son numerosos y activos en estos países, y a los que aliento cordialmente en su labor.

7. Un aspecto importante de la vida familiar es el de las relaciones entre padres e hijos. En efecto, la autoridad y la obediencia que se viven en la familia cristiana han de estar empapadas del amor de Cristo y orientadas a la realización de las personas. San Pablo lo sintetiza en una frase densa de contenido: obrar en el Señor (cf Ef 6, 1-4), es decir, según su voluntad, en su presencia, pues El preside la Iglesia doméstica que es la familia (cf Lumen Gentium, 11). Sólo en d crisol del amor verdadero se superan los conflictos que surgen entre las generaciones. En la paciencia, en la búsqueda de la verdad, se podrán integrar esos valores complementarios de los que cada generación es portadora.

Para ello, que no falte en las familias la oración en común, según las mejores tradiciones de vuestros pueblos, a fin de ir renovándose constantemente en el bien y en el sentido de Dios. En ese clima podrán florecer las necesarias vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, que son signo de bendición y de predilección por parte de Dios.

8. Queridos esposos y esposas: Renovad en esta Eucaristía vuestra promesa de fidelidad mutua. Asumid como servicio específico en la Iglesia la educación integral de vuestros hijos. Colaborad con vuestros obispos y sacerdotes en la evangelización de la familia.

Y recordad siempre que el cristiano auténtico, aun a riesgo de convertirse en “signo de contradicción”, ha de saber elegir bien las opciones prácticas que están de acuerdo con su fe. Por eso habrá de decir no a la unión no santificada por el matrimonio y al divorcio; dirá no a la esterilización, máxime si es impuesta a cualquier persona o grupo étnico por falaces razones; dirá no a la contracepción y dirá no al crimen del aborto que mata al ser inocente.

El cristiano cree en la vida y en el amor. Por eso dirá sí al amor indisoluble del matrimonio; sí a la vida responsablemente suscitada en el matrimonio legítimo; sí a la protección de la vida; sí a la estabilidad de la familia; sí a la convivencia legítima que fomenta la comunión y favorece la educación equilibrada de los hijos, al amparo de un amor paterno y materno que se complementan y se realizan en la formación de hombres nuevos.

El sí del Creador, asumido por los hijos de Dios, es un sí al hombre. Nace de la fe en el proyecto original de Dios. Es una auténtica aportación a la construcción de una sociedad donde prevalezca la civilización del amor sobre el consumismo egoísta, la cultura de la vida sobre la capitulación ante la muerte.

A la Virgen nuestra Señora, que vosotros llamáis con sencillez y fervor Santa María, encomiendo vuestras personas, vuestras familias; sobre todo a los niños y a vuestros enfermos. Que Ella haga de vuestras familias un santuario de Dios, hogar del amor cristiano, baluarte de la defensa y dignidad de la vida. Así sea con la gracia del Señor y con mi cordial Bendición."

Discurso de Juan Pablo II en el Encuentro con los Campesinos
Panamá, Sábado 5 de marzo de 1983 - in Italian, Portuguese & Spanish

"Queridos hermanos campesinos,
1. Desde estas tierras panameñas de Penonomé levanto mi mirada hacia vosotros y todos vuestros compañeros de trabajo; los de Panamá y de toda América Central, Belice y Haití, para saludaros con gran estima y afecto. Para deciros que el Papa viene muy contento a visitaros y se siente feliz de estar en medio de los campesinos, gentes sencillas, honradas, y en las que resplandece una profunda religiosidad.

Permitidme que ante todo extienda mi cordial saludo y recuerdo a vuestras esposas e hijos; a todas las familias campesinas que vosotros representáis. Este saludo quiere ser también mi profundo agradecimiento por vuestra cariñosa acogida, a la vez que os exhorto a vivir cada vez más fielmente vuestra condición de cristianos.

2. La primera reflexión que quiero compartir con vosotros es la de vuestra dignidad como hombres y como trabajadores del campo. Una dignidad que, como ya indiqué en mi encíclica Laborem Exercens, no es menor que la de quien trabaja en la industria o en otros sectores de la vida social y económica.

El trabajo, en efecto, encuentra su dignidad en el designio de Dios Creador. Dios ha creado al hombre y lo ha hecho hijo e imagen suya. Lo ha creado para que con su inteligencia y trabajo físico, en la ciudad o en el campo, se perfeccione, se realice y encuentre honestamente su subsistencia personal y la de su familia. Y para que a la vez sirva con su trabajo al bien de sus hermanos y contribuya al desarrollo de la sociedad.

Ese plan divino y la dignidad que conlleva se aplican perfectamente al trabajo agrícola y a la situación del hombre que cultiva la tierra como vosotros; ya que ofrecéis a la sociedad los bienes necesarios, los productos básicos para la alimentación diaria.

Por ello no debe pesar sobre vosotros sentimiento alguno de inferioridad respecto de la dignidad de vuestras personas y género de vida. Con esa convicción buscad vuestra elevación propia, sabedores del valor y respeto que merece vuestra tarea, prestada con espíritu de servicio al hombre integral (cf Gaudium et Spes, 64). Recordad que Cristo mismo quiso experimentar el cansancio físico, trabajando con sus manos como simple artesano (cf Mt 13, 55).

3. La Iglesia comprende y reconoce ese valor de vuestra condición de campesinos. Y quiere estar cercana a vosotros con la luz de la fe, con el estímulo de los valores morales, con su voz en defensa de vuestra dignidad y derechos.

En su enseñanza social no ha cesado de indicar a personas e instituciones, Estados y Organismos internacionales que aseguren el necesario desarrollo de la actividad agrícola, para que crezca en armonía y se eliminen las lacras que afectan a los hombres del campo.

La presencia del Papa hoy entre vosotros – que prolonga la de mi predecesor Pablo VI en Bogotá y las mías en Cuilapan (México) y Recife (Brasil)– quiere ser una nueva muestra de ese deseo de cercanía a vosotros, a vuestras preocupaciones y aspiraciones.

No vengo con las soluciones técnicas o materiales que no están en manos de la Iglesia. Traigo la cercanía, la simpatía, la voz de esa Iglesia que es solidaria con la justa y noble causa de vuestra dignidad humana y de hijos de Dios.

Sé de las condiciones de vuestra precaria existencia: condiciones de miseria para muchos de vosotros, con frecuencia inferiores a las exigencias básicas de la vida humana.

Sé que el desarrollo económico y social ha sido desigual en América Central y en este país; sé que la población campesina ha sido frecuentemente abandonada en un innoble nivel de vida y no rara vez tratada y explotada duramente.

Sé que sois conscientes de la inferioridad de vuestras condiciones sociales y que estáis impacientes por alcanzar una distribución más justa de los bienes y un mejor reconocimiento de la importancia que merecéis y del puesto que os compete en una nueva sociedad más participativa (cf. Pablo VI, Homilía durante la misa para los campesinos colombianos, 23 de agosto de 1968: Insegnamenti di Paolo VI, VI [1968] 372 ss.).

4. Es cierto que, como indiqué en la Laborem Exercens, “las condiciones del mundo rural y del trabajo agrícola no son iguales en todas partes, y las situaciones sociales de los trabajadores del campo son diferentes según los países. Esto no depende solamente del grado de desarrollo de la técnica agrícola, sino también, y más aún, del reconocimiento de los justos derechos de los trabajadores del campo, y del nivel de conciencia en el campo de toda la ética social del trabajo” (Laborem Exercens, 21).

Las cifras actuales os pueden dar una idea de este grave problema. Si en la mayoría de los países desarrollados o industrializados, el sector agrícola, modernizado y mecanizado, agrupa menos del 10 por ciento de la población activa, en muchos de los países del Tercer Mundo, el mismo sector representa hasta el 80 por ciento de la población total, con un sistema tradicional de agricultura de mera subsistencia.

Por otra parte también, la distribución de la tierra y sus modos de explotación que reúne a propietarios, hacendados y agricultores asalariados, varía de un país a otro, según el sistema socio-político. A veces coexisten la propiedad privada, las cooperativas comunitarias y las empresas del Estado.

5. La situación de tantos campesinos preocupa a la Iglesia. Por eso yo mismo invitaba en México a la acción, “para recuperar el tiempo perdido, que es frecuentemente tiempo de sufrimientos prolongados y de esperanzas no satisfechas” (Discurso a los indígenas y campesinos de México, 29 de enero de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II [1979] 242).

¿Cómo no sentirse conmocionado ante situaciones trágicas –por desgracia demasiado reales– como la descrita en mi Encíclica sobre el trabajo humano? “En ciertos países en vías de desarrollo, la mayoría de los hombres son obligados a cultivar las tierras de otros, y son explotados por los grandes propietarios hacendados, sin esperanza de poder jamás acceder personalmente a la posesión de un pedazo de tierra. No existen formas de protección legal de la persona del trabajador del campo y de su familia para su vejez, enfermedad o desocupación. Largas jornadas de duro trabajo físico son pagadas miserablemente. Tierras cultivables son abandonadas por sus propietarios; títulos legales de posesión de un pequeño terreno, cultivado por cuenta propia desde anos atrás, no son reconocidos o no pueden defenderlos delante del “hambre de la tierra” que anima a los individuos o grupos más poderosos” (Laborem Exercens, 21).

No dudo de los esfuerzos hechos por muchos de los políticos y dirigentes de éste y otros países, para mejorar seriamente vuestra situación de pobreza. Cuando sea necesario, sobre ellos incumbe el deber de “actuar pronto y en profundidad. Hay que poner en práctica transformaciones audaces, profundamente innovadoras. Hay que emprender, sin esperar más, reformas urgentes” (Populorum Progressio, 32).

Pero corresponde actuar no sólo a las autoridades, sino también a vosotros y a la entera sociedad, haciendo un esfuerzo conjunto, una efectiva concentración de todas las fuerzas vivas del país, para crear las estructuras del verdadero desarrollo; para llevar al campo nuevos instrumentos y medios que alivien la fatiga del campesino, que hagan su encuentro cotidiano con la tierra una situación más humana y más alegre, se aumente la productividad y se retribuya con precios justos el esfuerzo de sus manos.

De esta manera, tantos campesinos acosados hoy por su soledad, por la pobreza y la indiferencia en que se encuentran, dejarán de mirar hacia la ciudad, pensando encontrar en ella lo que el campo les ha negado. Y se evitará ver crecer las filas de la desocupación en las grandes ciudades, con nuevos males de descomposición social.

6. En la búsqueda de una mejor justicia y elevación vuestra, no podéis dejaros arrastrar por la tentación de la violencia, de la guerrilla armada o de la lucha egoísta de clases; porque éste no es el camino de Jesucristo, ni de la Iglesia ni de vuestra fe cristiana. Hay quienes están interesados en que abandonéis vuestro trabajo, para empuñar las armas del odio y de la lucha contra otros hermanos vuestros. A ésos no los debéis seguir.

¿A qué conduce este camino de la violencia? Sin lugar a dudas, crecerá el odio y las distancias entre los grupos sociales, se ahondará la crisis social de vuestro pueblo, aumentarán las tensiones y los conflictos, llegando hasta el inaceptable derramamiento de sangre, como de hecho ya ha sucedido. Con estos métodos, completamente contrarios al amor de Dios, a las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia, haréis imposible la realización de vuestras nobles aspiraciones. Y se provocarán nuevos males de descomposición moral y social, con pérdida de los más preciados valores cristianos.

Vuestro justo compromiso por la justicia, por el desarrollo material y espiritual, por la participación efectiva en la vida social y política, ha de seguir las orientaciones marcadas por la enseñanza social de la Iglesia, si queréis construir la nueva sociedad, la de la justicia y de la paz. Métodos y vías distintas engendrarán nuevas formas de injusticia, donde nunca encontraréis la paz que tanto y tan justamente deseáis.

7. A la manera de los discípulos de Emaús, felices de haber encontrado al Señor Resucitado y de haberlo reconocido en la “fracción del pan” (cf. Lc. 24, 35), vosotros, amados campesinos, debéis vivir la alegría de compartir el pan con vuestros hermanos. Sé que sois capaces de compartir el pan, en acciones de ayuda desinteresada que tanto os distinguen y honran.

Se trata de compartir también vuestra solidaridad y capacidad de mutua asistencia, de superar los egoísmos y pequeñeces, de fortalecer y compartir vuestra fe y religiosidad.

El pan que el campesino saca de las entrañas de la tierra es el pan que alimenta a la humanidad. Y es el pan de la Eucaristía que la Iglesia consagra diariamente y da de comer a todos los hijos que lo quieren compartir como hermanos en la misma fe. Es el pan que nos une en la Iglesia, que nos hace sentirnos hermanos e hijos de un mismo Padre. Es el pan que alimenta nuestra fe mientras peregrinamos, y es prenda de esperanza para la eternidad feliz a la que nos encaminamos.

Esa constante referencia a Dios ha de inspirar vuestro empeño en favor de la justicia, del amor al hombre, de la búsqueda eficaz de una sociedad nueva, que abra la esperanza de acabar con la dramática distancia que separa a los que tienen mucho de los que no tienen nada.

Podéis estar seguros de que la Iglesia no os abandonará. Vuestra dignidad humana y cristiana es sagrada para ella y para el Papa. Ella seguirá reclamando la supresión de las injustas desigualdades, de los abusos autoritarios. Seguirá apoyando y colaborando en las iniciativas y programas orientados a vuestra promoción y desarrollo.

Que la Virgen María, Madre amorosa vuestra, os acompañe siempre, os proteja, guarde a vuestras familias, reciba vuestras plegarias e interceda por vosotros ante Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en cuyo nombre os bendigo con inmenso afecto, queridos campesinos. Amén."